La imaginación se nos ha secado igual que los pantanos vaciados por Iberdrola: ya no nos llega ni para infundir serpientes de verano. Cuando parecía que los tiempos avanzaban al ritmo del nuevo modelo de IPhone y vivíamos en un vertiginoso futuro, frente al cambio climático nos hemos puesto a reciclar también noticias viejas, esas que antes solo servían para envolver pescado. Un terremoto devasta Haití. Un huracán amenaza Nueva Orleans. Olas de calor e incendios acá y acullá que se miden en estadios de fútbol. Otra ola, la quinta ya, de la pandemia. Ofendidos en sus sentimientos religiosos por el cartel promocional de una artista. 85 años asesinando a Federico García Lorca y Millán Astray que vuelve, porque nunca se fue, a tener su calle en la capital. Centenares de ahogados en pateras y cayucos, toneladas de peces asfixiados en las orillas del Mar Menor. Los talibanes toman el poder en Afganistán, otra vez. La pereza de la siesta y el estío no da para más, y nos limitamos a lamernos nuestras viejas heridas en algún rincón con sombra, rodeados de moscas. A las puertas del nuevo curso, arrancamos ya agotados, sin poder encender el aire acondicionado por el precio de la luz.
Buñuel escribió al final de sus memorias que le gustaría poder levantarse de entre los muertos cada diez años para leer el periódico y ver cómo va el mundo, en pleno movimiento, sin él. Se llevaría un chasco ahora, y poco entendería de qué han hecho las fuerzas internacionales durante veinte años en Afganistán, aparte del ridículo. Tal vez le inspiraría para una segunda parte de El ángel exterminador, todo lo más. Él ya sabía que la historia, cuando se repite, lo hace como farsa.
El desierto es tendente a producir espejismos, y espejismo fue creer que la democracia era un bien exportable como una franquicia del Starbucks. A la vista de la estrepitosa evacuación de Kabul, las agencias de inteligencia de medio mundo deberían plantearse mudar su nombre a agencias de ingenuidad: anunciaron que la capital afgana podía caer en meses o semanas, y no aguantó ni veinticuatro horas. No hay mejor argumento contra las injerencias occidentales que su persistente fracaso, de Yemen a Libia, de Irak a Siria. Acordémonos de Srebenica. Pero ello debería obligar a replantear el concepto de intervención internacional, no a replegarse en casa con las persianas bajadas.
Muchas voces claman, ahora como en 2001 porque veinte años no es nada, que los afganos, y especialmente las afganas y sus niños y niñas, necesitan de nuestra solidaridad y cooperación (no olvidemos que la intervención en Afganistán, al contrario que en el caso iraquí, contó con mandato de la ONU). Otras tantas claman contra la arrogancia de erigirse en salvadores y suplantadores de unas voces que no han solicitado nuestra ayuda (yo oigo a muchas que sí lo hacen, pero en fin, fíese usted de los medios), y se congratulan del enésimo fiasco del amigo americano (las críticas a la incapacidad exterior de la Unión Europea también son vieja cantinela). La izquierda doméstica carga contra nuestros fachas pero respeta a los retrógrados ajenos, porque es su cultura. Entre los delirios neoimperialistas y el relativismo cultural debería haber una vía intermedia, y el alcalde de Madrid, Martínez Almeida, cree haber encontrado un atajo: iluminar la Cibeles con los colores de la bandera afgana, toma esa, think tanks a él. Lo del Wellcome Refugees lo dejamos, ya si eso, para mejor ocasión.
No es de extrañar que en nuestro país ganen elecciones los héroes que, al precio que anda la electricidad, se atreven a encender las luces, aunque sean lucecitas inocuas sin taquígrafo: que se lo pregunten si no a otro alcalde, el de Vigo, que inauguró el montaje de la iluminación navideña en pleno mes de agosto. Deberían tomar nota nuestras ministras, en vez de suplicar por la "empatía empresarial" frente a la crisis energética (de la compasión de las eléctricas los vecinos de la Cañada Real que llevan once meses sin luz pueden dar testimonio), o lamentarse en titulares de que "nunca olvidarán" a las familias afganas que se quedaron a cinco metros de poder entrar en el aeropuerto de Kabul: seguro que estas palabras de Margarita Robles les serán de gran consuelo frente a los latigazos y las lapidaciones. Pero el tancredismo de Rajoy cosechó tantas victorias (hasta la derrota final) que ya se emula hasta en la Comisión Europea y sus omnipresentes declaraciones institucionales del "deeply concerned".
Menos deeply concerneds he escuchado por Haití, no sé si porque me pilló echando la siesta o siesteaban nuestros políticos. En Haití asesinaron este verano a su presidente, después sufrieron un terremoto que dejó más de dos mil muertos y diez días después vino a arreglarlo todo un huracán degradado en tormenta tropical: "a los haitianos se les han secado hasta las lágrimas", rezaban nuevamente los titulares agostados. El país más pobre de América tiene una historia que sí debería reivindicarse como modelo para el mundo: fue el segundo país americano en acceder a la independencia en los albores del siglo XIX, y la primera nación negra del mundo. Pero a Hollywood, vaya usted a saber por qué, siempre le interesó más la rebelión de esclavos antiguos como Espartaco, así que Louverture o Dessalines siguen aguardando el gran homenaje del celuloide. Puede que lo lograran con la ayuda interesada y el little help of my friends de españoles o británicos, pero es que al aislacionismo o la autarquía solo aspiran hoy los talibanes y Donald Trump.
También es cierto que la ayuda internacional de hace una década, en forma de cascos azules, solo trajo una ristra de escándalos: corrupción, desviación de fondos de la ayuda humanitaria y abusos sexuales. Y los haitianos están demasiado lejos como para llegar en patera y en vez de opiáceos, tan útiles para nuestras drogas contra el insomnio y la ansiedad, producen un azúcar que ya hemos desechado de nuestras dietas light. Que hagan como sus vecinos de isla los dominicanos, parece recriminarles la sociedad internacional: tienen sol y palmeras, playas paradisiacas, así que a implementar pulseritas del todo incluido y a dejar de llorar lágrimas secas.
Mientras, aquí en España, nuestros políticos, medios e intelectuales de siempre (cambian los rostros, no los prejuicios), se ensimismaron en disquisiciones estéticas, cual coco chaneles en chanclas y taparrabos: el chándal de Ana Botín. Las alpargatas de Pedro Sánchez. Las mechas de Yolanda Díaz. ¿Es lo mismo un burka que una minifalda? Ignacio Aguado se ofende en las redes sociales porque considera que no depilarse el bigote femenino atenta contra el Progreso. Deshidratado, el pobre no sabe que el progreso quedó reducido a cenizas en los campos de exterminio y las cámaras de gas del pasado siglo. El ángel de la historia sigue avanzando mirando hacia atrás, contemplando las montañas de cadáveres que va dejando a su paso. Y el salitre y sudor en nuestras pieles, como a la mujer de Lot escapando de Sodoma, amenaza con convertirnos en estatuas de sal. Por mucho que cambien los planes de estudio, septiembre sigue resonando a exámenes sin superar.
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