Los tiempos prometen confusión creciente. Todos los limitadores de velocidad que rompemos traen nuevos desafíos que, mientras se ajustan, pueden estar plagados de monstruos. Como en los años 30 que tanto inquietaron a Gramsci. Cada libertad ganada viene con un potencial descuento: la conversión en mercancía de lo logrado. Tengo derecho significa: puedo comprarlo. Como todas las libertades vienen determinadas tecnológicamente, las consecuencias parecen más lejanas porque no identificamos a quien toma las decisiones.
Es un avance que se hayan quitado los tapones al sexo, colocados en España por una moral política y religiosa enemigas de la alegría y el disfrute. Pero si donde ayer había represión hoy hay mercado, no habremos avanzado gran cosa. Quien tiene que vender obligatoriamente algo, lo que sea, no es libre. Si además todo se convierte en una mercancía y desaparecemos como personas, está servido que descerebrados crean que si es una mera cuestión de dinero, ellos también quieren acceder al infinito. Vivimos tiempos de una celebración desmesurada del yo. Eso tiene cosas buenas y cosas malas.
Es buena la celebración del yo que hace que las mujeres jóvenes no estén dispuestas a reeditar un modelo de familia donde ellas cargan sobre sus espaldas la reproducción, los cuidados y la preeminencia en todos los ámbitos del hombre sobre la mujer. Es mala la celebración del yo cuando hay individuos que creen que tienen derecho a convertir en acto todas las fantasías sexuales que la industria pone delante de sus ojos. Aunque para ello tenga que mercantilizar o forzar a las mujeres (estremece pensar que hay un movimiento, INCEL, de los que se llaman "célibes involuntarios", que reclaman, incluso con violencia, su derecho a tener sexo con mujeres, más allá de la voluntad de ellas, como si estuvieran reclamando alimentación, agua potable o sanidad). La industria del porno y los reclamos sexuales de los anuncios mercantilizan la libertad sexual ganada y crean nuevas formas de esclavitud. La inquietante serie Westworld ofrece una solución terrible: lo que no puedes hacer a las mujeres reales, hazlo con robots que son idénticos a las humanas. No se ensancha el espacio de lo moral, sino que se buscan otros espacios que den rienda al gorila interior.
El desarrollo tecnológico va más rapido que la extensión de la moral que ayude a entender el nuevo mundo. Es ese espacio en donde partidos como Ciudadanos (o Macron en Francia o Cinco Estrellas en Italia o Macri en Argentina) sustituyen a la derecha tradicional, de base cristiana, y convierten la sociedad en una despiadada lucha de todos contra todos en el mercado. Los pensadores de esta nueva derecha, sea desde la confrontación con el feminismo, con el socialismo, contra la inmigración, contra la democracia, se hace desde esa máxima: me lo merezco, puedo pagarlo, quienes estén fuera son perdedores.
Por eso Podemos tiene que confrontar esos espacios. Porque Ciudadanos no nació porque el PP hubiera dejado de ser de derechas, sino porque dejaba de sacar votos, mientras que Podemos nació para criticar que el PSOE hubiera dejado de ser de izquierdas. De no confrontar ese espacio consensuado entre el PSOE y Ciudadanos (que a su vez nunca discute de ideología con el PP porque comparten los mismos dueños) Podemos terminaría cayendo en ese sentido común hegemónico. ¿Quién ensancharía el espacio de un sentido común crítico si Podemos tiende la mano a Ciudadanos? De cometer ese error, Podemos terminaría con la misma herida mortal que tiene el PSOE: creerse que no hay alternativa.
Volvemos a una suerte de momento de cambio donde, si ganan las minorías, algunos serán, como recordó en su día el sociólogo Luis Enrique Alonso, consumidores del siglo XXI y la mayoría ciudadanos súbditos del siglo XIX.
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