Antonio Antón
Profesor honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
La desigualdad social y, específicamente, la desigualdad socioeconómica, está adquiriendo, de nuevo, una gran relevancia para la sociedad. Ha pasado al primer plano de las preocupaciones de la población y se refleja en el ámbito político. Ha sido reconocida como importante problema por personalidades mundiales como Obama y el Papa Francisco, así como por instituciones internacionales nada sospechosas de izquierdismo como el Banco Mundial y la OCDE. Podemos decir que se ha convertido en unos de los temas mediáticos más significativos en este año. La evidencia de esa realidad, la relevancia de la nueva cuestión social, se impone en las distintas esferas.
No obstante, existen desacuerdos sobre su dimensión, sus características y sus causas, cómo afecta a los distintos sectores sociales y cómo se está configurando la nueva estratificación social, los ganadores y los perdedores. Y, sobre todo y conectado con todo ello, qué posiciones normativas y dinámicas de cambio sociopolítico se están generando para deslegitimarla frente a los planes neoliberales para reforzarla o infravalorarla.
Existe un amplio rechazo ciudadano y masivas resistencias populares frente a la situación de desigualdad social, reforzada por la crisis socioeconómica y la política dominante de austeridad. Sus expresiones más directas son el paro masivo, la reducción del poder adquisitivo de los salarios medios y bajos y el recorte de los servicios públicos –sanidad, enseñanza...- y la protección social –pensiones y desempleo-. Afecta a la deslegitimación de los poderes públicos, por su gestión regresiva, pone el acento en la exigencia de responsabilidades de los causantes de la crisis socioeconómica y plantea un cambio de rumbo, más social y democrático. Es crucial el desarrollo de la pugna cultural por la legitimidad de la actuación de los distintos agentes respecto de la desigualdad.
Para profundizar en su análisis y la oposición a la misma, habrá que responder a varios interrogantes: a quién beneficia la distribución de rentas, recursos y poder; cuál es la nueva dinámica de segmentación social, y cómo se está configurando una cultura popular y una práctica social democratizadora y de resistencia frente a la involución institucional y socioeconómica. Pero con la realidad percibida, ya existe un mayor conflicto social entre, por una parte, los bloques de poder financieros y políticos, con la gestión antisocial e ineficaz de las principales instituciones económicas y políticas, y, por otra parte, las corrientes sociales indignadas, los movimientos de protesta social progresista y la izquierda social y política.
El debate político, social y académico sobre la desigualdad, sus consecuencias y sus causas, se conecta con el análisis e implementación de qué actitudes y reacciones se están produciendo en la ciudadanía, qué agentes sociales y políticos están interesados en su reducción y qué estrategias y medidas son las apropiadas para revertirla y construir un modelo económico y social más igualitario y un sistema político e institucional más democrático. El establishment económico e institucional continúa con una gestión antisocial y autoritaria, y aunque reconoce parcialmente la realidad de la desigualdad social y el malestar ciudadano, intenta eludir sus responsabilidades y desviar el camino, socialmente más adecuado, para revertirla.
Dada la gran legitimidad ciudadana de la reducción del paro y la creación de empleo decente, así como el gran apoyo popular a los derechos sociolaborales, la protección social y el Estado de bienestar, el Gobierno (y sectores afines) intenta anclar su política haciéndola pasar como medio necesario e inevitable para esos objetivos. Las medidas de destrucción de empleo, las reformas laborales o la reducción de la protección al desempleo dice que son mecanismos para ‘crear empleo’, intentando generar división entre la gente empleada y parada. Los recortes sociales en protección social –pensiones-, educación o sanidad y el proceso de deterioro de los servicios públicos los presenta como medios para la ‘sostenibilidad’ del Estado de bienestar.
Pero sus ideas de que el empleo (de mañana) se crea con el mayor desempleo de hoy, o que el Estado de bienestar se asegura desmantelándolo, no son aceptables para la mayoría ciudadana, a pesar de la gran ofensiva mediática. Esa disociación discursiva y ética de pretender justificar unas medidas regresivas como medios (negativos) para unos fines (positivos) de bienestar no termina de cuajar en la mayoría de la población, que manifiesta su desacuerdo con su carácter injusto y antisocial. Tampoco los portavoces progubernamentales son capaces de imponer la idea de que son sacrificios parciales y provisionales, en aras de un futuro mejor o para el interés general. Es más realista la idea, que sigue compartiendo la ciudadanía indignada, de que esas políticas regresivas son más coherentes con sus auténticos fines: por un lado, la reapropiación de riquezas y poder por las oligarquías económicas y políticas, y, por otro lado, la ampliación la desigualdad de la mayoría de la población, con una posición más precaria, subordinada e injusta.
Igualmente, las principales instituciones internacionales, como la OCDE, aun reconociendo elementos extremos de la desigualdad, pretenden neutralizar las opciones para su transformación, eludir las responsabilidades del mundo empresarial e institucional y situar su (pretendida) solución en los sobreesfuerzos individuales de la población: la ‘empleabilidad’, echando la responsabilidad del desempleo masivo en la inadaptación profesional de trabajadores y trabajadoras; o bien, a la opción de más ‘esfuerzo’ educativo de los jóvenes, cuando existe una generación muy cualificada académicamente sin poder encontrar empleo decente y se redobla la desigualdad de oportunidades ante los auténticos problemas educativos.
Siguiendo esas orientaciones, la Ley Wert (y previsiblemente la inmediata reforma universitaria) profundiza la dinámica segmentadora y elitista y debilita el carácter integrador de la escuela pública. En un campo tan sensible para el desarrollo de capacidades e igualdad de oportunidades del alumnado, se acentúan las tendencias regresivas: fracaso escolar y abandono educativo prematuro, segmentación de las redes escolares y prioridad a la privada-concertada, división temprana de itinerarios, desdén institucional hacia alumnos con dificultades educativas y origen socioeconómico bajo e inmigrante, mayor segregación por sexo, retroceso de la laicidad, infravaloración de una formación profesional de calidad.... Se favorece a las élites y los privilegios de la Iglesia Católica y se refuerza el control social y el autoritarismo en la escuela, como ya viene aplicando el Gobierno de la Comunidad Autónoma de Madrid (ejemplos extremos son la imposición del nuevo equipo directivo en el Instituto Beatriz Galindo o la presión contra el director y el profesorado del Instituto Matías Bravo, de Valdemoro).
Grandes instituciones y Gobiernos europeos, al mismo tiempo que insisten en la continuidad de la austeridad, con sus efectos desigualitarios y de empobrecimiento, particularmente en el Sur, intentan sortear los procesos de deslegitimación popular. Los minusvaloran mientras no sean intensos y profundos. El mayor riesgo para los poderosos es la aparición de dinámicas de resistencia popular y democrática que cuestionen la estabilidad de su hegemonía política e institucional. Es cuando el poder establecido redobla su ofensiva política, autoritaria y mediática, frente a la reafirmación de la legitimidad ciudadana y la capacidad movilizadora y representativa de los movimientos sociales progresistas o agentes sociopolíticos que, al amparo de una amplia cultura cívica, cuestionan sus estrategias y su gestión liberal-conservadora. Se establece una pugna cultural y sociopolítica, soterrada o abierta, con gran desigualdad de poder y de futuro incierto, entre la ciudadanía activa, con fuerte apoyo popular, y la oligarquía de los poderosos, mientras permanecen confusos, pasivos o temerosos, sectores significativos de la sociedad.
El proceso de deslegitimación de la desigualdad social, en España y a nivel europeo y mundial, ya ha comenzado. Falta consolidarlo y fortalecer la dinámica por la igualdad.
Comentarios
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