Dominio público

El perdón

Alana S. Portero

Historiadora, escritora y directora de teatro. Autora de 'La mala costumbre'

El perdón
Imagen de Mohamed Hassan en Pixabay

De las muchas formas que la inercia patriarcal usa para retorcer el brazo de las mujeres, el perdón que prosigue a la expiación de pecados machistas es de las más refinadas y culpabilizadoras.

Estos días, en los que muchas mujeres han encontrado el valor para contar sus historias de acosos machistas, se contraargumenta a menudo con la antigüedad de alguno de los relatos y la trayectoria posterior impecable de sus perpetradores, como si la violencia caducase y el tiempo, en su infinita pasividad cósmica, se tragase las cicatrices sin torcer el gesto, como una ballena azul filtrando plancton.

Si todo ser humano tiene derecho a cambiar, a hacerse mejor, existe también la prerrogativa de conservar lo que a cada una le duele en el estado que le convenga, desee o pueda. Es deseable que agresores, acosadores y manipuladores machistas tomen conciencia de sus acciones y les pongan fin. Si además deciden reparar los daños causados, algo que a menudo se nos olvida mencionar o que se confunde con capitalizarlos, miel sobre hojuelas. Pero ninguna mujer debe nada a quien puntualmente o durante periodos largos de tiempo le ha amargado la existencia, la asunción pública de lo que se ha hecho es un acto de responsabilidad, durísimo, pero necesario, llamar a tal exigencia caza de brujas o linchamiento es no conocer ni una cosa ni la otra, más frivolización de la violencia.

El silencio que se guarda durante años es, en sí mismo, una ampliación del daño que ha sufrido cada mujer, un parásito mental, emocional y psíquico que afirma la presencia del agresor para siempre y le alimenta, no hay forma más terrible de manipulación y de conquista del espacio personal que la negación del olvido o del desahogo. No se puede vivir con determinadas cargas, y si se puede, no es vida, es supervivencia. A menudo los agresores saben que esto es así y reaparecen con regularidad psicopática en las vidas de sus víctimas, bien agrediendo, bien pasando por allí para que nadie se dé cuenta que su mera presencia es otro golpe, o insulto, o una forma de presionar a quien, de quejarse, va a ser tomada por loca. Y a las locas en este mundo se las infantiliza o se las reduce a un estereotipo de fantasiosas que no saben lo que dicen.

Pedir perdón es muy importante y forma parte del proyecto de restitución, que es la única forma de intentar reparar lo que se ha hecho, pero aceptar que la persona a la que se ha dañado no lo conceda, dejarla en paz y tratar de buscar formas discretas y efectivas de continuar reparando, aunque sea desde lejos, es lo verdaderamente maduro y responsable. Esto incluye, en la mayoría de los casos, desaparecer para siempre de su vista.

Los aspavientos que incluyen lenguaje bíblico y épico sobre estar señalado, portar la letra escarlata y acarrear una culpa indeleble como una marca de Caín, son la forma que tienen las enseñanzas patriarcales de afirmarse, si él ya ha pedido perdón, ¡qué más puede hacer! Confundir la asunción de un daño y el reconocimiento de este en el ambiente en el que se ha dado, sea pequeño o grande, con una penitencia, es una falacia sobreactuada y no, ya no cuela. Contribuir a ese relato porque estabas allí, lo presenciaste y no hiciste nada debido a que contigo era un tipo fenomenal, o no estabas, pero tu experiencia personal con él es maravillosa, aparte de inoportuno y violento, es una declaración de incompetencia moral y un acto de miseria.

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