Dominio público

8M: la familia feminista

Carla Antonelli

Senadora de Más Madrid y activista trans.

Manifestación del 8 de marzo en los años 80.- Agencia EFE
Manifestación del 8 de marzo en los años 80.- Agencia EFE

Mi madre gritó cuando le confesé lo mío. También me dijo que fuera a un psicólogo. Yo lloraba en aquella cabina al otro lado del mar. Me había fugado a la isla de al lado porque necesitaba escapar de una moral franquista que ahogaba cualquier amago de diferencia. Corría el año 1977 cuando comenzó la odisea que me transformó en la mujer que soy hoy. 

Desde entonces han sido tantas las luchas, los arrestos, las conquistas. Mis ojos longevos vivieron la transición democrática, el destape y la movida madrileña. En el lapso de una década presencié amnistías necesarias, urnas recuperadas y una pandemia llamada sida. También perdí a mi padre y corté lazos con una familia que no me quería ni ver. Luego llegaron los noventa y los activismos aliados de lo arcoíris y el movimiento feminista. Se precipitaba el milenio y las militancias se multiplicaban sin orden ni prejuicio. Lo que no se inmutó en toda esa época era la llamada de mamá. A su manera imperfecta, sostenía un hilo de cuidados perenne. Un vínculo contradictorio a prueba del mundo exterior. 

Perdonen la melancolía. Tal vez la edad me ponga ñoña hasta para los artículos. O quizás sea el reciente aliento de la muerte, la imposibilidad de respirar que me precipitó del Senado a la UCI sin transbordo. Lo que quiero transmitir son muchas cosas en poco texto. Lo que pretendo reivindicar es una idea de familiaridad en el feminismo. 

Hace más de noventa años las mujeres ejercieron el voto por primera vez en España. El logro se produjo tras un debate intelectual tan polémico como electrizante: el de Clara Campoamor y Victoria Kent. Por suerte, ganó Campoamor. Pero quedémonos con el recuerdo de un pulso de ideas encauzado con respeto y altura de miras. Rescatemos fórmulas de concordia antigua como pistas para nuestros caminos posibles. Especialmente en un momento en el que retornan las sombras más antiguas del odio en nuevas siglas y formatos. Al fin y al cabo, ¿de qué sirven tantas guerras si las más perjudicadas somos nosotras? 


Claro que hay matices. No es exactamente lo mismo ser una funcionaria de Madrid que una campesina de Soria; ni comparten la misma experiencia una mujer trans de sesenta años y una migrante embarazada subida a una patera. Y no pasa nada. Porque es probable que si nos sentáramos a una larga mesa coincidiríamos en lo fundamental: hay que acabar con la violencia machista y la brecha de salarios; hay que romper los techos de cristal y limpiar los suelos pegajosos; hay que mejorar la conciliación y el reparto de responsabilidad en los hogares. 

Pese a mi reconocible vehemencia, veo motivos para el optimismo entre la adversidad. Soy de las que encuentra en la encuesta del CIS una mayoría de hombres que sí valoran positivamente las políticas feministas. Y ya nos encargaremos de reducir ese 44% de escépticos, que a tozudas no nos gana nadie. Nuestra mejor herramienta para ello es reconocer, aceptar y celebrar nuestras diferencias, como diría Audre Lorde. Hacer feminismo en todos lados, con distintos estilos y varios acentos. En los podcasts de Henar Álvarez o en los ensayos de Clara Serra; en las 20.000 especies de abejas o en los artículos de Cristina Fallarás. También en los micro-feminismos espontáneos de las doñas que dicen basta a sus jefes o maridos. 

No será por falta de posibles ilusiones en común. Miremos a Francia, por ejemplo. Imitémoslas y soñemos con un país que blinda el aborto en la Constitución. E imaginemos, por qué no, cosechas propias. Como un Pacto de Estado contra los discursos de odio o la reducción de la jornada laboral. Porque la convivencia siempre es más deseable que la división. Porque ganar tiempo es ganar vida. Y de eso sabemos mucho las mujeres. 


Todas las mujeres. 

Mi madre me enseñó que la familia no es una cena de Navidad estupenda. La familia habita en ofrecer un abrazo tímido bajo los truenos. Es una tregua de cariños que aparca las peleas para salvar lo imprescindible. ¿Será posible una imperfecta familia feminista?  

Espero que sí, porque el machismo, patriarcado y misoginia no descansa para introducirse e infiltrarse en cualquier grieta.  


Feliz y reivindicativo 8 de marzo.  

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