Salvo muy honrosas excepciones, la devoción de los Borbones hacia la tauromaquia se remonta muchos años atrás en el tiempo, y tiene su propia historia. A lo largo de este artículo la vamos a intentar contar desde el rigor y los datos. Pero, empecemos este relato por el final. Es sobradamente conocida la fervorosa afición taurina del rey emérito, ahora transformado en emérito residente en Abu Dabi. Seguramente esta, la tauromáquica, sea de las pocas aficiones de este señor de las que se puede hablar en público sin que te metan en la cárcel. Y es que Juan Carlos I era un habitual de los palcos de las plazas de toros, generalmente escoltado por un ministro y un cura, evidenciando que la tauromaquia tiene muy poco de progresista y muy mucho, o mejor dicho, todo, de rancia, tradicionalista, casposa y reaccionaria. Si el emérito vuelve algún día a España, no les extrañe que lo primero que haga sea gozar de una corrida... de toros. Su hijo Felipe también ha sido visto en los palcos taurinos, entre olor a puro y a sangre, a miseria, a vino y a sotana, y ha frecuentado la compañía de toreros. Sucede lo mismo con otros miembros de la familia borbónica. Pero, como digo, este es el final. Remontémonos unos doscientos años atrás en el tiempo para iniciar, ahora sí, nuestra historia.
Todo se inicia con Fernando VII, a comienzos del siglo XIX. El nacimiento de esta centuria viene marcado en nuestro país por dos grandes acontecimientos, uno malo y otro menos malo. La Guerra de la Independencia contra los franceses, que ojalá, y visto lo visto, hubiéramos perdido, sería el menos malo. Y el reinado del Borbón Fernando VII, por su parte, sería el malo. Malo, malo, pero que muy malo. No en vano, este monarca protagonizó una de las épocas más negras en la historia de nuestro país. Paradójicamente, el mismo pueblo que había logrado expulsar al imperial ejército napoleónico, acogió con gran entusiasmo a Fernando VII. Una muestra evidente de que el pueblo, a veces, también se equivoca, incluso el español, que ya es decir.
De hecho, cuentan que los españoles de a pie, y también los de a caballo, recibieron al hijo de Carlos IV con el ya conocido grito de "¡qué vivan las cadenas!". Y Fernando VII se lo debió tomar al pie de la letra porque les dio el gusto, y vaya si les dio cadenas, y cadenazos. Así, durante años, los españoles tuvieron la oportunidad de "disfrutar" con las férreas cadenas impuestas por su deseado monarca. De hecho, "El Deseado", como se llamó a Fernando VII, protagonizó una entrada gloriosa en España. Tras la expulsión de los invasores franceses, en un clima de gran exaltación nacionalista popular, Fernando VII estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado. Apoyado por los sectores más inmovilistas y conservadores del país, lo primero que hizo el infame monarca fue cargarse la Constitución progresista de Cádiz de 1812, disolver las Cortes y dedicarse en cuerpo y alma a perseguir, encarcelar y eliminar a los progresistas. ¿No querían ustedes cadenas?, pues dicho y hecho. Si no tenían nada más que haberlo pedido, hombre.
Así, Fernando VII —que también tuvo el sobrenombre de "El Felón" por traicionar tanto a su padre, Carlos IV, como al propio pueblo español— retrotrajo nuestro país muchos años atrás en el tiempo, y no tardó en convertirse en un símbolo de la España de siempre, la España Negra, la de misa por la mañana y corrida de toros por la tarde, una España de mucha taberna y pocos derechos, de mucha superstición y poca ciencia, de fanatismo religioso y total ausencia de libertades. En fin, una España de pandereta, de navajazos, de bullangas, ajena a cualquier atisbo de modernización.
Y el pueblo español de la época, por lo general muy dado al cachondeo, al vino, a la vagancia, analfabeto como pocos y ciertamente bárbaro, no tardó en rendirse ante el monarca, que tampoco andaba muy sobrado de luces. El enamoramiento pueblo/rey resultó instantáneo. La caravana real que, a su regreso a España, transportaba a Fernando VII a Madrid atravesó medio país y, al cruzar algunos pueblos, se cuenta que los habitantes, eufóricos, desenganchaban a los animales que tiraban del carromato regio y se ponían ellos mismos a tirar del carro. Vivir para ver. Y es que no hay nada mejor que un buen español para tirar del carro, ni para ser más monárquico que el propio rey. Lástima no se equivocaran y despeñaran —lo digo en un sentido figurado, claro está— el carruaje desde lo alto de un monte, como por cierto los españoles hacían con los toros a los que, por diversión, arrojaban por una pendiente —a estos los tiraban de verdad, nada de en sentido figurado— y, al caer los maltrechos toros en el fondo del barranco, los más bestias del pueblo les esperaban abajo para rematarlos a cuchillazos, a pedradas y a lo que fuera. En fin, una práctica toda ella muy artística, culta y refinada. No desearíamos lo mismo ni para Fernando VII ni para nadie pero, entre ustedes y yo, ojalá esa caravana real, despeñada o no, no hubiera llegado nunca a Madrid. Pero no, como es bien sabido, el majestuoso carro acabó arribando a Madrid, eso sí, tirado por los españoles, que a idiotas no nos gana nadie. Y el resto ya es historia.
Una vez aposentado en Madrid, el rey debió pensar, y con razón, que a los españoles les iba mucho la marcha. Tal vez por eso no tardó ni un ápice, como digo, en cargarse la Constitución de 1812, en perseguir y ejecutar a los progresistas, en restaurar la Santa Inquisición y en hacer de la tauromaquia la fiesta nacional, convirtiendo a España en su propio cortijo. Este es el legado de Fernando VII. Para que se hagan una idea, parte de su reinado, entre 1823 y 1833, es conocido como la "Década Ominosa". Ahí es nada, ominosa. Y no fue para menos.
De hecho, con Fernando VII nuestro país dejó atrás las pocas ideas progresistas o ilustradas —"afrancesadas"— que habían penetrado en España y, para llenar el vacío dejado por el frustrado esfuerzo europeizante de nuestros ilustrados, desde la monarquía, con gran empeño, se trabajó intensamente para convertir en señas de identidad nacional elementos como la religión y las corridas de toros, que definían, de paso, los deseos inmovilistas y antirreformistas de la Corona. En el caso de las corridas de toros es así hasta el punto de que la tauromaquia no se estabiliza en nuestro país hasta el reinado del abyecto Fernando VII, que suma este dudoso mérito a su larga lista de despropósitos.
Nada de esto se puede entender sin tener presente el profundo fanatismo nacionalista que surge entre los españoles a raíz de la invasión francesa (1807), que se asienta ya como un sentimiento patriótico algo más elaborado con la posterior Guerra de la Independencia (1808-1814), y que termina de cuajar definitivamente con la victoria frente al invasor y con la expulsión del ejército de Napoleón. Y, al respecto de las corridas de toros, este fenómeno nacionalista popular no tardó en convertir a esta sangrienta diversión en uno de sus grandes estandartes. Y ahí es donde entra en escena nuestro Fernando VII, que supo ver por dónde soplaba el viento, dedicándose a fomentar los espectáculos taurinos, aprovechando ese impulso nacionalista/populista/tauromáquico e intensificándolo para asentar sobre él su monarquía absolutista, manteniendo las prerrogativas de los grupos privilegiados a costa de un pueblo avasallado y analfabeto pero, eso sí, muy despreocupado porque, al fin y al cabo, gozaba de sus sangrientas corridas de toros.
Y es que Fernando VII ya vio que, para distraer la atención del pueblo frente a las arbitrarias y abusivas decisiones de la Corona, no había nada mejor que este espectáculo de barbarie. Pan y Toros, lo llamaban, como el Pan y Circo romano. Esto es así hasta el punto de que, con Fernando VII, se produjo la "institucionalización" de las corridas de toros en nuestro país. Dicho de otro modo: este rey convirtió la tauromaquia en una cuestión de Estado. Con el fomento de las corridas, el monarca Borbón embaucaba al pueblo español, y le controlaba alejándole de cualquier inquietud cultural, pensativa o crítica. El ilustrado sevillano José María Blanco White, un gran antitaurino, lo expresa mejor que nadie de la siguiente manera: "Mientras menos leyesen los españoles, tanto mejor para el Clero, y el Gobierno". Y a eso se dedicó Fernando VII, a mantener a los españoles alejados de la educación y la lectura y, en general, de cualquier interés que pudiera perjudicar sus privilegios reales y los de los otros poderes del Estado.
Por tanto, queda patente que este rey llevó a cabo políticas que dejaron a España fuera de juego, tanto de puertas hacia a dentro como hacia el exterior. Así, imponiendo el radicalismo religioso y una férrea censura de prensa, fomentando los toros al mismo tiempo que cerraba las universidades, el resto de Europa no tardó en darnos la espalda, desconfiando, y con razón, de un país que se había quedado atrás en la carrera por la modernidad, la ciencia y la educación. Nadie lo explica mejor que el historiador Modesto Lafuente. En su Historia general de España, comparando el reinado de Fernando VII y el de su antecesor y padre, Carlos IV, Lafuente escribe: "Cuando más adelante, instalado ya Fernando en el trono de Castilla, le veamos cerrar las universidades y crear y dotar cátedras de tauromaquia, tendremos ocasión de cotejar el espíritu de los dos reinados, el de Carlos IV que ampliaba y fomentaba los establecimientos literarios y científicos, y prohibía las corridas de toros, y el de Fernando VII que mandaba cerrar las aulas literarias y hacía catedráticos a los toreros". Es muy fuerte, pero es real. Menos libros, más toros. Cierro las universidades y abro una escuela de tauromaquia. Esa fue la despreciable herencia de Fernando VII.
Ante este panorama, ante este país de pandereta, no nos debe extrañar que todo el mundo civilizado nos diera la espalda. Así, en el Congreso de Viena (1814-1815), en el que las principales potencias europeas se dieron cita para reinventar Europa tras la derrota de Napoleón, España fue una convidada de piedra: tras este Congreso, nuestro país quedó definitivamente fuera de juego en el panorama internacional.
Mientras España gozó durante siglos de un indudable poderío militar —no exento de desmanes, violaciones de derechos, abusos y tropelías—, nuestro país se sentaba a comer en la mesa de los grandes, y a veces hasta comía allí él solo. Pero, con la paulatina desaparición del Antiguo Régimen, en un mundo cambiante en el que la espada y la cruz fueron sustituidas por la diplomacia, la ciencia, la industrialización y la investigación, España queda arrinconada en el concierto internacional, incapaz de subirse al tren de los herederos de la Ilustración. España se quedó inmóvil o, mejor dicho, fue inmovilizada y deliberadamente aislada por aquellos que prefirieron defender sus intereses y privilegios en vez de exponerse a perderlos en pos de un país más moderno y reformado, educado y culto. Y lo que sucedió en aquel entonces explica muchas cosas de la actualidad.
Pero, volviendo a las políticas de Fernando VII, culpable último de este desaguisado, conviene señalar que en Europa, y en cualquier parte mínimamente decente, sus manejos fueron vistos como un elemento de poca seriedad, como algo propio de un país de broma, de un país más dado al cachondeo, a la fiesta y a los toros, que al estudio, a la investigación y al trabajo. Y esto lo han denunciado sistemáticamente algunos de nuestros más grandes patriotas. Y no hubo más grandes patriotas que los calificados como "afrancesados". Claro, ahora se sabe que aquellos "afrancesados", aquellos hombres tan denostados en su momento, solo pretendían que España no se quedará atrás frente al resto de Europa, y por eso propugnaban una modernidad de corte europeo e ilustrado, un nuevo orden independiente del tradicional influjo de la religión, la superstición y las costumbres más bárbaras que imperaban en la Europa pre ilustrada. En otras palabras, los mal llamados "afrancesados" eran ilustrados, y sabían que dar la espalda a las ideas de la Ilustración suponía un error que nuestro país iba a estar pagando durante mucho tiempo. Y así fue. Y así es.
Al fin y al cabo, como digo, estos "afrancesados" pretendían abrazar el conocimiento en vez de la superstición, y refinar algunas salvajes costumbres populares, como esa manía tan castiza de masacrar a pobres e inocentes toros por mera diversión y, por cierto, también a los caballos, que durante siglos eran echados al ruedo sin ninguna protección, y morían a miles. Si bien el picador sí llevaba protecciones, corazas y demás, el caballo era obligado a salir a pelo al redondel de modo que, al primer embiste del toro en el "arte de picar", el alazán quedaba reventado por los pitones, con las tripas despanzurradas por la arena. La obligatoriedad de que el caballo fuera sacado al ruedo protegido con un peto no se promulgó hasta 1928, y la mayoría de los aficionados taurinos del momento se negaron a esta "modernización" porque, decían, sin mondongo no hay ni fiesta ni diversión. El mondongo es cultura, decían. Por tanto, hasta bien entrado el siglo XX, la contemplación del mondongo fue uno de los momentos cumbres de este espectáculo tan artístico y cultural. El público, como denuncian desde Pío Baroja a Wenceslao Fernández Flórez, de Blasco Ibáñez a Jovellanos, de Emilia Pardo Bazán a Fernán Caballero, se partía de la risa al ver cómo se esparcían los intestinos del caballo por el ruedo —el mondongo, lo llamaban— mientras un monosabio pegaba garrotazos al animal para obligarle a ponerse nuevamente de pie y así poder recibir otra embestida. Los aficionados, riendo, comiendo y bebiendo, lo celebraban desde los tendidos con gran entusiasmo y, cuando un caballo moría, pedían al unísono, y a gritos, ¡más caballos, más caballos!, y más mondongo.
Y bajo el reinado de Fernando VII todo esto se suscitó desde la Corona. Se podía haber optado por promover la instrucción y la educación públicas, o por fomentar la lectura y el conocimiento, como propugnaban los ilustrados. Pero no, el rey felón lo tenía claro. Menos libros y más mondongo. Y claro, los españoles, que de tontos no tienen un pelo, puestos a elegir entre los aburridos y cultos "afrancesados" y Fernando VII, es decir, entre el estudio o la fiesta, entre el libro o el vino, entre el teatro clásico o la sangre del toro, pues optaron, como haría cualquier hijo de vecino con dos dedos de frente, por lo que más felices les hacía: vino, fiesta y toros, y para qué queremos más. La cosa tendría su gracia si no fuera porque detrás de todo estaban los poderes más inmovilistas, privilegiados y tradicionalistas —la Iglesia o la nobleza—, que se opusieron con uñas y dientes a las ideas ilustradas, y no porque fueran malas para el pueblo español, sino porque eran malas para ellos mismos: sabían que esas ideas suponían una seria amenaza hacia su propio poder y sus prerrogativas, y por eso las combatieron. Y esta, nuevamente, es la historia de España. Los poderosos y sus tejemanejes para perpetuar su poder, incluso a costa del beneficio general y de la felicidad cultural y educativa de la nación. Incluso a costa de los pobre toros, y del mondongo.
Estos tejemanejes pasaban por el interés de los poderosos en mantener al pueblo español contento y entretenido, porque un pueblo ocioso y aburrido, como es sabido, resulta muy peligroso. Ya sabemos que el aburrimiento rompe cosas, y también que derroca gobiernos. Esto lo explica muy claramente Simón de Viegas, un jurisconsulto del siglo XVIII a quien se le encomienda, junto a otros dos fiscales, un informe acerca de la pertinencia, o no, de la prohibición de las corridas de toros que planteaba el gobierno de Carlos IV —prohibición que finalmente se llevó a cabo en 1805—. Pues bien, Viegas defiende que no es buena idea prohibir las corridas de toros. Entre otras razones, este hombre asegura que, en tiempos de calamidad, al pueblo no se le deben prohibir sus regocijos, porque un pueblo descontento, aburrido y ocioso, culpará al gobierno de su situación, y entonces el gobierno puede ponerse a temblar. Dicho de otro modo, el pueblo debe estar adormecido con la tauromaquia —estupidizado diría muchos años después Miguel de Unamuno—, de lo contrario se volverá vigilante y receloso ante la acción de gobierno, pensará en los elevados impuestos que paga, en los derechos y libertades de los que carece, en las tropelías, corruptelas y caciquismos varios de los que es objeto, y eso supondría el fin de la civilización española, establecida durante siglos precisamente sobre esos pilares: abusos de poder y un pueblo sometido y analfabeto pero feliz con sus corridas de toros, su vinito, su guitarrita y su modo de vida desenfadado, irresponsable y flamenquista, como denunciaría ya a comienzos en el siglo XX el periodista y escritor Eugenio Noel, un gran antitaurino que, en sus campañas contra la tauromaquia, tuvo el apoyo explícito de Azorín o de Miguel de Unamuno, ambos, por cierto, también grandes antitaurinos.
En fin, esto es lo que durante siglos ha interesado a los gobernantes españoles. Un pueblo inculto y bárbaro, poco reflexivo y, a ser posible, analfabeto funcional, con nula capacidad crítica y, eso sí, con grandes dotes para la juerga, el bullicio y el jolgorio. Porque, al fin y al cabo, en España tiene que haber brutos y estúpidos que luego vayan a morir en las guerras mandados por señores que fuman puros sentados en las plantas nobles de los bancos o de los ministerios. El honor del país ante todo, hasta ahí podíamos llegar, aunque sea a costa de la vida de nuestros compatriotas. Y de aquellos polvos, estos lodos o, mejor dicho, de aquellos polvos, este lodazal nuestro de cada día.
Volviendo a Eugenio Noel, el escritor expone muy claramente esta cuestión. En 1909, enviado a la Guerra de África como corresponsal de la publicación España Nueva, Noel se atrevió a mandar una crónica en la que denunciaba el fastuoso estilo de vida de determinados personajes de la aristocracia española, que parecía que habían ido a la guerra como si aquello fuera una jira campestre de domingo, con mantelitos de cuadros y vajilla de porcelana, mientras que los soldados españoles malvivían y caían a decenas en el frente, como por cierto pasó en Cuba, en Filipinas y en otras tantas guerras españolas. A Noel este artículo le valió ser encarcelado, acusado de un delito de opinión. En vez de cambiar las cosas, se mata al mensajero. Y esta también es la historia de España.
En muchos aspectos, España es y ha sido un gran país, a pesar de sus gobernantes, la mayoría de ellos unos ineptos, corruptos y más dedicados a defender los privilegios de unos pocos en vez de procurar la felicidad cultural y educativa del pueblo español. Y, si eso pasa por seguir el ejemplo de Fernando VII fomentando las corridas de toros en detrimento de la educación, pues que así sea.
Esta es la triste historia de España. Por ejemplo, el escritor, periodista y político republicano Antonio Luis Carrión (Vélez, Málaga, 1839–Madrid, 1893) lo explica, en su Revista de Andalucía, de la siguiente manera. Carrión cuenta que, en 1876, se gastaron una millonada en construir una nueva plaza de toros en Granada, y el malagueño, con gran juicio, se lamenta de este ingente gasto de dinero en una ciudad que, como dice, no cuenta ni con una casa-escuela, ni con distribución de aguas, "ni con ninguna de esas cosas tan necesarias para la cultura y el bienestar de los pueblos". Pues eso, ¿se imaginan que en vez de destinar dinero a construir plazas de toros, nuestros queridos antepasados lo hubieran invertido en educación, bibliotecas y libros? Esta es la herencia de nuestro deseado Fernando VII.
El profesor y catedrático Ricardo Macías Picavea (1847-1899), principal representante del Regeneracionismo español, también aborda esta cuestión en su obra El problema nacional, en donde denuncia que las administraciones públicas de nuestro país han abandonado la instrucción científica: no se destina dinero alguno a la educación, dice, pero, en cambio, y entre otras cosas, sí se da dinero para organizar y celebrar corridas de toros: "En España, en efecto, nada hacemos en este sentido; ni un real gastamos en el cultivo de las ciencias. ¡Tontería! Es mejor gastarlo en otros cultos; en la fiesta nacional de las corridas de toros...".
Pues eso se lo debemos, entre otros, a Fernando VII, que convirtió las corridas de toros, por su propio interés, en la "fiesta" nacional. Gracias Fernando VII, por hacer del nuestro un país de risa. La herencia de sus políticas, y de aquellos que las continuaron, nos ha dejado una nación con un índice de abandono escolar alarmante, en el que nuestras mentes más preclaras deben emigrar a otros países para poder ganarse la vida, en el que apenas hay innovación ni ciencia ni investigación, en el que sigue habiendo espantosos niveles de analfabetismo, en el que la mayor parte de nuestra economía se fundamenta en el sol, la sangría, la playa, y en el que nuestra cultura se sigue identificando con el exotismo de las abominables corridas de toros. De aquellos polvos, estos lodos. De aquel Borbón, estos Borbones.
Pero, claro está, los países, los pueblos, al igual que sucede con los individuos, son dueños de su propio destino. Los polvos del pasado pueden convertirse en lodos, sí, pero también pueden limpiarse, sortearse o ningunearse, y acabar convirtiéndose en oro. Pero para ello necesitamos representantes públicos valientes y responsables que, de una vez por todas, terminen la empresa europeizante, regeneradora, ilustrada y educativa que muchos de nuestros antepasados, de Larra a Joaquín Costa, de Jovellanos al Padre Feijoo o de Unamuno a Baroja, iniciaron con escaso o nulo éxito. Estamos a tiempo. En vez de polvos, plantemos semillas, sembremos las bases de una España que deje atrás abominables costumbres como la tauromaquia y a nefastos personajes como Fernando VII, y que mire al futuro con la esperanza de ser lo que nos merecemos ser: un gran pueblo que tiene mucho que aportar en numerosos campos. Ya va siendo hora de salir del lodazal en el que algunos llevan siglos metiéndonos. Depende de nosotros. Se lo debemos a la historia pero, sobre todo, se lo debemos a la posteridad. Y, en términos de posteridad, los Borbones, y sus sangrientas aficiones, deben tener la misma importancia que un cero a la izquierda.
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