Dominio público

No cambiar nada para que todo cambie

Jonathan Martínez

Periodista

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, comparece en el Complejo de la Moncloa, a 29 de abril de 2024, en Madrid (España).- Moncloa
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, comparece en el Complejo de la Moncloa, a 29 de abril de 2024, en Madrid (España).- Moncloa

Tengo un buen amigo que desconfía de las novelas y los relatos de ficción. Dice que no lee mucho, pero cuando lee elige libros veraces, ensayos que abordan hechos reales y plausibles, pues le gusta que la lectura sea instructiva y el ejercicio de la imaginación le parece una pérdida de tiempo. El diccionario de la RAE recoge esa doble naturaleza de la narrativa cuando define la literatura no solo como el "arte de la expresión verbal" sino además, en su acepción más coloquial, como mera "palabrería". Así, un cuento no es solo una "narración breve" sino también un "embuste, engaño" y una novela es, entre otras cosas, una "mentira en cualquier materia".

Desde hace mucho tiempo me ronda una intuición: aquellos que desconfían de la fantasía y renuncian a comprender la artesanía del relato son más vulnerables a las mentiras publicadas bajo el distinguido rótulo de la "no ficción", ya sean ensayos, titulares de prensa escrita, telediarios o reportajes radiofónicos. A esto hay que sumarle el descrédito de las humanidades, el ninguneo de la filosofía, la deriva de un modelo educativo pensado cada vez más para satisfacer el lucro empresarial y desalentar el pensamiento crítico. La literatura, al contrario de lo que creen algunas mentes robóticas, nos enseña a lidiar con más solvencia con los vaivenes de la realidad.

Si tuviéramos que definir en términos narrativos la desaparición y el retorno de Pedro Sánchez, sería imposible no evocar las novelas por entregas. Pensemos por ejemplo en Charles Dickens, que en 1840 comenzó poco a poco a publicar La tienda de antigüedades y capturó de inmediato no solo el interés sino sobre todo la expectación de su público, que aguardaba los nuevos capítulos entre la curiosidad y la angustia. Dice el biógrafo Peter Ackroyd que los lectores estadounidenses se agolpaban en el puerto de Nueva York para preguntar a los viajeros europeos si el personaje de la pequeña Nell finalmente moría.

El recurso del cliffhanger evoca al héroe que permanece colgado al borde de un precipicio y nos mantiene en vilo hasta que su destino queda resuelto en un próximo episodio. Es un método secular que pasó con éxito desde la narrativa medieval hasta los folletines y después se adaptó como un guante a las series de televisión pero también a la mercadotecnia. No hay narración ni lectores ni espectadores sin intriga. No por azar, la palabra suspense es prima hermana de la forma latina pendere, "estar colgado", porque así es como quedamos cuando nos cuentan una historia, en el aire de las esperanzas y los desasosiegos.


Se ha hablado mucho del Pedro Sánchez estratega, del político venturoso que siempre cae de pie y tiene más vidas que un gato. No se dice tanto que el presidente es un gran narrador de sí mismo. De momento, ha contado su propia historia recurriendo al cliffhanger más palpitante de la política española reciente. Sus detractores lo acusaban de haber generado una encrucijada anómala y sin precedentes. Casi sin querer, han contribuido a multiplicar las expectativas. Y claro, las muchedumbres sanchistas se agolparon en la calle Ferraz como lectores de Dickens en el puerto de Nueva York. No hay adhesiones sólidas sin incertidumbre.

El Sánchez narrador ha recurrido además al arquetipo de la ciudad asediada, a la Numancia enrocada frente a la hostilidad enemiga, frente a los sablazos de Feijóo, Abascal, la prensa de paguita y albañal, los jueces montaraces, el sursuncorda. Se trata de un mito eficaz porque desata las simpatías con el resistente. El franquismo construyó un imaginario análogo sobre el asedio del Alcázar de Toledo, solo que ahora el alcázar es la Moncloa y los asediadores llevan el sello de la derecha posfranquista. El cine traslada este esquema al género del home invasion y ahora hay un público que empatiza con Sánchez igual que empatizaría con Kevin en Solo en casa.

La carta de Sánchez era en sí misma un relato que invitaba a la continuidad con dos escenas posibles: se queda o se va. Elige tu propia aventura. La opción de largarse tenía un precedente nefasto en António Costa, que abandonó el Gobierno portugués entre acusaciones de pichiglás y terminó abriendo las compuertas a un gobierno derechista. La otra opción, la de quedarse, daba lugar a diversas desembocaduras. La cuestión de confianza era una opción arriesgada que requería la adhesión de los independentistas catalanes, envueltos ahora en una decisiva campaña electoral. Con lo que costó reunir los escaños de la investidura.


Existía también la opción de quedarse sin más, quedarse porque sí, sin hacer nada, dejar estos cinco días de reflexión en una mera amonestación, un sustillo democrático, un paréntesis de desconcierto en medio de la avalancha informativa. Pero Sánchez dice que no, que ya nada volverá a ser como antes, que su regate no dibuja un punto y seguido sino un punto y aparte. Cambio de capítulo. El héroe que colgaba al borde del precipicio se salva y renace de sus cenizas tras una experiencia próxima a la muerte. Bravo por él. Pero, ahora, ¿cómo se materializa ese cambio? ¿Con qué clase de intervención legislativa?

Cinco días dan para mucha reflexión. Dan para recordar, pongamos por caso, a tantas y tantas personas vilipendiadas o represaliadas que han corrido peor suerte que el presidente y que tal vez confían en un reconocimiento o en un alivio a sus calvarios. Y dan también para sugerir una respuesta: revolver el aire estancado de los despachos judiciales, acotar la industria del bulo, fiscalizar las subvenciones a digitales de medio pelo, sanear las cloacas, castigar las querellas infundadas, poner negro sobre blanco una ley de medios que garantice el derecho constitucional a recibir una información veraz.

En más de una ocasión, la prensa política cita El gatopardo de Lampedusa para referirse a los cambios drásticos que no provocan ningún efecto. "Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie", dice un personaje del escritor siciliano. Ahora existe el temor de que Sánchez profese un gatopardismo inverso y pretenda que todo cambie sin haber cambiado nada. Y es que el papel lo soporta todo, el mejor y el peor de los relatos, los cliffhangers y los manuales de resistencia. Hace falta actuar para que nadie piense que este trance ha sido pura palabrería, un embuste, un engaño, una mentira, una novela en la peor de sus acepciones.

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