Carlos París
Que la realidad actual de España se resiente de un ancestral descuido de la investigación científica y de la educación es tan triste como indiscutible hecho. Una lacra que afecta no solo a nuestro papel en la historia moderna o al troquelado de nuestra mentalidad colectiva, sino a un territorio para el cual aún las más elementales mentalidades no pueden dejar de ser sensibles: nuestra potencialidad económica. Y semejante situación no es resultado de ninguna predisposición genética, como pensaba Salvador de Madariaga cuando afirmaba que somos un pueblo más dotado para la literatura y la pintura, para la milicia, la navegación de altura o la mística que para la ciencia.
Es el resultado de la desatención que tanto los dirigentes políticos como nuestro capitalismo han prestado al saber científico, hasta convertir en heroico el esfuerzo de excepcionales investigadores españoles, tenaces y sacrificados. Si miramos a los sucesivos gobiernos históricos, es evidente que solo la II República afrontó decididamente esta tara. Y tampoco la política de la actual etapa democrática, atenta solo a los problemas de apariencia más inmediata y a dirigir la economía por los fáciles caminos del ladrillo y el turismo, se ha preocupado de remediar esta histórica deficiencia. Así no es de extrañar nuestra escasa competitividad y el déficit de nuestra balanza comercial.
En estas páginas, un reciente artículo de Carlos Martínez Alonso, secretario de Estado de Investigación, aborda la necesidad de fomentar la actividad científica de cara al desarrollo económico español. Evidente y encomiable tesis, aunque no deja de sorprender ver tal tesis contradicha en la práctica por la reducción de la partidas dedicada a investigación y a educación en el actual proyecto de presupuestos. El autor de dicho artículo, glosando la figura de Pasteur, insiste en los beneficios que la investigación ha deparado a la Humanidad, para concluir la conveniencia de un maridaje entre la actividad científica y la empresa. Un tópico que, en mi opinión, requiere ser analizado, pues semejante relación se presta a complejos y
contradictorios desarrollos.
No vivimos ya en los tiempos de Pasteur o de nuestro Ramón y Cajal, cuando con su microscopio enfocaba sus preparaciones histológicas en una modesta bohardilla. Hoy, la parte más importante de la investigación científica se realiza por equipos dotados de un material con frecuencia altamente costoso y financiados con programas que suponen importantes inversiones. Cuando transitamos de la revolución industrial, generada en los talleres de los artesanos, de la etapa paleotécnica, en la terminología de Mumford, a la neotécnica, las realidades descubiertas por la ciencia serán la base de los avances tecnológicos. La ciencia ha adquirido el rango del más alto poder. Y los ansiosos de poderío económico o bélico caerán como aves de presa sobre ella.
Ciertamente, la relación entre ciencia y técnica ha sido históricamente íntima. La revolución científica de la modernidad, como señaló Hauser, se gestó en los talleres artísticos del Renacimiento. Galileo frecuentaba los arsenales y dialogaba con los artesanos. Pero, como a los grandes científicos creadores, le guiaba el afán del conocimiento desinteresado de la realidad y la admiración ante la naturaleza. Einstein, en su Mein Weltbild, ponderaba la contemplación de la naturaleza como el sentimiento grandioso en que se volcaba su anterior religiosidad. Y, cuando su famosa ecuación entre materia y energía había abierto el camino hacia la bomba atómica, tanto él como Russell condenaron el desarrollo de esta terrible arma que, en manos del imperialismo, sigue amenazando a la humanidad.
Así, lo más noble del hacer científico, de la teoría pura, ha sido inmolado en aras de su eficacia. La universidad humboltiana, el modelo científico de universidad, fue reemplazado por la universidad como "estación de servicio de las necesidades sociales", según la gráfica expresión de los críticos. No pretendo desvalorizar las aportaciones del desarrollo científico a la sociedad. Pero, ¿cuáles son estos desarrollos y a quién sirven? ¿A quién corresponde programarlos y financiarlos? En los EEUU, se viene gastando tres cuartas partes de la I+D a la investigación militar y las empresas capitalistas atienden mucho más, en su propia lógica, al beneficio que al desarrollo humano. Hace ya décadas, el movimiento estadounidense Science por the people señalaba cómo la investigación médica atendía preferentemente a las enfermedades propias de las formas de vida de las clases económicamente superiores y relegaba las enfermedades laborales o las propias de las razas discriminadas. El feminismo, por su parte, ha denunciado la relegación radical que los problemas de la mujer padecen en el desarrollo de la medicina. El que fuera representante de España en la OMS, el doctor Pedro Caba, me relataba, hace tiempo, los incesantes conflictos entre las grandes empresas farmacéuticas y los representantes del Tercer Mundo.
Una oleada crecientemente poderosa trata de supeditar la investigación científica y la enseñanza universitaria a los intereses mercantiles. La maniobra se disfraza con un atractivo valor de servicio a la sociedad. Pero, con ello, además de yugular la investigación pura, se establece el gobierno de la dirección empresarial sobre la actividad científica.
Es necesaria la relación de la investigación con la actividad productiva. Pero es imprescindible el control democrático para que los productos se dirijan al desarrollo humano planetario y no al dominio de los privilegiados.
Carlos París es filósofo y escritor
Ilustración de Mikel Jaso
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