Hay un hecho incuestionable en los resultados de las elecciones catalanas recién celebradas, y es que estos no han sido buenos ni para las izquierdas ni para el independentismo. La singularidad de esta historia, atravesada por el procés y todo lo que vino después hasta hoy, explican en parte estos resultados, pero hay múltiples factores y pequeños detalles que merecen también una mirada pausada y desapasionada, sobre todo de aquellos que deseaban ver el final de algo, o que piensan que este plebiscito tan solo va de cambiar colores políticos en las instituciones.
Todo lo sucedido estos últimos diez años en Catalunya ha tenido y tendrá repercusión en muchos asuntos de Estado y más allá. De la misma manera que en Catalunya ha influido la política española y el contexto global, en un mundo cada vez más interconectado. Un mundo donde, además, todo sucede cada vez más deprisa y los ciclos políticos son cada vez más cortos. Igual que en el conjunto de España, el ciclo post 15M se ha agotado por múltiples razones, el movimiento social que dio pie al referéndum se ha demostrado ya no solo incapaz de mantenerse en pie, sino que ha visto crecer a sus propios monstruos, como es el caso de la recién llegada extrema derecha catalanista a las instituciones.
Hablo a propósito del movimiento social pre y post 1 de Octubre de 2017, porque el independentismo va mucho más allá de esta demostración de fuerza, que fue quizás la mayor hasta la fecha, pero que no deja de ser un episodio concreto. El independentismo no ha desaparecido. Lo que hay, después de todo, es una desafección evidente con quienes lideraron el procés y una impotencia manifiesta ante la capacidad del Estado para lidiar con ello.
Después los garrotes y los barrotes llegó la piedad, el perdón en forma de amnistía a cambio de un voto de confianza en el Gobierno de España. Un acuerdo que la derecha españolista considera una traición, y que los independentistas también, pero de los suyos. Lo ven como una rendición de sus líderes ante el estado que mandó a miles de policías a que los golpease cuando los beneficiarios de la amnistía los movilizaron para votar en el referéndum y cuando salieron a manifestarse tras su encarcelamiento. Es por esto por lo que hay que reconocer la habilidad que ha tenido el PSOE para dividir y enfrentar al independentismo, y la ridícula alerta constante de la derecha sobre la rotura de España.
La llegada de esta nueva extrema derecha que representa Aliança Catalana se debe a múltiples factores que van desde la desafección con los partidos del procés (ERC, Junts i CUP) hasta la ola global reaccionaria de la que Catalunya no se libra. El primer punto de apoyo que tuvo el partido fue ganar la alcaldía de Ripoll gracias a que Junts no aceptó pactar con el resto para impedirlo. El altavoz que ha tenido como alcaldesa Silvia Orriols, además de un inusual y nada casual foco de medios españoles, la han catapultado al en Parlament, con un discurso y un programa muy coincidente con el de VOX y con el resto de extremas derechas globales.
Otro de los factores ha sido la falsa creencia por parte de un sector del independentismo que consideraba que el fascismo, o que todo lo malo, tan solo podía venir de España. Que la extrema derecha no podía ser catalanista, que lo que defiende AC en materia de migración (que es lo mismo que defiende VOX) es de sentido común. Ni con todas estas evidencias algunos son todavía incapaces de ver que VOX y AC hablan el mismo lenguaje, pero con lenguas distintas.
AC representa la caricatura que siempre hacían del independentismo sus opositores: racista, conservador y clasista. Y aunque haya quien no haya votado a AC por su discurso racista, sino como castigo al resto de independentistas, ese voto perdona su racismo y es igual de cómplice que el del racista convencido.
Otro asunto es la lectura crítica que debe hacer la izquierda más allá del PSOE, incapaz de haber llevado la crítica al procés por otros caminos que evitasen mesianismos ultras como el de Orriols o la deserción de una gran parte de la masa social. Esto sin olvidar que ha entrado en juego una nueva generación de jóvenes, que del procés hace ya siete años, y que hay más vida política más allá de los partidos. Existe hoy una izquierda radical de la que surgieron las CUP que sigue cosechando militancia, a pesar de la ruptura de una parte de esta con el partido. Y esto sucede al igual en el resto del estado con el agotamiento de la apuesta institucional post 15M, con Podemos bajo mínimos y Sumar intentando que este fin ciclo no acabe también con ellos.
El verdadero éxito de las extremas derechas, más allá de los escaños conseguidos, es que los demás partidos asuman sus marcos. Que progresivamente se asuma un sentido común que cree prescindibles algunos derechos en vez de cuestionar el sistema que no da respuesta a sus problemas. En esta campaña, tanto Junts como el PSOE han entrado en el debate sobre la expulsión de las personas migrantes que cometan algún delito, por ejemplo, compitiendo por la gestión de la migración, no para dar derechos, sino para ver quién tenía la autoridad para expulsar. Este aval del resto de partidos a los discursos de la extrema derecha es algo habitual ya en toda Europa por parte de conservadores y liberales sin escrúpulos cuando la ultraderecha les sopla la nuca. Y ellos son también responsables del auge y de la normalización de estos partidos y sus ideas.
La victoria en Catalunya del PSOE no ha acabado con el independentismo ni con la izquierda. Ha demostrado el final de un ciclo, como lo está demostrando la progresiva reconfiguración de los espacios políticos en el resto del Estado. El sentimiento independentista no desaparecerá y el conflicto político continuará. Y la izquierda, más allá de lo que hagan los partidos, volverá a reconfigurarse como siempre lo ha hecho, y como ya lo está haciendo más allá y a pesar de las instituciones, de los partidos y de los relatos de brocha gorda que pretenden sentenciar todo con una foto fija de titular fácil.
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