Iván Calvo
Secretaría de Economía de PODEMOS
El día 5 de abril el presidente de Iberdrola, Ignacio Sánchez Galán, dijo en una entrevista radiofónica que "las centrales nucleares se están cerrando, y no se están cerrando por razones políticas; se están cerrando por razones económicas, porque económicamente no son viables". El sentido de estas declaraciones empezó a aclararse unos días más tarde, cuando supimos que apuntaban a una posible falta de interés por parte de Iberdrola en reabrir la central de Santa María de Garoña, basada tan solo en razones económicas. Esta central pertenece a Nuclenor, que a su vez es propiedad de Iberdrola y de Endesa al 50%. Semanas después de las palabras de Galán hemos conocido la postura de Endesa, que al menos públicamente dista de estar alineada con la de Iberdrola. Este desacuerdo, unido a la afirmación genérica de Galán acerca de la viabilidad económica de las nucleares, hace pertinente la pregunta que da título a este artículo. Intentaremos responderla a distintos niveles, distinguiendo principalmente entre las centrales construidas hace décadas y los proyectos de construcción de nuevas plantas, y enfatizando las especificidades del caso español.
Hay que comenzar respondiendo que las nucleares en funcionamiento en España son muy rentables para sus propietarios. Fueron construidas en un marco regulado que garantizaba una cierta retribución por cada megavatio-hora generado (además de contar con dinero público, ya que las eléctricas tuvieron que ser rescatadas financieramente en la década de los 80 del siglo pasado a causa de la desmesura del parque nuclear planeado) y la inversión de su construcción ha sido recuperada de sobra. Sin embargo, tras la liberalización del sistema eléctrico estas centrales venden la electricidad en el mercado, cuyo diseño marginalista (según el cual todas las tecnologías son idénticamente retribuidas, siendo fijado el precio de la electricidad cada hora por la central que oferta al precio más alto entre aquellas que generan a esa hora) unido a los bajos costes de operación de las nucleares produce unos injustificados beneficios extra para ellas conocidos como "beneficios caídos del cielo". De ahí la auditoría de costes del sistema eléctrico que proponemos, la cual permitiría, entre otras cosas, determinar con precisión la magnitud de estas sobrerretribuciones.
Es verdad que la central de Garoña cerró en diciembre de 2012 por motivos económicos, pero por unos muy particulares: Nuclenor decidió que no le compensaba acometer las costosas mejoras en seguridad requeridas tras el accidente de Fukushima (Garoña es una central gemela a la unidad número 1 de la planta japonesa) a menos que se ampliase la autorización para su funcionamiento durante un número suficiente de años. Aun así, en los últimos tiempos, la amenaza de la autorización de su reapertura y la extensión del permiso de operación hasta que Garoña cumpla 60 años ha estado muy presente. Por cierto, el presidente del Consejo de Seguridad Nuclear lleva sin comparecer en el Congreso de los Diputados desde 2014, evitando así rendir cuentas sobre el proceso de evaluación de su organismo acerca de la reapertura. Su última excusa, un viaje aparentemente imprevisto, le ha servido para no tener que dar explicaciones en la Cámara Baja en la XI legislatura.
Los asuntos discutidos hasta aquí se refieren a centrales ya construidas y son específicos del sistema eléctrico español. En otros países, dependiendo de las características concretas del mix eléctrico, de la operación del sistema y del diseño de su mercado eléctrico, las nucleares pueden ser más o menos rentables, e incluso no serlo. ¿Pero qué ocurre con las nuevas centrales? ¿Tiene futuro esta tecnología atendiendo a argumentos meramente económicos? Las anteriores preguntas tienen una respuesta clara: la construcción de nuevas centrales nucleares con los actuales estándares de seguridad no es rentable para las eléctricas, ni en España ni en ningún lugar del mundo. Las historias todavía no concluidas de la construcción de las plantas de Hinkley Point C (Reino Unido), Olkiluoto (Finlandia) y Flamanville (Francia), que acumulan retrasos y sobrecostes estratosféricos, son ejemplos de ello. Estos proyectos están siendo abordados exclusivamente porque hay dinero público apoyándolos, y las cifras del sinsentido económico que representan son impresionantes. Como muestra, valga el botón de Hinkley Point C, una planta de una potencia total de 3,3 gigavatios que está siendo construida por un consorcio liderado por la eléctrica estatal francesa EDF. De acuerdo con estimaciones de la Comisión Europea, el coste de la construcción se sitúa en el entorno de 30.000 millones de euros. Este será asumido (si alguna vez Hinkley Point C ve la luz) por los consumidores de electricidad británicos ya que el gobierno de Reino Unido ha garantizado a las empresas constructoras la compra de la electricidad producida durante 35 años a un precio (92,50 libras por megavatio-hora generado, que se actualizarán con la inflación) que es más del doble del precio de mercado.
Es un hecho que el ocaso de la tecnología nuclear está llegando porque, simplemente, no es económicamente competitiva. Además, esta tecnología no es necesaria para luchar contra el cambio climático: aunque sus defensores aluden a las bajas emisiones de gases de efecto invernadero asociadas a la nuclear, ya resulta más barato y efectivo utilizar tecnologías renovables como la eólica y la fotovoltaica. En cualquier caso, y más allá de los argumentos económicos, la energía nuclear ha de ser abandonada por diversos motivos de seguridad y medioambientales (sobre todo asociados a la gestión de los residuos), y estos son de la máxima relevancia cuando hablamos acerca del calendario de cierre de las centrales en funcionamiento. No en vano, PODEMOS propone no renovar los permisos de explotación de las centrales en funcionamiento, con lo cual todas estarían cerradas en 2024, además de no extender la vida útil de Garoña y comenzar con su desmantelamiento.
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