Dominio público

Las políticas del tiempo

Nere Basabe

Las políticas del tiempo
.- PIXABAY

Las campanas de la Iglesia no solo tocan a difuntos, ni los cuartos son cosa de las uvas de Nochevieja. Durante siglos, también el tiempo (eterno, escatológico, pero tan fieramente humano) fue monopolio de la Iglesia. Frente a los problemas del reloj de sol que, como diría Pablo Casado, fallaba cuando estaba nublado, el campanario pautaba la jornada y sus tareas, y hasta dieron lugar a un tipo de literatura medieval, los Libros de Horas. El diezmo no solo se pagaba en especies (una décima parte de la cosecha, un cerdo), también en horas de trabajo en las tierras del clero previas a las desamortizaciones. Muchos sospechaban, no sin razón, que las campanadas de la iglesia que avisaban del fin de esa jornada hacían trampas, sisando tiempo a los jornaleros. Algo así como la plusvalía medieval.

Si algo trajo la modernidad fue la máquina y todas sus metáforas, con la generalización del reloj cuyas manecillas se mueven por principios mecánicos. Los nuevos edificios cívicos se erigieron en la plaza del pueblo frente a la iglesia, simbolizando la dualidad del poder. Y por eso en las fachadas principales y frontispicios de ayuntamientos y gobiernos comunales colocaron, desafiando al campanario, una esfera de reloj que simbolizaba el nuevo tiempo secular, sustraído de las manos de la Iglesia. A día de hoy, muchas asociaciones de vecinos siguen luchando para que las solemnes campanas de la catedral respeten al menos las horas de descanso de sus pobres convecinos.

La jornada se dividía naturalmente en dos: el día y la noche. La antropología estructuralista nos enseñó que, más allá de la diversidad de costumbres de las poblaciones humanas, una "gramática" mental común a todos nos lleva a pergeñar ideas semejantes, mediante binomios opuestos: por eso no podemos pensar el calor sin el frío, la oscuridad sin la experiencia de la luz, y las opciones políticas centristas suelen naufragar frente al poder de atracción de izquierdas o derechas. La Revolución Francesa inauguró nuestro tiempo tratando de imponer la razón sobre todas las cosas: el espacio (reducido a la división provincial, cuantificado mediante el sistema decimal) y también el tiempo, con un calendario republicano de meses de treinta días y semanas de diez. Solo aquellos que se resistieron a la modernidad siguieron con las cuentas de la vieja: los ingleses con sus pulgadas y sus yardas y las señoras en la carnicería pidiendo "cuarto y mitad". Pero ni siquiera el racionalismo francés pudo reducir las 24 horas al sistema decimal, así que las horas siguieron pareciéndose a dos docenas de huevos.

La modernidad también trajo el pensamiento dialéctico, que resolvía los principios opuestos en una síntesis. Algo que por otra parte ya había concebido la Antigüedad con el triunvirato de Julio César y el cristianismo con su Santísima Trinidad: los tríos a veces salen bien y a veces no tanto. Así que en medio de las primeras reivindicaciones laborales que trajo la revolución industrial, el galés Robert Owen concibió una solución revolucionaria: dividir el día no en dos, sino en tres. El socialista utópico Owen, padre del cooperativismo y el sindicalismo inglés, heredó una fábrica textil en Escocia de su suegro y pensó que, mejorando las condiciones medioambientales y la vida de sus obreros, aumentaría su rendimiento laboral. Así que a partir de 1817 empezó a reclamar "Ocho horas de trabajo, ocho horas de recreo, ocho horas de descanso". Parecía una buena idea, racional y ecuánime. O no tanto: el otro día le leí la referencia a Owen a una compañera de otro periódico, pero como cada día leemos más deprisa y peor, entendí Orwell y por un momento también me pareció una broma macabra muy acorde con 1984. Entre las formas tríadas existe otra figura típica, el Tertius gaudens: y en nuestra división actual del tiempo, ¿quién es ese "tercero que se alegra", beneficiándose de la rivalidad de los otros dos?

Ocho horas de trabajo: sin duda es la gran victoria histórica de lucha obrera, sobre todo si las comparamos con las 18 horas que legalmente duraba la jornada laboral estadounidense hasta mediados del siglo diecinueve. ¿Pero qué ser humano es capaz de trabajar ocho horas seguidas sin descanso, sin bajar su atención ni concentración, día tras día? Hoy en día, muchos agradeceríamos trabajar solo ocho horas; pregunten si no a camareros o trabajadores de cuello blanco hiperconectados, para los que, cada vez más, los correos electrónicos no cesan ni de noche ni en fin de semana, y donde el informe que te exige el jefe siempre es para ayer.

Los sociólogos de la Escuela de Frankfurt tenían fama, entre otras cosas, de pesimistas: la idea del progreso humano se estrelló contra los muros de Auschwitz y la Unión Soviética les demostró que la sociedad sin clases y de la abundancia nunca iba a llegar. Es difícil sin embargo no leer hoy a Marcuse, que confiaba en que la revolución tecnológica traería al fin la emancipación humana, con algo de sonrojo por su ingenuidad, porque lo cierto es que unos temen que la automatización acabe con sus empleos mientras otros asisten al derrumbe de las paredes que limitaban el trabajo a la oficina. Hay en la serie La que se avecina un personaje xenófobo, putero y explotador que recurrentemente ofrece a sus empleados un contrato "a tiempo parcial": doce horas. Un chiste que cada vez tiene menos gracia y nos retrotrae a los tiempos premodernos del día y la noche. Parece que Iñigo Errejón tuvo más suerte cuando quiso meter en la agenda pública la salud mental que cuando reclamó la semana laboral de cuatro días.

Ocho horas de sueño: ojalá. Estudios antropológicos, históricos y científicos se afanan en dictaminar si esa convención social responde verdaderamente a las necesidades biológicas de nuestra naturaleza o a las de nuestro empleador, y hay resultados para todos los gustos. Antropólogos estadounidenses estudiaron el sueño de diversas tribus primitivas que habitan en torno al ecuador del planeta, y a la prensa conservadora le encantó hacerse eco de las conclusiones de su investigación: incluso sin la presión ni las prisas de la vida moderna, aquellos "buenos salvajes" tendían a dormir seis o siete horas diarias (algo más en invierno, algo menos en verano), no más. Los historiadores han hallado sin embargo numerosos testimonios y documentos previos a la revolución industrial en los que se habla con naturalidad de "dos sueños", y de ahí que a las 12, aunque aún no nos hayamos acostado porque seguimos enganchados al prime time, lo llamamos medianoche. Antes de la fábrica y la electricidad, la gente europea se acostaba poco después de la puesta de sol; a medianoche se despertaban, rato que ocupaban en rezar o fantasear si estaban solos, y en conversar o ampliar la familia si compartían lecho conyugal. Algunos se levantaban para avivar el fuego, ponerse un tazón de leche y, junto al hogar, tejer o trenzar cestos. Unos pocos leían y escribían, hasta que les volvía la modorra. Desde que a mi insomnio lo llamo "sueño precapitalista" descanso mejor.

Neurocientíficos y biólogos, por su parte, han vuelto a poner de moda algo tan antiguo como la siesta, que ahora llaman "sueño bifásico" y, si bien puede estar dejando de estar asociado a las gentes perezosas del sur, cada vez nos resulta más complicado hacerle hueco en nuestras agendas. También influye la edad en las necesidades del sueño, pero para eso está la escuela: para disciplinarnos, a toque de sirena, y prepararnos para la futura jornada laboral. Entonces como ahora siempre tuve la misma sensación: si la violencia política abarca desde el pistolerismo a las amenazas en pintadas o redes sociales, de la coacción policial al hambre o la tortura, también el despertador es violencia política. Al mío le he puesto una sintonía de trino de pájaros, pero han resultado ser iguales que los de Jaime Gil de Biedma en su Albada: cabrones.

Ocho horas de recreo: a mí (y seguramente a usted también) estas me las escatimaron en el sorteo. O tal vez existan, agazapadas en los pliegues de los ratos que perdemos en atascos en la M-30, esperando la llegada de trenes de cercanías abarrotados, ocultas en los estantes del supermercado cuyos pasillos recorremos una y otra vez, ahogadas en la olla en que esperamos que se cuezan unas patatas, enredadas en el hilo musical de espera cuando llamamos a una centralita, consumidas consumiendo noticias que mañana ya ni servirán para envolver pescado; echadas a perder, en definitiva, en el agua sucia del cubo de la fregona que se va por el retrete.

Antes de los Men in Black existieron los "hombres grises", unos personajes siniestros de la novela infantil de Michael Ende Momo, cuya trama resultaba demasiado poco apta para menores. Los hombres grises, pertrechados de gabardinas, sombreros y cigarrillos, se presentaban súbitamente a cualquier adulto sumido en sus quehaceres y, cual agente de seguros o portavoz de una estafa piramidal, convencían a sus "clientes", con malabarismos matemáticos y una sorprendente rapidez para el cálculo, de tiempo desaprovechado que ellos prometían ahorrar en su nombre. Los hombres grises trabajaban para el "Banco del Tiempo", y se parecían demasiado a los funcionarios comunitarios de la Troika europea (otra figura tríade y tiránica, que vino a salvarnos para ahogarnos aún más). Solo que el tiempo ahorrado, como ocurrió con las preferentes de Bankia, nunca regresaba a sus legítimos propietarios, porque era el pasto de aquellos cigarrillos consumidos de forma compulsiva por aquellos seres sin cuyo humo se desvanecían.

La modernidad acarreó, por último, la "aceleración de los tiempos": los acontecimientos cada vez se suceden a mayor velocidad, las modas cada vez duran menos, la obsolescencia programada empieza a funcionar a toda máquina desde el mismo momento en que desenvuelves el paquete de tu nuevo juguete tecnológico. Un reflejo de lo que nos ocurre a escala individual, los años se esfuman cada día más veloces y el tiempo ahorrado no aparece en ninguna cuenta suiza. No podemos pensar el tiempo si no es de forma espacial: una esfera, una línea entre dos puntos, un ayer que quedó atrás y un mañana delante de nosotros, aunque indistinguible por la bruma. Un sendero, cuyo trecho más bucólico ya recorrimos y ahora se despliega en círculos, caminos sin salida, repechos por los que juraríamos haber transitado ya hasta desaparecer en la espesura de un bosque. Esperamos grandes cosas de 2022, pero probablemente se parezca demasiado a los anteriores: con sus cosas malas y sus cosas buenas. Ojalá los poderes públicos y privados quiten esta vez sus sucias manos de nuestro precioso tiempo.

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