Íñigo Errejón
Secretario Político de Podemos
La constitución de los ayuntamientos este sábado 13 de junio ha supuesto un nuevo hito en el ciclo de cambio político en el que está inmerso nuestro país. Seguramente el tercer hito del ciclo. A menudo las fechas sirven para fijar y mirar con perspectiva procesos más complejos y nunca lineales. Así podríamos decir que este ciclo nació un 15 de mayo de 2011, con una movilización social transversal que, aunque no fue capaz de transformar los equilibrios de poder al interior del Estado en favor de los sectores subalternos, sí introdujo modificaciones decisivas en el sentido común de época -en gran medida, las razones de los sectores empobrecidos por la gestión regresiva y oligárquica de la crisis-, que pusieron a las élites culturalmente a la defensiva y abrieron posibilidades inéditas de cambio político. El siguiente hito fue la irrupción política y electoral de Podemos en las elecciones Europeas del 25 de mayo de 2014. Una irrupción que no tenía nada de necesaria ni estaba implícita en el momento, que fue modesta y que sin embargo abrió una dinámica inesperada en la política española. La Asamblea de Vistalegre en Otoño de 2014 y la Marcha del Cambio del 31 de Enero de 2015 fueron momentos decisivos y reveladores, en condiciones no sencillas, de construcción política de otra voluntad popular posible, y con la firme decisión de cruzar la ventana de oportunidad histórica abierta.
Desde el 25 de mayo de 2014 hemos vivido un año largo e intenso, caracterizado por cuatro elementos de recorrido desigual. En primer lugar, una ofensiva oligárquica que da por amortizado el acuerdo social y político de 1978, que ha ido modificando de facto los contenidos del pacto constitucional en un sentido más regresivo y elitista. En términos más directos: los derechos conquistados por las generaciones anteriores ya no se encuentran en absoluto garantizados para las siguientes. Esto mina las bases de la confianza política, quiebra la idea lineal de progreso y genera tensiones en el bloque histórico, produciéndose una fuerte desafección en particular de los sectores medios, fundamentalmente asalariados, que ven amenazadas las perspectivas de ascenso social para sí mismos o para sus hijos y afrontan una aguda crisis de expectativas. Estos sectores venían jugando un rol central en la construcción de consenso en torno al orden de 1978 y sus élites. Para que nadie se llame a engaños, es importante señalar cómo parte de la reacción popular ante esta ofensiva tiene un carácter "conservador", en el sentido de volver a un marco de convivencia que genere garantías y certidumbres también para la gente trabajadora. Es la imposibilidad de las élites para procurárselo y para renovar alguna meta colectiva que cohesione la comunidad política la que abre el escenario de impugnación de los sectores dirigentes, comenzando por el PSOE, que sufre más que nadie la quiebra del vínculo moral entre representantes y representados y la sensación de estafa entre los sectores subalternos.
En segundo lugar, se agudiza el agotamiento del sistema político y cultural nacido de 1978, de sus consensos y sus principales actores. El consenso emergente no es tanto el cuestionamiento de su origen y función como la percepción de su decrepitud y la desconfianza, en que quienes han conducido el país hasta aquí, puedan protagonizar las transformaciones democráticas y sociales que éste, necesita. En esa descomposición, la corrupción juega un papel central. Si ayer era un engrasante entre el modelo de (sub)desarrollo basado en la construcción y la especulación, hoy es un factor de descrédito generalizado de unas élites políticas vistas como muy parecidas entre sí y muy alejadas de la ciudadanía. Actúa también como factor permanente de inestabilidad y descomposición: los de arriba tienen difícil hacer planes a largo plazo porque no controlan completamente los calendarios ni pueden mantener la cohesión corporativa interna. A este respecto, la declaración de Jordi Pujol en el Parlament: ("que nadie se crea que puede cortar una rama sin afectar al árbol") es elocuente sobre los efectos imprevistos de ruptura de la omertà.
En tercer lugar, el creciente contraste entre la inquietud y agresividad de las élites, por un lado, y la ilusión recuperada por amplios sectores de la ciudadanía que antes estaban resignados y ahora ven posible el cambio. Esta correlación moral de fuerzas no es un dato menor para pensar la evolución de la disputa en esta coyuntura inestable. Los de arriba parecen confiar en contener el impulso del cambio de este año, desgastar a sus principales figuras -y encerrar a sus partidarios a hablar de sí mismos- y ensayar tímidas operaciones cosméticas o de cambios menores para apuntalar el edificio viejo. En todo caso, no parece haber cohesión entre ellos sobre la tensión adecuada entre el grado de apertura a cambios controlados y el cierre y atrincheramiento defensivo a la espera de que pase este "año tempestuoso" en el que casi todo es posible. En este contexto la contienda electoral ocupa un lugar central en un año en el que todas las instituciones democráticas están en juego y cada una de las citas electorales es vivida también en clave nacional.
El sábado 13 de junio ha sido emblema de una primavera democrática que de nuevo, como en las grandes transformaciones recientes en nuestra historia, comienza por las grandes ciudades. Madrid, Barcelona, Valencia, Zaragoza, Cádiz, Compostela o Coruña son gobernadas por fuerzas y liderazgos que comparten, en diferente grado, su origen relativamente exterior al sistema político tradicional y haberse fijado el objetivo de recuperar unas instituciones que se identifican como patrimonializadas por las minorías privilegiadas. ¿Estamos ante una verdadera irrupción plebeya -de "los sin título", de quienes no tienen amigos poderosos pero se tienen a miles- por la cual quienes ayer eran menospreciados, como problema de orden público o "minorías ruidosas" hoy han construido mayorías convertidas en poder político? A la vez, el 24 de mayo arrojó la entrada del cambio en todos los parlamentos autonómicos que se sometían a elecciones, en una inserción y construcción territorial que en todos los casos aumentaba considerablemente su fuerza. Mirando hacia atrás, se podría decir que no hay muchas referencias de consolidación y crecimiento a este ritmo y en estos plazos; mirando hacia delante, que la tendencia, pese a las particularidades de cada lugar, es clara: la fuerza de cambio aumenta cada vez que se abren las urnas. Nada de esto habría sido posibles sin los mayos de hace cuatro años y de hace uno.
Un indicador crucial de la importancia del momento reside más en lo cualitativo que en lo cuantitativo: tras años de mirar las instituciones con desgana, hartazgo o indignación, miles de ciudadanos abarrotaban las plazas de los ayuntamientos para celebrar las nuevas alcaldías. ¿Cuánto hay que remontarse para encontrar una expresión similar de emoción popular e ilusión por un tiempo nuevo? No estamos ante una cuestión estética, sino ante una pasión política, que es el motor imprescindible de los procesos democratizadores: gentes que recobran la ilusión por lo común, que celebran juntas y se proponen metas compartidas. Ninguno de los actores tradicionales es capaz de generar esta esperanza entre gentes tan distintas, que a menudo ni siquiera se conocían previamente. No es exagerado decir entonces que, con los límites y toda la prudencia necesaria por las muchas debilidades aún arrastradas, el pasado sábado se respiraba un aire constituyente, de la creencia de los "sin título" en su poder colectivo.
Este avance de las fuerzas del cambio político no ha sido homogéneo, ni se ha encontrado con dificultades similares de un lugar a otro. En general, ha tenido mucho mayor empuje en las grandes ciudades y, muy en especial, allí donde liderazgos carismáticos y aún no golpeados han sido capaces de encarnar y despertar esperanzas transversales entre sectores muy diversos, desde activistas de los movimientos sociales hasta abstencionistas tradicionales, nuevos votantes o votantes de los partidos viejos en busca de opciones de cambio percibidas como "suaves". El factor multiplicador, por tanto, no han sido tanto las coaliciones o sumas de siglas -¿cuántos de los votantes conocían las trabajosas conformaciones de listas o los procesos de construcción de programa?- cuanto la capacidad de seducir en campo ajeno, cambiando los términos de la discusión y escapando a las maniobras de cerco; la capacidad, una vez más de patear el tablero, sumando a quienes hasta ayer confiaban en los actores políticos tradicionales. A este respecto, toda lectura de los resultados del 24M debe ser audaz y, por consiguiente, poner el acento, siempre, en los que faltan. Si la "unidad popular" significa algo no es, desde luego, la suma de siglas, sino la capacidad de tejer con sectores muy diversos, con las gentes realmente existentes con las que hay que construir pueblo, empezando por quienes aún confían en los de siempre. En definitiva, se trata no tanto de yuxtaponer, como de construir una identidad nueva.
Ahora la contienda política sufre una importante modificación. Se abre una guerra de posiciones gramsciana al interior del Estado. Se han conquistado importantes posiciones institucionales, que deben ser defendidas, ampliadas y construidas como icono y demostración: serán la mejor propaganda del cambio, de que las cosas se pueden hacer de otra forma, y la mejor herramienta contra la campaña del miedo. Millones de ciudadanos tienen ya gobiernos municipales por el cambio, al servicio de la gente. Y nada comunica como el ejercicio del poder. Ahora la tarea épica es la gestión, la eficacia, la eficiencia, la construcción de una cotidianidad diferente y la política de acuerdos y disputas que permita superar los vetos conservadores, de todas las fuerzas que van a jugar a torpedear el cambio. Junto a ello, y para no dejar solas las nuevas plazas municipales, es crucial la actividad, visibilidad, fiscalización e iniciativa de los grupos parlamentarios en todas las asambleas autonómicas, así como su coordinación estratégica.
Al mismo tiempo habrá que estimular desde la institución las condiciones para la reconstrucción de un tejido asociativo y civil que ha sido arrasado por décadas de ruptura de las comunidades y que ahora es imprescindible para acompañar, defender, empujar y desbordar los límites de las inercias burocráticas y hostigamiento del adversario. En el ámbito de la batalla cultural, el reto es doble: por un lado, dar pasos hacia una intelectualidad orgánica que defienda, explique, extienda y prestigie las razones del cambio y las instituciones ya ganadas. Por el otro, conformar y reunir a los sectores de expertos, profesionales y trabajadores de las administraciones públicas que pongan sus conocimientos, experiencias y creatividad al servicio de la gestión del cambio y su aterrizaje en realidades y lugares concretos. En este ejercicio, como siempre, habrá que correr y responder a las altas expectativas al tiempo que se forman los cuadros para el relevo y la ampliación de posiciones.
En tiempos acelerados no hay espacio para la quietud. La expresión "guerra de posiciones" hace referencia a la actividad de la política como construcción de sentido e identidades, pero no debe entenderse en forma estática. No hay estabilidad posible en las instituciones recién alcanzadas. Todo lo que no sea iniciativa y ofensiva será defensa, desgaste y cerco. Sólo es posible avanzar, pero a favor tenemos que la indecencia acumulada hará que las expectativas populares saluden cada paso, por modesto que sea, si está bien explicado. La prioridad es no cometer errores y construir equipos capaces de hacer y hacerlo mejor que el adversario, pero recuperando también lo que se hizo bien, lo que se dejó a medias, lo que no se pudo desarrollar por la patrimonialización de las instituciones por parte de las élites viejas. Las posiciones ya alcanzadas por el cambio deben ser cuidadas como un tesoro frágil, la confianza de nuestra gente está en juego, y no pueden ser abandonadas a disputas locales ni tampoco al tiempo plano de la normalidad. Debemos federarlas en un horizonte y relato común para una iniciativa política que, con la ilusión renovada y el terreno y herramientas ganados, siga incorporando a los que faltan para una mayoría popular en formación que sea el núcleo irradiador de un nuevo acuerdo e interés general.
Comentarios
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