El intento de magnicidio acontecido en Pensilvania contra Donald Trump sin duda es uno de los acontecimientos que ya marcan el devenir de la larga carrera electoral hacia la Casa Blanca. Se une así el candidato republicano a la ya larga lista de presidentes o candidatos a presidentes de los Estados Unidos que han sufrido la lacra de la violencia política en un país donde el derecho a portar armas se encuentra en la Segunda Enmienda de la Constitución de 12 de diciembre de 1791.
La foto de Donald Trump con el puño en alto al grito de ¡luchad! con la bandera norteamericana al fondo pasará a los anales de la historia. Hay incluso quien ya la compara con la Libertad guiando al Pueblo de Delacroix, paradojas del destino. Lo cierto es que la imagen es poderosa y transmite una enorme carga simbólica. La de un líder que se es capaz de recomponerse en una situación crítica. No es menor el gesto de buscar sus zapatos para salir cara al público de la manera más digna y victoriosa posible. Esa reacción que sólo es propia de un showman, y Trump lo es. Su vida es puro espectáculo, también su manera de hacer política.
Pero pasado el susto, y más allá de que este episodio haya vuelto a dejar patente los enormes agujeros de seguridad que tiene EEUU (recuerden aquel episodio de filtraciones de documentos del Pentágono en abril de 2023 que dijeron que ponían en un grave riesgo a la seguridad nacional norteamericana), lo cierto es que esto, junto con la debilidad mostrada por los demócratas allana, y de qué manera, el camino a la presidencia de Trump.
Es aquí donde hay que detenerse, en cómo llegará y con qué apoyos. De hecho, Trump ha llegado a la Convención Republicana de Milwaukee a rematar una tarea que ya comenzó en las legislativas de 2022, la tarea del control total sobre el Partido Republicano. Si hasta hace un par de años aún había alguna duda sobre la capacidad de control orgánico que podría detentar el trumpismo, ahora ya se trata de un hecho consumado. El cierre de filas en torno a su figura se ha materializado, primero con su nombramiento como candidato oficial a la presidencia; segundo, con la designación del senador por Ohio, JD Vance, como su acompañante en el ticket electoral ; y tercero, con la incorporación de Lara Trump como co-presidenta del Comité Nacional Republicano desde marzo, compartiendo mandato con la saliente Ronna McDaniel.
Los dos últimos hitos no son menores puesto que dibujan dos líneas de trabajo que Trump llevaba adelantando desde hace meses. Por un lado, sigue sosteniendo la hipótesis de que una sociedad polarizada le va a permitir ganar las elecciones, porque las elecciones norteamericanas no se ganan en el centro. Esto explica el nombramiento de Vance. Históricamente los candidatos a vicepresidentes intentaban alcanzar a aquel electorado al que el candidato presidencial no llegaba. De este modo, un candidato más en el centro político podía compensar con uno más extremista, así fue, por ejemplo, con la candidatura de McCain al elegir a ultraconservadora Sarah Palin como su ticket electoral en las elecciones que ganó Obama. No ha sido este el caso de la elección de Trump. Vance es un candidato que no sólo no es menos extremo que Trump sino que además aporta estructura ideológica al trumpismo. No en vano fue primero conocido por su ensayo "Hillbilly, una elegía rural" que mostraba el abandono de la clase trabajadora blanca de las montañas Apalaches, que se encuentra cada vez más empobrecida y radicalizada. Y que en 2016 apoyó a Trump.
Vance es una suerte de San Pablo redimido que llamaba a Trump "el Hitler de EEUU", pero que desde 2022 se ha unido a su equipo. Otro día hablaremos que las consecuencias de este nombramiento puede tener para las relaciones transatlánticas, la OTAN y la guerra en Ucrania, pero vaya un adelanto. Vance es uno de los principales defensores de cortar los fondos destinados a la guerra.
En cuanto al Partido Republicano, las maniobras que se ven consisten esencialmente en una prueba de lo que pueda suceder si Trump llega al poder. Es decir, situar en los puestos clave a familiares y leales al líder de tal forma que de aquí hasta las elecciones el Comité Nacional Republicano, el órgano de gobierno del partido, y la Plataforma Electoral, se fusionen en uno y se conviertan en la personificación de los deseos de Trump. Un Trump que está siguiendo una estrategia electoral donde aparenta una moderación que realmente oculta sus verdaderas intenciones y que pretende tener menos vulnerabilidades si se muestra menos extrema.
Mientras tanto, todavía falta por despejar lo que sucederá en el campo demócrata. Y también, mientras tanto, esta campaña se desenvuelve en un contexto social donde cada vez más los votantes de un partido ven al del contrario como una potencial amenaza para la nación, pero también quiere decir que cada vez más existen menos posibilidades de diálogo y de trasvase de voto de un campo hacia el otro. Es decir, el número de votantes indecisos se ha reducido a la mínima expresión. El resultado es que, tal y como queda patente en el estudio Chicago Project on Security&Threats, en torno a un 10% de la población adulta norteamericana, unos 26 millones de personas, apoyarían el uso de la fuerza para impedir el acceso de Trump al poder. Por el otro lado, el 7% de la población, unos 18 millones de personas, apoyarían también el uso de la fuerza para restaurar a Trump en la presidencia. Esto dejaría a una parte sustantiva de la población de los EEUU al borde del conflicto civil.
Y con este contexto que demócratas y, especialmente, republicanos han contribuido a construir, es en el que se desenvolverá una campaña electoral que, salvo milagro, parece que tiene ya un claro vencedor.
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