Adoración Guamán
Doctora en Derecho y Profesora de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social
Héctor Illueca
Doctor en Derecho e Inspector de Trabajo y Seguridad Social
Desde que se aprobó la última gran reforma laboral, en febrero de 2012, hemos venido asistiendo a los graves y múltiples efectos que la estrategia del Gobierno del Partido Popular respecto del trabajo asalariado ha tenido sobre la esfera vital de la clase trabajadora. La multiplicación de los despidos colectivos y de las suspensiones de empleo, las rebajas salariales en el ámbito de la empresa, la expansión de la contratación temporal frente a la indefinida, entre muchas otras consecuencias, se combinan en ecuación explosiva con una tasa de desempleo que permanece, casi inmóvil, en máximos históricos.
En el seno de la precarización de la práctica totalidad de los trabajadores, un titular reciente, el despido de una trabajadora por haber faltado a su puesto de trabajo el día que la desahuciaron de su vivienda, ha hecho saltar numerosas voces indignadas. La dureza de la situación no es para menos, pero debe reconocerse que esta tragedia, sólo una muestra de las miles similares que ya forman parte de nuestra cotidianeidad, no debería habernos pillado por sorpresa: es la consecuencia perseguida por aquellos que defendieron la reforma de la regulación del absentismo en el Estatuto de los Trabajadores.
De hecho no se trata de una cuestión de reciente debate. Ya hace años que venía demandándose por parte de los sectores patronales la "necesidad" de facilitar las vías para despedir a las personas cuya enfermedad o situación vital compleja (en definitiva, su precariedad) pudieran suponer una relativa reiteración de sus ausencias al trabajo. No obstante, desde 1980 hasta el año 2012, la regulación del absentismo vino marcada por dos condiciones, que actuaban a modo de muro de relativa protección respecto de las faltas de asistencia individuales al trabajo. Así, para poder efectuar un despido objetivo por faltas de asistencia, con un coste de 20 días de salario por año trabajado, debían darse dos condiciones: las faltas de asistencia individuales debían alcanzar el 20 por 100 de las jornadas hábiles en dos meses consecutivos (o el 25 por 100 en cuatro meses discontinuos dentro de un período de doce meses) y el índice de absentismo total de la plantilla del centro de trabajo debía superar 5 por 100 en los mismos períodos de tiempo.
Con esta regulación quedaba clara la finalidad de esta modalidad de despido por ausencias reiteradas al trabajo: proteger al empresario frente a los gastos que le podían producir aquellos trabajadores cuyas faltas de asistencia, reiteradas e intermitentes, pudieran dañar el adecuado funcionamiento de la empresa. Precisamente para valorar si existía o no este daño se establecía el doble rasero, absentismo individual/absentismo de plantilla. Sólo si se combinaban ambos factores se reconocía el derecho a prescindir del trabajador enfermo.
No debemos olvidar que, ya con la reforma de 2010 realizada por el PSOE, se anunciaba la presión para levantar estos límites, dado que el porcentaje de índice de abstencionismo de la plantilla se rebajó del 5 por 100 al 2,5 a efectos de facilitar el uso empresarial de este despido. Pero no fue hasta la reforma laboral de 2012 cuando, ya sin tapujos, el Partido Popular decidió que, independientemente de si la ausencia de un trabajador tenía efectos graves o no sobre la producción de la empresa, era preciso permitir que éstas se quitasen de encima a los más débiles (repetimos, los enfermos o las personas con situaciones familiares o vitales complejas que faltan al trabajo, aun de manera justificada pero con una cadencia intermitente).
De esta manera, según la actual regulación es posible despedir a un trabajador por faltas de asistencia al trabajo, justificadas pero intermitentes, si éstas alcanzan el 20 % de las jornadas hábiles en dos meses consecutivos siempre que el total de faltas de asistencia en los doce meses anteriores haya superado el cinco por ciento de las jornadas hábiles, o el 25 % en cuatro meses discontinuos dentro de un periodo de doce meses. Es cierto que entre las faltas justificadas no van a entenderse las relativas al ejercicio de huelga o representación de los trabajadores, los accidentes de trabajo o las relativas a la conciliación de la vida laboral y familiar, las bajas de más de 20 días, las motivadas por una situación de violencia de género o las derivadas de enfermedades graves o por cáncer. Pero es igualmente cierto que entre estas excepciones no se encuentran los dramas diarios y cotidianos, como los efectos sobre la salud de un desahucio, que la retirada de las prestaciones y servicios públicos que vivimos en la actualidad están provocando sobre una amplia mayoría de la población.
Así, la reforma laboral de 2012 invertía los términos del debate, colocando al trabajador ausente, en muchos casos con nombre de mujer, como presunto culpable de su propia enfermedad o de su propia inseguridad vital. Las normas laborales ya no buscan el control sino la punición y otorgan al empresario el instrumento para castigar al trabajador, expulsándolo de la empresa, con la consiguiente pérdida del salario y la condena a la desprotección social en numerosas ocasiones. La salida del trabajo asalariado supone, evidentemente, un agravamiento de las condiciones que provocaron el inicio del absentismo. De esta manera, el derecho empuja de esta manera a los trabajadores más débiles a una opción terrible, trabajar estando enfermos o ser despedidos y subirse a la rueda de la exclusión y del riesgo vital. La estrategia queda de nuevo meridianamente clara, primero se precariza en el plano laboral, luego se limita la protección social y los servicios públicos, aumentando el riesgo vital individual de las clases subalternas, para luego sancionarlas por las consecuencias que sobre su salud y su vida tiene la propia precarización normativamente conseguida.
Evidentemente, en el caso concreto del absentismo, hace tiempo que el legislador olvidó que en las situaciones de bajas reiteradas al trabajo confluyen muy diversos factores, como son la permanencia en el puesto de trabajo durante periodos de tiempo largos, las políticas adecuadas de prevención de riesgos laborales, la estabilidad en las condiciones de trabajo, la existencia de una sanidad pública de calidad, al alcance de todas, la dignificación del salario mínimo y un largo etcétera de cuestiones, ligadas al trabajo digno, estable y de calidad pero también al bienestar social, que en el discurso empresarial y en el del Gobierno aparecen como costes cuya reivindicación ha devenido ya demodé.
Mientras, una de cada tres personas se encuentra en situación de pobreza y exclusión social. Y son ya 636 mil hogares los que no tienen ningún tipo de ingreso.
Comentarios
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