Dominio público

Alemania busca culpables

Miquel Ramos

Alemania busca culpables
Sahra Wagenknecht EFE/EPA/CLEMENS BILAN

Los resultados de las recientes elecciones en las regiones alemanas de Turingia y Sajonia han vuelto a evidenciar el progresivo ascenso de la extrema derecha en Europa. Alternativa por Alemania (AfD) ha logrado el primer puesto con casi el 33% de los votos en Turingia, y un 30% en Sajonia, menos de dos puntos por detrás de los conservadores de la CDU. A estos resultados históricos de la ultraderecha hay que sumar la irrupción de la nueva formación Sahra Wagenknecht, ex miembro del principal partido de izquierdas, Die Linke, al que ha superado en votos, y que también ha entrado en el marco antiinmigración y en el rechazo a las llamadas ‘políticas de identidad’.

Hay múltiples factores que explican estos resultados, más allá de la ola reaccionaria y los miedos adjuntos que cabalgan por Europa desde hace años. La política alemana, además, ha sido siempre una especie de oráculo que se ha interpretado al gusto, a menudo como ejemplo y en ocasiones como advertencia. Primero, que en Alemania existía una conciencia antifascista singular, debido a la supuesta responsabilidad que asumió el país tras la derrota del nazismo. Un nazismo que había sido, teóricamente, extirpado de la sociedad y que sobrevivía tan solo en los armarios de algún abuelo nostálgico o en los sótanos de los clubs de cabezas rapadas neonazis. Algo parecido a lo que nos contaron aquí cuando pretendían hacernos creer que el franquismo murió con Franco. Algo que, por experiencia, y habiendo sido ya sobradamente documentado, nunca ocurrió.

Hoy, tras estos resultados, ya previsibles, se derriba inmisericordemente el mito de la desnazificación y de los deberes bien hechos tras el Holocausto. Björn Hocke, el candidato de AfD por Turingia, no disimula sus guiños al nazismo, algo que, como se ha demostrado en estas elecciones, no ha tenido reproche más allá del supuesto consenso antifascista que se atribuyen el resto, aunque en otros temas, como en materia migratoria o en su inquebrantable apoyo a Israel, no anden tan lejos de estos ultras.

Es quizás también esta hipocresía la que ya deja ver las costuras de un falso aprendizaje de la historia, algo que se evidencia más todavía con la postura de todos los partidos ante el genocidio en Gaza, y que pasa por su alineamiento acrítico con Israel, incluida una parte de la izquierda de Die Linke, cuyo candidato por Leipzig posaba una camiseta del ejército sionista. Es el fracaso de una izquierda cada vez más descafeinada, más asimilada, falta en propuestas valientes, y que a menudo no ha sabido encontrar su sitio ni comunicar bien sus propuestas. Así, además de las sucesivas decepciones, se ha prestado a una caricaturización constante y a una problematización de las luchas por los derechos de diferentes colectivos, lo que llaman las políticas de identidad. La ridiculización y la falsa dicotomía que establecen interesadamente algunos entre estos derechos y la lucha de clases ha impregnado una parte de los debates dentro de las izquierdas, algo que la derecha ha sabido leer muy bien y que se empeña en estimular constantemente. Y algo que ciertas izquierdas o determinados movimientos parecen ignorar, e insisten en ponérselo siempre fácil a quienes están a la caza de cualquier extravagancia para exhibirla como ejemplo de la decadencia que promueve lo que llaman posmodernidad y woke.

Una izquierda acusada, a veces con mucha razón, de demasiado urbanita, ininteligible, rendida al neoliberalismo conformándose con gestionar cuatro reformas casi inocuas para el statu quo. Incapaz de mitigar los miedos de las clases populares que ven como sus economías cada vez dan para sobrevivir menos, y las instituciones no dan respuesta a sus necesidades. Parte de esta desafección es la que ha aprovechado Sahra Wagenknecht, escindida de Die Linke, que ha marcado un perfil propio alejándose de las posturas atlantistas del resto de formaciones progresistas y asumiendo una parte del discurso anti-inmigración de la extrema derecha. Su postura crítica con el apoyo de la UE a Ucrania tiene buena acogida en el este de Alemania, donde la percepción del conflicto no es tan homogénea como en el resto de la Unión. Allí, los efectos de las sanciones a Rusia se notan en la economía y se perciben a menudo como contraproducentes e inútiles. Además, todavía existe cierto vínculo emocional con la antigua República Democrática Alemana (RDA), donde la llegada del capitalismo no trajo lo prometido, y treinta años después se buscan culpables.

Es quizás este elemento el que más inquieta al establishment, que lleva invertidos miles de millones de euros en la guerra, y que ha encontrado en Rusia un enemigo que permite la imposición de un relato único sobre el conflicto y sobre las medidas a tomar al respecto, que servirán para muchas otras cosas que van más allá de esta guerra. Entre otras, para una remilitarización de Europa y el negocio que esto supone para las industrias de la guerra. Sin embargo, respecto a Israel, a pesar de mantener una postura más crítica que el resto, Wagenknecht afirmaba en una entrevista reciente en New Left Review, que "es comprensible y correcto que tengamos una relación diferente con Israel que con otros países". Su postura respecto a la supuesta amenaza que sufre Occidente con la migración, y principalmente con las personas musulmanas, está en perfecta sintonía con las derechas y extremas derechas globales, alertando en la misma entrevista que hay «sociedades paralelas influenciadas por el islam» en las que «los niños crecen odiando la cultura occidental».

Pero son sus posturas sobre migración las que protagonizan las principales críticas, obviando que la gran mayoría del resto de partidos defiende lo mismo o se mueven bajo el mismo marco. Un marco cedido ya desde hace tiempo a la extrema derecha y que es instrumental para el capitalismo, obviando el componente estructural y empujando a la clase trabajadora, autóctona y migrante, a competir por los recursos. Wagenknecht, que lleva veinte años viviendo de la política, no propone nada que no hayan propuesto ya otros socialdemócratas, liberales, conservadores y extremistas de derechas, solo que lo viste de cierta mirada de clase, de la que excluye a las personas migrantes. Todo proyecto de izquierdas que no entienda la clase social en su totalidad y haga diferencias entre migrante y autóctona es instrumental para el capitalismo y la extrema derecha. Es no atreverse a cuestionar el privilegio de vivir en un continente que se ha enriquecido a base de la colonización, la esclavitud y el expolio, todo lo contrario a ser antiimperialista.

Tampoco sus propuestas económicas van mucho más allá de la socialdemocracia, con menciones reiteradas a la pequeña burguesía aliñadas con algunos dardos hacia las grandes corporaciones y la gestión de los recursos públicos. Nada que, después de varios experimentos populistas, el capitalismo no esté preparado para asumir, sobre todo en el plano retórico que le permite no gestionar de momento el poder. "Si se dirige a las personas sólo en tanto clase, no obtendrá ninguna respuesta. Pero si se las aborda como parte del sector de la sociedad creador de riqueza, incluidas las empresas administradas por sus propietarios, (...) da en la diana", remarca Wagenknecht. Y más todavía cuando el componente racial sirve como percha para minar la unidad de clase, tener un chivo expiatorio y proteger el sistema económico. No hay nada que temer tampoco con ella en el plano económico, igual que con el resto de los partidos, de derecha a izquierda, que componen el panorama institucional europeo.

Lo sucedido en Alemania no es excepcional ni inaugura ningún sendero que no se esté transitando ya desde hace años. Es la muestra de un declive, de una sensación de falta de alternativas y de narrativas que nos alejen del miedo y del odio, de la distopía que imponen en el imaginario colectivo y que promueven quienes temen perder sus privilegios, y que abrazan quienes todavía tienen algo que perder. Es un capítulo más de la política espectacular que ha aupado a Trump, Bolsonaro, Milei o Meloni al poder, con la ayuda de los medios, pero que se enmarca en una crisis global de Occidente, con cada vez menos legitimidad en el tablero global. Un modelo donde las izquierdas y los verdes han quedado de muleta para que otros gestionen los restos del estado del bienestar, que incluso sigue su desmantelamiento estando ellos en algunos de estos gobiernos. El papel de muleta, al final, acaba siendo desechable, intercambiable, decepcionante para quienes creían que lo condicionarían todo, cuando las políticas que se llevan a cabo son prácticamente las mismas siempre, en una misma dirección.

La foto no es bonita cuando quedan escasas semanas para una nueva cita electoral en Alemania, esta vez en Brandeburgo, y a finales de año se disputa también la presidencia de los Estados Unidos, que podría volver a caer en manos de Trump. Un tablero donde, mientras analizamos nuestra bajada a los infiernos del posfascismo, en Gaza siguen sometidos a una limpieza étnica con el apoyo de nuestros gobiernos, en Ucrania siguen matándose con nuestras armas y donde nuestras fronteras se han convertido en una fosa común. AfD es tan solo el que nos parece que sale más feo en la foto, por eso protagoniza hoy todos los titulares, pero hay que abrir el foco y mirar más allá, ver el paisaje. Todos forman, en conjunto, parte de la misma triste instantánea de un momento de consecuencias imprevisibles.

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