Hace unos días, el periodista argentino Pablo Stefanoni, uno de los más finos y lúcidos analistas de América Latina, publicaba un post tan sencillo como rotundo: "La invasión de Ucrania es una guerra de agresión. En Venezuela no hay Estado de derecho y el resultado oficial no es creíble. En Gaza, Israel está cometiendo una masacre espantosa sobre la población civil. Después se puede y debe complejizar".
Hay un cierto sector de la izquierda que, al revés, empieza complejizando los principios y acaba simplificando los alineamientos. Hay un cierto sector de la izquierda -es decir- que sigue justificando, con ambages o sin ellos, la invasión rusa de Ucrania; que se muestra escandalizada por el genocidio israelí pero defiende a Bashar al-Ássad; y que, ciega ante las sospechas fundadas de un pucherazo en Venezuela e indiferente ante la represión desencadenada por el gobierno, denuncia un golpe de Estado muñido desde el exterior contra el siempre democrático y siempre anti-imperialista Nicolás Maduro. Mientras Brasil, Colombia y México reclaman las actas escamoteadas e intentan una mediación; mientras la propia izquierda venezolana, nada complaciente con Corina Machado y Edmundo González, emite un comunicado reclamando a Maduro respeto por la democracia, otro manifiesto, acompañado de trescientas firmas (entre ellas la de Pérez Esquivel, Manuel Zelaya y Evo Morales) denuncia una "operación desestabilizadora del imperialismo", identifica las protestas duramente reprimidas (más de 2000 detenidos, según el propio gobierno) con una maniobra orientada a "justificar una intervención extranjera" y conmina a "todas las fuerzas democráticas de la región y de la comunidad internacional a denunciar, repudiar y rechazar enérgicamente los intentos de golpe de Estado contra la hermana República Bolivariana de Venezuela".
Cabe señalar que entre los firmantes españoles hay miembros poco notorios de Podemos o del PCE; y entre las organizaciones mencionadas, diminutas y sin relevancia alguna, figuran un autodenominado "Movimiento de solidaridad con el pueblo ruso" o, verbigracia, con Putin y sus políticas imperialistas; y un sedicente "Movimiento de apoyo a Siria" o, verbigracia, de apoyo a Bashar al-Ássad y sus crímenes bestiales contra el pueblo sirio.
El citado Pablo Stefanoni escribió tras ese post un artículo de título elocuente, La espinosa relación de la izquierda con Venezuela, en el que describe las etapas emocionales de la relación de la izquierda mundial con el chavismo y con su proyecto político: primero desconfianza, luego entusiasmo, por fin decepción -dice- no siempre explicitada. No toda la izquierda ha recorrido este trayecto. Un retal no insignificante, que yo llamo "estalibán", impermeable a los cambios geopolíticos globales y a las derivas autoritarias locales, mantiene su adhesión incondicional a un régimen que, como bien indica José Natanson, director de Le Monde Diplomatique para el Cono Sur, dejó de ser democrático en 2015, cuando la oposición ganó las elecciones legislativas y Maduro inhabilitó el Parlamento escogido por las urnas.
Personalmente me reconozco en la descripción de Stefanoni; primero desconfié y luego me entusiasmé, pero mi decepción no esperó al año 2015. Cuatro años antes, en 2011, las revoluciones árabes revelaron los límites éticos e ideológicos de los gobiernos del llamado "ciclo progresista latinoamericano". Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua no solo no se solidarizaron con los pueblos pacíficamente alzados contra la miseria y el terror político sino que -en parte por ignorancia, en parte por pragmatismo interesado, en parte por inercias geoestratégicas del siglo XX- apoyaron de manera explícita a los dictadores y dejaron el campo abierto a todas las contrarrevoluciones, locales, islamistas e internacionales, que malograron trágicamente las revueltas.
Los gobiernos "progresistas" de América Latina, aupados en su retórica anticapitalista y antiimperialista, acabaron fijando desde Rusia e Irán las posiciones de la izquierda mundial en un momento histórico, al mismo tiempo mágico y dramático, en el que los pueblos de la zona, atrapados aún en el cepo de la postguerra mundial, hacían pedazos para siempre, con sus reclamaciones democráticas, el marco fósil de la Guerra Fría. Especialmente hiriente fue esta posición en el caso de Siria, cuyo monstruoso tirano fue visitado, justificado, elogiado y alentado mientras disparaba, torturaba y hacía desaparecer a sus ciudadanos. Nunca podré olvidar, por ejemplo, las declaraciones de Nicolás Maduro y Evo Morales después de que, en agosto de 2013, Bashar al-Ássad usara armas químicas contra su propia población en Guta, negando la responsabilidad del régimen y denunciando una intervención estadounidense que nunca se produjo (mientras callaban ante la intervención de Rusia, Irán y Hezbolá).
Lo malo del principio según el cual "los enemigos de mis enemigos son mis amigos" es que acaba poniendo en manos de tus enemigos a los pueblos del mundo y sus anhelos de justicia. Del mismo modo que es muy difícil creer en los Estados Unidos cuando hablan de democracia o Derechos Humanos en Ucrania mientras sacrifican a 40000 palestinos en Gaza, es muy difícil creer a los que hablan de antiimperialismo en América Latina o de violación del Derecho Internacional en Palestina mientras apoyan a Putin en Ucrania y a Bashar al-Ássad en Siria. La hipocresía occidental fabrica terroristas; la hipocresía de izquierdas fabrica imperialistas y destropopulistas. Una y otra son en parte responsables de la deriva autoritaria y neofascista que se impone a nivel global.
Porque la cuestión no es Venezuela. La cuestión es la democracia. La mayor parte de la gente -es decir- no cree hoy en la democracia, y eso incluye a este sector de la izquierda que, entre otras malas causas, apoya un fraude electoral en Venezuela en nombre del "antiimperialismo" y la "verdadera democracia". Se atribuye al presidente Roosevelt la frase que ha definido durante décadas la política exterior estadounidense: "es un hijo de puta pero es nuestro hijo de puta". No es que a los Estados Unidos les gustasen Somoza, Pinochet o Marcos, por citar tres de los cien dictadores que Washington elevó al poder y apoyó en el siglo XX; es que eran útiles a sus ambiciones de hegemonía internacional. Una parte de la izquierda sigue jugando a ese mismo juego, pero con mucho menos poder, porque ni siquiera existe ya la URSS; y en el peor de los mundos posibles, pues contra la democracia otros tienen muchos más recursos y muchos más partidarios. Hay una izquierda, en efecto, que piensa en los mismos términos: "nuestro" hijo de puta, "nuestro" dictador, "nuestro" pequeño genocida, "nuestro" carnicero de reserva, "nuestro" ayatolá de urgencia, convencida de que todos los males del mundo provienen de los Estados Unidos y de que, frente a su hipócrita y debilitado dominio, "nuestros" hijos de puta y "nuestros" pequeños genocidas están sirviendo a la causa de la liberación humana.
Los que nos entusiasmamos con la constitución de Chávez a principios del siglo XXI lo hicimos llevados de la esperanza de que, tras la muerte de Allende, fuese posible aún la fusión entre democracia y socialismo. Hoy, en un mundo en el que hay muchos más anticomunistas que comunistas, en el que las instituciones democráticas se deshacen en harapos, en el que el lawfare, la violencia y el rencor político relegitiman el golpe de Estado y desprestigian los DDHH, hay que tratar con cuidado las pocas formalidades que aún nos protegen de la barbarie. Si la izquierda no es democrática, entonces no es de izquierdas.
Hace unos días, el director de la escuela de Frankfurt, Stephan Lessenich, reflexionaba sobre la "semiperiferización" de Europa y EEUU en la economía y política mundiales. ¿Hay una izquierda que cree realmente que la "decadencia de Occidente" es el umbral del fin del capitalismo, el imperialismo y la tiranía? ¿Hay una izquierda que cree de verdad que lo contrario de "malo" es "bueno"? Lessenich, digámoslo enseguida, no relacionaba esta "semiperiferización" de Occidente con ninguna transformación liberadora mundial, con ningún nuevo socialismo redentor; la relacionaba con "un capitalismo mucho más violento". No lo olvidemos: no hay más que capitalismo ahí afuera; no hay de momento ningún afuera. Mientras tratamos de imaginar y construir uno, ¿habrá que creer que el capitalismo chino, el indio, el ruso, el iraní son el no-capitalismo que soñábamos en el siglo XX?
Contra el capitalismo autoritario global que asoma entre los andrajos de Europa, la izquierda debería dejar de jugar al juego de los próximos vencedores (que serán nuestros próximos verdugos). Nuestras opciones son pequeñas, es verdad, pero pasan por proteger a regañadientes las instituciones que nuestros propios dirigentes han contribuido a menudo a degradar. En América -quiero decir- habrá que apoyar a Lula, a Boric, a Petro, a Claudia Sheinbaum, pero también a Kamala Harris; y nunca a Milei, a Trump, a Ortega o a Maduro, cuatro versiones de la misma medusa global. En Europa habrá que apoyar al gobierno de coalición de Sánchez, al Frente Popular francés, a la alianza verdirroja sueca, no a Putin o a Orban o a Le Pen, verdaderos zapadores de la "decadencia europea".
El problema de Maduro y Venezuela no es el daño que están haciendo a un socialismo que nunca existió, sino el que están haciendo a la democracia en un mundo en el que cada nuevo arañazo en la piel de nuestra mierda de instituciones democráticas franquea el paso, no a la verdadera democracia y al socialismo, no, sino a un capitalismo más violento y un orden político menos liberal. Parece mentira que la izquierda sedicente anticapitalista y antiimperialista esté tratando de acelerar la transición hacia un capitalismo más salvaje y hacia nuevas formas de tiranía mundial.
Comentarios
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