Érase una vez un ser magnífico e intocable que se creía incapaz de cometer errores, que se amaba tanto a sí mismo que no veía sus límites y en cuyo imperio nunca se ponía el sol. Era un ser tan encerrado en su soberbia que pensaba ingenua y firmemente que no reconocer un crimen es el camino perfecto para que el crimen no exista.
Era este ser un paladín con la increíble habilidad de hablar en la intimidad idiomas para él desconocidos, tan osado como para emplear acentos tejanos en países extranjeros o para colocar sus pies sobre la mesa del imperio y formar tríos oscuros en islas ubicadas en océanos de embustes. Era tal su poder para la hechicería, que llegó a concentrar en la boda de su heredera a los mayores delincuentes del reino y a transformar la parrilla nacional en su barbacoa particular.
En su deseo de pasar a la historia, y pasándose mucho de frenada, eligió convertirse en monstruo plenipotenciario, enviando un día a su ejército a combatir en una guerra que tuvo como tapadera la búsqueda de unas armas de destrucción masiva que no existían; pero cuyo objetivo oculto era apoderarse del gran tesoro de Bagdad.
Resultó que aquella guerra, como todas las guerras, llevó a la muerte a miles de seres e hizo del planeta un lugar mucho peor. Resultó también que las armas no aparecieron y que el cielo se tiño para siempre de un color que mezclaba la sangre y el petróleo.
Sin embargo, nuestro ser magnífico e intocable, no solo no reconoció su error ni pidió jamás perdón, sino que siguió inventándose mentiras y buscó refugio en el interior de una muralla inmensa de enredos y calumnias.
Cuenta este cuento la historia de un ser superior, capaz de mentir sin que le creciera la nariz ni le temblara el pulso, pero a quien, a la vez, le decrecía el bigote, hasta desaparecerle en medio de una cara endurecida, convertida en una máscara de cemento que soportaba las más terribles tempestades.
Es esta la leyenda de un gran tahúr con mil cartas escondidas en la manga, que perdió su gran partida el día que saltó la banca del casino; el mismo día en que las armas que tanto se afanó en buscar, aparecieron en forma de bomba, por arte de magia negra, un amanecer de marzo, en unos trenes ocupados por seres inocentes.
Ese día, lejos de agachar la cabeza, nuestro héroe multiplicó su capacidad para urdir embustes y se inventó uno aún más grande con el que cubrir los cadáveres y la memoria de los inocentes.
Tras aquel derramamiento de sangre, el monstruo, algo escaldado, pero con el orgullo y la vanidad intactas, se construyó una guarida a la que bautizó con el nombre de Factoría de Añagazas y Embustes Sibilinos, un entramado de cuevas y refugios laberínticos desde el que seguir urdiendo y construyendo un relato del mundo a su medida.
El hoy conocido como brujo del bigote, el fabuloso embaucador, desde las profundidades de su caverna, se dedica a seguir bombardeando el mundo con mentiras teledirigidas y trolas de destrucción masiva, que tienen como objetivo obnubilar el pensamiento y engrandecer su imagen, a fin de convertirlo en intocable y casi en dios.
El hombre del bigote invisible, el individuo con síndrome de Superman, el hombre que nunca se equivoca, el ser más inteligente que la humanidad haya conocido nunca, cuya agudeza es incluso superior a la de varios chimpancés juntos, se sigue desgañitando desde su gruta para lavar la imagen con la que no desea pasar a la historia.
Pero cuenta el final de esta historia que el nuevo mesías que nació para redimirnos no puede ya ni salvarse a sí mismo, que la corriente de sus mentiras no ha podido ni podrá limpiar su efigie manchada para siempre.
El futuro del supremo engañador está ya escrito y, al igual que los faraones, ha decidido enterrarse en la ciclópea pirámide de mentiras que siguen tallando él y sus esclavos, condenado a vagar eternamente por el inframundo graznando sus mentiras.
Comentarios
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