En su novela Un detalle menor*, premiada primero y luego castigada en Alemania, la palestina Adanía Shibli cuenta, en efecto, un "detalle menor", seguramente de ficción, pero que se vuelve creíble gracias a la ficción misma y no a la larga infamia de la ocupación israelí en que se inscribe. Quiero decir que el relato de Shibli no es una denuncia explícita de los crímenes de Israel; de hecho, el crimen que narra es, por comparación, muy pequeño, y está abordado desde el punto de vista de los propios asesinos, los cuales, agobiados por el calor y las picaduras de los insectos, tratan a la víctima como si fuera una piedra. La víctima no se queja; de su dolor no sabemos nada; acepta su condición inerme y casi paisajística con una objetividad aterradora. En cuanto a la mujer que cincuenta años más tarde busca su rastro en el desierto del Neguev, Shibli no se ensaña describiendo la ferocidad de los soldados y los colonos, que en general se comportan con educación y que incluso le hacen confidencias. La zarpa ominosa de la ocupación solo dispara dos veces, al principio y al final del relato; su totalitarismo atmosférico se revela más bien de manera indirecta, a través (uno) de los mapas que la narradora consulta para llegar a su destino por las carreteras de lo que otrora fue Palestina y (dos) a través del miedo que la atenaza en cada control, en cada conversación, en cada breve parada de intendencia. Shibli no se exalta jamás ni excita al lector ya alineado con justa ira o dolor enfático. Cuenta una historia pequeña, meticulosa, acumulando diminutas descripciones con tanta maestría que finalmente, cuando se repara en lo que ha ocurrido, su propia insignificancia terrorífica obliga a la reflexión. Una buena novela, hay que recordarlo, es una buena novela; y es por eso, y no por el objeto del que se ocupa, por lo que puede resultar infinitamente más dolorosa que las imágenes retumbantes de un bombardeo.
Un detalle menor, en fin, está concebida para llegar a los amantes de la buena literatura, no a los partidarios de la liberación de Palestina. Shibli es una escritora palestina; es decir, una escritora; su palestinidad no devora ni su talento ni su carácter ni -improvisemos- su amor por los geranios o su odio por su suegra. Hay dos formas de deshumanizar a los palestinos, una de derechas y otra de izquierdas. La de derechas consiste en negarles la humanidad; la de izquierdas en encerrarlos completamente en su causa de liberación. Un palestino es un palestino es un palestino es un palestino y nada más; un palestino es una víctima es una víctima es una víctima y solo la reconocemos como tal. Que una escritora palestina sea una gran escritora es ya una victoria sobre la ocupación, pues su calidad literaria la sitúa en un lugar donde el Ejército israelí no puede alcanzarla. Que además escriba una buena novela sobre la ocupación de Palestina (que reconocerían como buena Jane Austen o Joyce, muertos antes de la fundación de Israel) la convierte en la mejor vocera del pueblo al que pertenece, y ello por cuatro razones: porque una buena novela dura más en la memoria que una imagen de internet (que, trágica o cómica, es siempre un meme); porque una buena novela no es un sermón sino una experiencia en el cuerpo; porque una buena novela nos recuerda la existencia de escritores palestinos capaces de colonizar, con la palabra, el universo; y porque, habiendo escritores palestinos, una buena novela palestina nos recuerda también que Israel lleva siete décadas matando lectores palestinos (esa comunidad de iguales).
Se nos dice que no debemos olvidar Palestina. Todos querríamos olvidarla. También los palestinos querrían hacerlo porque un país normal es un país que se olvida de sí mismo, salvo un par de días al año, cuando hay que celebrar el día de la independencia o festejar una victoria deportiva. Israel no nos deja; no les deja; no nos deja y no les va a dejar. Sus matanzas cotidianas se pueden interpretar, sin duda, como la huida hacia delante de un ministro fascista en apuros y como un segundo plan Dalet a escala apocalíptica, pero creo que su potencial destructivo tiene que ver con que son, al mismo tiempo, una revelación y un mensaje. Cuando se han cruzado todas las líneas rojas y no se puede volver atrás, uno sigue matando para ser de una vez lo que siempre se ha sido y para obligar al mundo a aceptar el mal como una regla. ¿Qué quiere recordarnos Israel con sus matanzas? De entrada, desde luego, la inexistencia material, ininterrumpida, de Palestina, un pueblo de muertos cuya población va descontando, de uno en uno, de cien en cien, de mil en mil, a lo largo del tiempo. Pero Israel busca también, matando y matando, regocijarse en su propia existencia negativa y en nuestra impotencia definitiva. Me parece inútil, la verdad, seguir discutiendo sobre el concepto penal de genocidio y un poco mezquino vigilar quién de "los nuestros" lo usa y quién no. Mi convencimiento personal es el de que hay pruebas suficientes para aplicar a Israel ese tipo penal, sobre el que decidirá el TIJ, pero su uso excesivo tiene el efecto de una droga cuya dosis siempre insuficiente acaba con la muerte de la palabra misma. Da igual cómo lo llamemos. La cuestión es que no podemos hacer nada y por eso intentamos decirlo todo; compensar de palabra lo que no podemos impedir de hecho. "Genocidio", digamos, es la expresión lingüística de nuestra incapacidad para la intervención. Tanto más la pronunciamos cuanto más asesina Israel, sí, pero no porque cada nueva víctima sea una confirmación de su barbarie (que lo es) sino porque cada nueva víctima es una confirmación de nuestra impotencia.
Esta combinación de revelación y de mensaje (de autocomplacencia en el mal y de impotencia universal) es la que nos ha situado ya, tras la guerra de Ucrania, en un nuevo desorden global en el que todo está permitido. Uno de los objetivos premeditados de las matanzas indiscriminadas de Israel es el de obligar a las democracias occidentales a ignorar o apoyar el genocidio; es decir, el de imponer un régimen de hipocresía desnuda y radical que no solo aísla a Europa y EEUU del resto del mundo (y dinamita instituciones internacionales ya dañadas en sus cimientos), sino que favorece la proliferación o consolidación de las dictaduras, legitimadas ahora a usar todos los medios contra su propia población y contra eventuales enemigos exteriores. Israel, esa dictadura colonial supremacista, es sostenida por democracias y denunciada y condenada por otras dictaduras. Ese oxímoron siniestro no puede soportarlo ningún mundo posible. Rusia ha vencido a Ucrania en Palestina, no en el Dombás; Irán y Siria han vencido a sus propios pueblos en Gaza, no en las cárceles de Teherán y Damasco; China ha derrotado a EEUU en Rafah, no en Taiwán.
Me había impuesto a mí mismo no volver a escribir sobre Gaza; lo hacen mejor que yo -no sé- Olga Rodríguez, Patricia Simón o Luz Gómez; y desde luego Al-Jazeera en el mundo árabe y algunos periodistas judíos de Haaretz en Israel. Mejor gestos pequeños (para financiar a la UNRWA, convocar una manifestación, apoyar un proyecto de solidaridad concreto) que palabras mayúsculas. Han muerto asesinados 30.000 palestinos en los últimos cuatro meses. Las cifras son redondas; los humanos no. Escribo estas líneas afectado no tanto por esta cifra inabarcable como por la lectura de una novela que narra "un detalle menor" acaecido en 1948. En ese "detalle menor" se concentra, como en el fulcro de una palanca, como en el temblor de un niño ileso entre los escombros, toda la bestialidad de Israel. En ese "detalle menor" reposa, sí, toda la fragilidad humana. Israel ha asesinado a treinta mil "detalles menores". ¿Comprendemos ahora mejor la dimensión de su crimen? La humanidad también lo es; eso; sí: un detalle menor.
(*La novela de Shibli ha sido editada por Hoja de Lata, en excelente traducción de Salvador Peña Martín).
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