Cientos de personas protestan con banderas palestinas y carteles durante una manifestación en apoyo a Palestina, a 20 de enero de 2024, en Barcelona, Catalunya (España).
Lorena Sopêna / Europa PressLa iconografía de Rodesia es más discreta, menos cantosa, que una esvástica o una bandera confederada. Y por eso viene triunfando en el mundo de los dogwhistles de alguna de las regiones de la extrema derecha occidental, donde se venden parches con la bandera de la antigua república segregacionista africana y camisetas que dicen «make Rhodesia great again». Lo razona Mattia Salvia en un artículo en italiano de 2018, recién publicado en español en El Cuaderno. Dylann Roof, autor del tiroteo de Charleston en 2015, llevaba uno de esos parches en la chaqueta. Pero el estatuto mítico que Rodesia ha adquirido en el panteón del posmofascismo mundial se debe sobre todo a otra cosa: su conexión posible con la autopercepción victimista que caracteriza a los fascistas del siglo XXI, habitantes —así se sienten— no ya de una metrópoli vigorosa en disposición de construir un imperio generador o depredador, avasallador orgullosamente, sino de una fortaleza asediada. En Rodesia, trescientos mil blancos libraron una así llamada guerra del Arbusto por la perpetuación de su dominio contra 5,5 millones de negros. Eran esclavistas execrables, pero eran pocos, la guerra la perdieron, y en el país ahora llamado Zimbabwe sufrirían conatos comprensibles de venganza, todo lo cual permite ahora a los neonazis que los admiran como a mártires utilizarlos a fin de guarnecer de espectros del pasado su propio discurso victimista.
Para los fascistas de hoy no se trata, o no piensan que se trate, de expandirse, sino de protegerse, de defenderse. ¿De quién? De enemigos imaginarios, como en esos memes burlones en los que alguien pinta monstruos de fauces desbocadas a su alrededor, en telas o monigotes de cartón piedra que lo rodean, y luego se pone a dar vueltas en el suelo, aterrado por la visión de lo que él mismo ha dibujado. En la cosmovisión posmofascista, los monstruos son el marxismo cultural —esa manera alternativa de referirse a los derechos humanos—, los inmigrantes, en alguna de sus declinaciones las vacunas, los chemtrails, etcétera. Occidente —un Occidente identificado con la blanquitud, el patriarcado y los valores tradicionales— peligra, perece, y su agonía es obra de un asedio exterior que dispone de una quintacolumna al interior del fuerte: la izquierda y las derechitas cobardes que no plantan cara al kraken. Rodesia refulge, en estas catacumbas malnacidas, como un mito de valentía desesperada; los rodesianos, como guerreros crepusculares que se quedaron de pie en medio de un mundo en ruinas, con el arma cargada y en la mano, y murieron matando.
Pero ello es que, en los últimos tiempos, ha aparecido una nueva Rodesia en el mundo; una que vuelve a ser una fortaleza en territorio comanche, pero que esta vez dispone de armas nucleares para su guerra del Arbusto, y va ganándola con creces. Israel recibe hoy la admiración del planeta fascista entero; una admiración inesperada en este sector del espectro político, que viene de intentar y casi conseguir exterminar a los judíos del mundo hace un par de generaciones, y de hecho logró (Hitler perdió la guerra, pero ganó muchas batallas) vaciar virtualmente de ellos Europa. Pero el odio al judío, con ser el más siniestramente vistoso de la receta de hace un siglo, no es un ingrediente fundamental del estofado nazifascista; una comunidad para la muerte que lo que admira ante todo es la crueldad, y llega a darle igual contra quién se perpetre. Lo que en 1930 se odiaba en el judío era ante todo al otro inserto en medio de nuestras sociedades; un intruso que se parecía a nosotros y entre nosotros vivía sin ser como nosotros, y representaba un grumo insoportable para una concepción totalitaria y asfixiantemente homogénea de la nación.
Hoy, cuando ese papel lo cumple el musulmán, bien pueden ensalzar los nazis contemporáneos, a ese Israel que se presenta como una militarizada etnocracia blanca y de costumbres occidentales encastrada en medio del mundo de la media luna, a cuyos habitantes aplasta sin misericordia. Hay, sí, judíos negros: los falashas, de origen etíope, pero son la excepción que confirma la norma en tanto conocieron el desprecio de sus correligionarios blancos —que desconfiaban de la sinceridad de su judaísmo— e incluso un presunto programa de esterilizaciones forzosas. Hay, sí, judíos de tez aceitunada y usanzas arabizantes: los mizrajíes, de origen oriental, pero ellos también han conocido la marginación en un Israel dominado por una élite askenazí, de raigambre germánica y eslava. Va una recomendación libresca para profundizar en todo esto: el estupendo Las tribus de Israel: la batalla interna por el Estado judío, de Ana Carbajosa.
Israel es para los fascistas del mundo una utopía hecha realidad, una Rodesia rediviva y triunfante. No en vano el Tsahal se ha ido topando con solicitudes de enrolamiento de africanos blancos, hijos de tiranos del Apartheid, que ahora identifican correctamente Israel como un nuevo Apartheid que defender. Para estos internacionalistas de una suerte de Comintern del odio y el horror, Netanyahu es el nuevo Ian Smith. El exprimer ministro rodesiano decía en 2000, en una entrevista en The Guardian: «Cuanto más matábamos, más felices éramos». Hoy, en Israel, ya hay ministros que proponen una Solución Final de exterminio para el problema palestino. Y cuanto más maten, más felices serán.
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