Ahora que el laborismo británico vuelve a pisar moqueta y los barrios ingleses echan chispas, hemos regresado casi sin querer a las hemerotecas de 2016, el año en que Reino Unido sacó las urnas a la calle y una pírrica mayoría dijo adiós muy buenas a la Unión Europea. Casi todos los eventos históricos pueden resumirse en una fotografía —una niña gaseada con napalm, una estatua derribada, un tanque en una avenida— y el Brexit no iba a ser menos: en Bruselas, en el edificio del Consejo Europeo, dos operarios vestidos de punta en blanco retiran la Union Jack de la hilera de banderas. El fin de una época.
Aquel verano de 2016 en que los británicos dijeron bye bye, Estados Unidos andaba calentando los mentideros con alborotos electorales, la vieja historia de siempre, demócratas contra republicanos, Hillary Clinton contra Donald Trump. Los titulares de hoy nos devuelven a aquellos tiempos pero han subido las apuestas. Trump viene ya escarmentado de unas elecciones perdidas —"Stop the count!"— y un francotirador ha estado a punto de limpiarle el forro, de modo que se presenta a la batalla con vitola de héroe, de mártir, de superviviente frente a una Kamala Harris que esprinta hacia la photo finish para salvar los muebles ajados de Joe Biden.
El cine y la televisión, sedientos de historia y de historias, llegan cada vez más rápidos a las intrigas políticas. Las guionizan, las interpretan y nos las sirven en bandeja con un gusto suculento de receta nueva. Pero las cámaras y los focos siempre fueron más o menos urgentes y testimoniales. En 1940, El gran dictador de Charles Chaplin retrataba las mezquindades del nazismo antes de que se conocieran los números de los campos de exterminio. En Todos los hombres del presidente, Alan J. Pakula narró los recovecos periodísticos del caso Watergate cuando sus culpables aún estaban ingresando en prisión.
Ahora el asunto camina por otros derroteros. Los guionistas que de un modo u otro han regresado a 2016 para retratar la emergencia de Trump o los avatares del Brexit han tenido que acudir al bollo del meollo del cogollo, es decir, han tenido que cuestionar el papel terminante del capitalismo digital y las noticias falsas. Sobre las aguas tormentosas de internet ha prosperado un modelo empresarial basado en el poder del conocimiento y el conocimiento del poder. Hay oscuros algoritmos que convierten nuestros datos personales en índices predictivos. Ya no solo es posible pronosticar qué vamos a comprar o votar, sino que cada vez es más fácil interferir en esas decisiones.
En 2019, Benedict Cumberbatch protagonizaba un film de HBO titulado Brexit: una guerra incivil. Toby Haynes, que venía de dirigir las distopías de Black Mirror, desnuda aquí las ramificaciones políticas del big data. Hubo un tiempo en que el Brexit era apenas una fantasía nacionalista, la demanda un tanto extravagante de UKIP y Nigel Farage. El asesor Dominic Cummings, encarnado por Cumberbatch, se propone entonces conseguir que la derecha populista ocupe el centro del debate. Así, mientras los sectores europeístas apelan a los números y la razón, Cummings opera en el terreno de las pasiones y saca tajada de la viralidad y la publicidad personalizada.
También en 2019, pero en formato documental, Netflix presentaba El gran hackeo de Karim Amer y Jehane Noujaim. El campo de batalla es el Brexit pero también las elecciones estadounidenses, la victoria de Trump gracias al fertilizante de las fake news, Facebook y Cambridge Analytica. Por un lado, los titulares viscerales polarizan la opinión pública y generan adhesiones impermeables a los matices. Por otro lado, la ingeniería digital moviliza la voluntad de los votantes indecisos a través de la publicidad segmentada. Para alquilar esas herramientas de control de masas hace falta disponer de capital. Y los gigantes de Silicon Valley han puesto la democracia a subasta.
La controversia se extiende hasta nuestros días con algunos rostros inéditos. Pensemos en Elon Musk y en Twitter. La red del pajarito, sometida a la chapa y pintura del rebranding, sigue en pie gracias al negocio de los anuncios. "We run ads", respondía Mark Zuckerberg ante el Senado estadounidense. O dicho de otro modo, corporaciones como Meta o Google se forran el riñón con la pasta gansa de la publicidad y el tráfico de datos. Por eso, cuando los grandes anunciantes redujeron su presencia en X, la red social quedó zaherida y expuesta a ajustes de emergencia. Ahora Elon Musk anuncia que demandará a sus clientes por haber urdido un boicot con mañas ilegales.
Unos días después de que X alentara los pogromos raciales en Inglaterra, Musk acogía a Donald Trump en una entrevista trufada de bulos, monsergas xenófobas y negacionismo climático. El exdirectivo de Twitter, Bruce Daisley, ha sugerido en The Guardian que Musk debería afrontar una responsabilidad penal por los desórdenes públicos de las ciudades británicas. Ese fue precisamente el límite que traspasó Trump cuando perdió las elecciones de 2020 y promovió el asalto al Capitolio. Twitter suspendió su cuenta por "incitación a la violencia" y el presidente en funciones prometió impulsar una nueva plataforma donde su voz tuviera eco. La plataforma ya existe. Se llama X.
La semana pasada, desde las oficinas de X, la CEO Linda Yaccarino publicaba una carta abierta a los anunciantes de la red social. El tono es pasivo-agresivo. Hay elogios, reproches, agradecimientos y acusaciones de comportamientos ilegales que habrían costado millones de dólares a la compañía. Musk sintetizaba toda aquella palabrería con una declaración mucho más cruda: "Hemos intentado la paz durante dos años, ahora es la guerra". El texto de Yaccarino desliza una advertencia demoledora: "No hay sustituto para X". "No hay alternativa", decía el viejo lema thatcherista. Es un buen resumen del libre mercado: tenemos la libertad de elegir la jaula donde vamos a terminar encerrados.
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