La ciudadanía respira aliviada porque, tras dos mil días de retraso, el Gobierno y el principal partido de la oposición hayan sido capaces de nombrar cada uno a diez personas y renovar así el Consejo General del Poder Judicial. Realmente es una buena noticia porque nuestro país deja de vulnerar la Constitución. Del mismo modo que sería una buena noticia que quien te está agrediendo deje de hacerlo. Más allá, sin embargo, el acuerdo transmite una inquietante sensación de tristeza: hay nombres nuevos, rigurosamente repartidos entre partidos, pero la necesaria reforma de la justicia que está exigiendo la sociedad española no se vislumbra por ningún lado; mucho menos entre las bambalinas del acuerdo.
La renovación del Consejo permite superar una anomalía constitucional, pero en sí misma, hasta que no sepamos cuáles son los planes para ese órgano, no es necesariamente buena para la justicia. Gobierno y Partido Popular se han repartido los puestos a partes iguales y tenemos veinte nuevos consejeros y consejeras. No obstante, ni ninguno de ellos nos ha contado cuáles son sus planes para los próximos años ni los partidos que los han propuesto parecen estar en grado de asignarles objetivos claros para la imprescindible reforma judicial.
Cuando se renueva un órgano, en especial si se hace con cinco años de retraso, no basta con que siga funcionando. Los nuevos miembros elegidos deberían entrar con la intención de superar una etapa y cambiar dinámicas perniciosas. En especial, la situación de la justicia española requiere unas reformas de calado, que tienen innegable contenido ideológico y que solo son viables tras debate social sobre los distintos modelos posibles. Sería un alivio saber que los consejeros han sido elegidos por sus posicionamientos en esta discusión pública sobre la justicia. Pero no parece ser el caso, ya que todos insisten, como si fuera una garantía de algo, en que son personas muy técnicas y poco políticas.
Por ahora, el único objetivo del Gobierno parece ser conseguir colocar a magistrados de su sensibilidad en el Tribunal Supremo, del mismo modo que lleva muchos años haciéndolo el Partido Popular. No es poca cosa. El Supremo necesita un poco de diversidad, tanto ideológica como en cuanto a la perspectiva con la que sus miembros interpretan las leyes. Si en los próximos meses vamos a asistir a la entrada en ese máximo órgano jurisdiccional de magistrados más abiertos de mente y menos entregados a la causa política de la derecha, eso ya será un progreso en términos de pluralismo. Pero ínfimo, pues ni parece que el PSOE esté por la tarea de nombrar a jueces realmente progresistas, ni es seguro que los nuevos consejeros dejen de lado sus intereses corporativos, ni -sobre todo- los problemas de la justicia se solucionan cambiando a fanáticos de la unidad nacional y la monarquía por soldados a las órdenes del Partido Socialista.
Tras el apretón de manos de Bolaños y González Pons, seguimos sin saber cuáles son las propuestas de los distintos partidos para reformar la justicia. El intercambio de cromos servirá para que la institución funcione, pero no es evidente hacia dónde irá, si es que va a ir a alguna parte. Resulta muy dudoso, sobre todo, si el nuevo Consejo va a ayudar a encarar los retos de nuestra administración de justicia.
El primer reto es el de la eficiencia. En eso coinciden progresistas y conservadores. España necesita duplicar su número de jueces. Sólo si en los próximos años se convocaran muchas más plazas en la judicatura podría afrontarse la cuestión de los retrasos y la saturación de los tribunales. Hay medidas complementarias de agilización, pero sin eso será imposible acercarse siquiera a proporcionar a la ciudadanía un servicio público de justicia de calidad.
Ese reto, sin embargo, no es el único. En los últimos años, la progresiva derechización del poder judicial y su descarada utilización política nos han llevado a una situación terrible de pérdida de confianza de la sociedad. Ante la desesperanza de quienes creemos en el Estado de derecho os jueces se han convertido en auténticos actores políticos. Frente a eso, hay soluciones claras pero no es evidente que este nuevo CGPJ pactado esté dispuesto a afrontarlas.
Por ejemplo ¿va el nuevo Consejo a aplicar por fin de manera estricta el régimen disciplinario de los jueces? Lo dudo. La semana pasada el Consejo rechazó sancionar al magistrado que desde sus redes sociales -en las que se presentaba como juez- insultó gravemente al presidente Pedro Sánchez y a diversos ministros. Argumentó que no se sabía quién escribía sus tuits (en los que entre otras cosas se publicaban numerosas fotos suyas personales) y que no opinaba como miembro de la judicatura, aunque en todos los mensajes insistiera en esa condición suya. Pocos meses antes el mismo Consejo impuso una sanción monetaria ridícula a un juez que había dictado sentencia en centenares de casos en los que intervenía como procuradora su mujer y en los que habría debido abstenerse. El Consejo, un órgano terriblemente corporativo, no utiliza su poder sancionador para asegurar la imparcialidad judicial. Los mismo sucede con muchas de sus funciones. Vista la insistencia en su carácter técnico y el perfil de los nuevos vocales, no está claro que eso vaya a cambiar.
Más allá, nada sabemos del modelo de justicia de la izquierda española, si es que existe. Por ahora nada apunta a que el Gobierno esté siquiera dispuesto a cambiar el sistema de acceso a la judicatura.
La clave de bóveda del problema de la imparcialidad judicial es que en España para convertirte en juez tienes que memorizar al dedillo centenares de temas y hacer una presentación teórica y oral de algunos de ellos. No hay examen práctico, no se exige experiencia previa en justicia, apenas hay formación específica y selectiva tras la oposición, no se controlan las aptitudes psicotécnicas de los candidatos... Solo ese examen memorístico y repetitivo para el que los candidatos necesitan la ayuda de un preparador, ya juez, que funciona como su padrino y que a menudo cobra en negro. Los partidos que han colocado ahora en el Consejo a los vocales de su elección no nos han contado si están dispuestos a cambiar este sistema. Los nuevos miembros del Consejo no llegan tras un debate sobre cómo cambiar esta serie de disfunciones y es del todo una incógnita si han pensado siquiera sobre ello.
En definitiva, tener por fin un órgano constitucional operativo y renovado es un avance, pero el descrédito, la ineficiencia y la pérdida de prestigio de la justicia española exigen algo más. Si alguien cree que el momento actual lo único que necesita la sociedad española es que acceda al Tribunal Supremo un puñado de jueces progresistas está muy equivocado.
Tristemente, el empeño en referirse al CGPJ como un órgano técnico y profesional augura cinco años de continuidad burocrática, sin abandonar los vicios adquiridos y sin afrontar el elefante de la habitación, que es la pérdida de confianza en la justicia. Ojalá no sea así, porque desde luego la ciudadanía espera mucho más que ver a un puñado de leales de uno y otro bando en un órgano constitucional.
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