LUIS MATÍAS LÓPEZ
Rusia inquieta en Occidente. Mejor dicho, inquieta quien manda en Rusia, que no parece ser ese gris presidente, Dimitri Medvédev, que ha pasado recientemente por España, sino el ex agente del KGB que le cedió el sillón, probablemente para que se lo guarde: Vladímir Putin.
Al principio surgió la duda: ¿se atrevería Medvédev a hacer con Putin lo que este con Borís Yeltsin, es decir, agradecerle los servicios prestados y retirarle? Pues no. No quiere, o no puede. Putin pactó con él quedarse como primer ministro, con poder real más que delegado, sin que su teórico jefe opusiera resistencia. Aparentemente. Falta por ver si, en plena crisis económica singularmente aterradora en Rusia, Mevédev, que gana visibilidad dentro y fuera de Rusia, se atreve a reclamar el poder absoluto que parecía consustancial con la presidencia.
¿Por qué despierta Putin esa animadversión fuera de Rusia? Por tantas cosas... Porque no se le entiende, porque desprecia la democracia y ha creado un virtual régimen de partido único, porque no perdona a quien le hace frente (Gusinski, Berezovski, Jodorkovski), por la facilidad con que son asesinados disidentes y periodistas opositores (Litvinenko, Politkóvskaya, Babúrova), porque ha liquidado la libertad de prensa, porque no respeta la vida ni de terroristas chechenos ni de rehenes inocentes (los del teatro Dubrovka o la escuela de Beslán), porque no ha modernizado Rusia ni con un diluvio de petro y gasodólares, porque florece la corrupción, porque usa la energía como arma política, porque se le ve como una amenaza en los antiguos países satélites de la URSS, porque tiene un pavoroso arsenal atómico, porque es el inspirador del plan de rearme del antiguo Ejército Rojo, porque este aún da zarpazos como el de agosto en Georgia. Y porque cuesta olvidar que, hace apenas unos minutos de historia, Rusia era, sobre todo para EEUU, el gran rival estratégico e ideológico.
Sin embargo, pese a un déficit democrático, hay que reconocer su legitimidad: goza como primer ministro del mismo apoyo masivo que como presidente, gracias en gran medida a su nacionalismo reivindicador de la perdida gloria imperial soviética. Los rusos tienen muy presente la pesadilla de la era de Yeltsin, con el país en la miseria, de rodillas ante el exterior y gobernado por un alcohólico imprevisible. Putin les devolvió el orgullo (y algo del bienestar) que desesperaban de poder recuperar.
¿Es posible tratar con Putin? Es imprescindible. Es un líder frío, duro e implacable, pero también un estadista hábil y pragmático, un tigre que no da un zarpazo sin antes pensar cómo justiciarlo. Aplastó Georgia y convirtió Osetia del Sur en un protectorado (ya lo era Abjazia), pero sólo tras un criminal error de cálculo del presidente Saakashvili, alentado por EEUU. Cortó el gas a Ucrania y a media Europa, pero sólo tras el juego sucio de los dirigentes de Kíev. Amenazó con instalar misiles Iskander en Kaliningrado, pero pisó el freno apenas Barack Obama repensó el despliegue del escudo antimisiles en Polonia y la República Checa. Anuncia un espectacular rearme y modernización militar, pero lo achaca a que "continúan los intentos de expansión de la OTAN junto a las fronteras de Rusia".
En todas estas decisiones se siente latir el castigado corazón soviético de Putin, el anhelo por recuperar el control sobre parte del viejo imperio comunista: en Asia Central, el Cáucaso y Europa Central y Oriental. Con una línea roja: que Ucrania y Georgia no entren en la OTAN. El aliento residual de la guerra fría aleja ideas como la de Joschka Fischer, ex ministro alemán de Exteriores, partidario de convertir la Alianza en un sistema de seguridad europea que integre a Rusia, incluso como miembro de pleno derecho. O de que entre en la UE.
Entre tanto, habrá que ir avanzado en campos concretos, como en el tratado sobre fuerzas convencionales en Europa (CFE) o el de reducción de armas estratégicas (START), que caduca en diciembre. A los 20 años del derrumbe del Muro de Berlín, Moscú necesita más que nunca, pese a su último anuncio de rearme, una disminución drástica de los arsenales nucleares, muy caros de mantener y de tamaño absurdo tras la Guerra Fría. Por eso, cabe dudar de que el ambicioso plan de rearme llegue a concretarse, sobre todo, en plena recesión y con la caída vertiginosa de los ingresos petroleros.
Probablemente son más asequibles los avances en el terreno militar que en el de la energía, punta de lanza del resurgir nacionalista que encarna Putin, reconocido experto (asombra a los directivos de las multinacionales petroleras) en precios del crudo y del gas, acuerdos con países productores y consumidores y trazado de oleoductos y gasoductos.
Desde la Unión Europea, que patrocina el gasoducto Nabuco para conducir el gas del Caspio a Europa a través de Georgia y Turquía, se vio como una premonición alarmante la ocupación en agosto por las tropas rusas de una estación de bombeo georgiana, o que Putin se adelantase a la hora de firmar un contrato de suministro de gas con
Turkmenistán. Tan caro (340 dólares por 1.000 metros cúbicos, fue antes del desplome de precios) que ayuda a entender por qué Rusia se puso tan intransigente con Ucrania, vital país de tránsito del que Putin quiere desligarse con dos conducciones que bordearán su territorio: el North Stream y el South Stream.
La desconfianza preside este gran juego, que evoca el que Rusia e Inglaterra libraron en el siglo XIX por el control de Asia Central. ¿Acabarán Obama y Putin-Medvédev con ella? ¿Cómo influirán la crisis global y el hundimiento del precio del crudo? ¿Veremos de nuevo una Rusia humillada como la de Yeltsin en los noventa, cuando el petróleo bajó a 10 dólares? Ojalá que no. Con Putin al frente, el oso ruso, herido, sería ahora mucho más peligroso.
Luis Matías López es Periodista
Ilustración de Enric Jardí
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