Para M., que se le está poniendo el mundo un poco cuesta arriba
En 1856, Ema Bovary, enamorada del amor, midió mal la fuerza del patriarcado, envenenada de literatura y aburrimiento. Su diagnóstico defectuoso, al que contribuyó en buena manera su deseo, chocaba con el orden social y la egoísta tranquilidad masculina, expresada, entre otros, en el tedioso Charles Bovary. La cobardía de todos los que participaron de esa tragedia pueblerina impedía finalmente otro resultado que no fuera el suicidio. Obviamente, no podía ser sino Madame Bovary quien buscó la puerta de salida.
Moraleja: si te vas a enfrentar a un poder de verdad, ármate antes de autoestima que de argumentos.
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Las jóvenes ecologistas que han lanzado una sopa Campbell -probablemente de tomate por el contraste marrón encima de la acuarela amarilla- sobre Los girasoles de Van Gogh, aunque no hayan dañado el cuadro, lejos de alertar sobre el problema del consumo suicida de combustibles fósiles en el mundo, sólo han conseguido que se hable de ellas y no del calentamiento global. Mal pensado. Tu reivindicación no puede quedar oculta por tus actos.
La relación entre Van Gogh, Los girasoles y las emisiones de CO2 no son evidentes para casi nadie. No se ha hablado de Exxon, Shell, Petrochina, Chevron o British Petroleum, sino del ataque innecesario al cuadro. No es sencillo justificar que para señalar la maldad de las empresas petroleras haya que mancillar algo cuya belleza convoca a la armonía y la esperanza.
A las obras de arte las golpean perturbados con un cuchillo y ricachones con talonarios cuando las convierten en mercancías especulativas equiparables al caché de los futbolistas. No es extraño que quienes se han hecho eco de las razones de la protesta hayan concluido que es un error, como no podía ser de otra manera, que hacer una acción que tiene como objetivo que la gente se enfade por la irracionalidad de la faena, en vez de ayudar a la causa reivindicada lo que logra es dar alas a sus enemigos, enfríar a los tibios y dejar estupefactos a los convencidos.
Moraleja: antes de hacer algo que puede ser entendido como una memez, haz una consulta fuera de tu entorno más íntimo.
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Pedro Sánchez, creyendo que se había levantado esa mañana estratega mundial, entregó el Sáhara a Marruecos -previa petición norteamericana-, pese a que la legalidad internacional, Naciones Unidas, la tradición española, el derecho de los pueblos y el sentido común geopolítico indicaban que había que hacer lo contrario. El PSOE pensó que con ese regalo al sátrapa Mohamed VI iba a solventar el problema de la migración ilegal, cerraba definitivamente el reconocimiento marroquí de Ceuta y Melilla y España se iba a convertir en un eje esencial del suministro de gas desde Argelia a Europa. Traicionar al pueblo saharaui le pareció al presidente Pedro Sánchez y a su ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, un precio razonable, argumentando que el conflicto con el Sáhara lleva decenios estancado y que las reivindicaciones saharauis no son sino las reivindicaciones de un pueblo sin dinero, sin armas y sin grandes apoyos más allá de la compasión que levantan los ojos de desierto de sus niños sin casa y sin patria.
La realidad es que Argelia se enfadó con España por el maltrato al pueblo saharaui, quebrando con ruido de elefante en cacharrería el sueño del hub gasístico que iba a hacer de España un espacio esencial en la reconfiguración de la Unión Europea; como no podía ser de otra manera, Macron sigue poniendo todas las dificultades posibles para que España no sea relevante en temas energéticos; muchos Gobiernos del mundo han empezado a ver a España como un socio poco fiable porque toma decisiones contrarias al derecho y al buen sentido. Es decir, porque han hecho lo que no puede hacer la diplomacia, que es quebrar la continuidad de su política exterior, como ya había pasado con el reconocimiento de Juan Guaidó, un tipo que se autoproclamó presidente encargado de Venezuela en una plaza, en un acto formalmente bastante más desguarnecido que la anexión colonial de zonas de Ucrania realizadas por Putin, donde, por eso de las formas, hicieron un paripé de referéndum.
Para cerrar el desatino, Mohamed VI acaba de volver a reivindicar Ceuta y Melilla, al tiempo que ha insultado a la jurisdicción española sobre las plazas –Marruecos "no tiene fronteras terrestres con España" y Melilla "es un presidio ocupado"-. Todo a la espera de que, envalentonado, el dictadorzuelo, ya famoso por sus correrías en París y su ausencia de su país, vuelva a decir a sus gendarmes mafiosos que dejen pasar a todos los marroquíes que quieran entrar en Europa, igual que antes les invitó a asesinar a medio centenar de subsaharianos cuando, por delegación española, tocaba impedirles saltar la valla.
Moraleja: las cesiones a los que carecen de límites solo debilitan tu posición; no quiebres tu política exterior pretendiendo convencer a alguien que no permite la democracia en su país porque terminará contaminando la democracia en el tuyo.
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Putin, como ya había hecho en su día Sadam Hussein con Kuwait, pisó el palito que alguien le puso. Pensó entonces que acabar con los ucranianos era como acabar con los secesionistas chechenos. Un mal día decidió invadir Ucrania, no solo la parte rusófona del este, sino que quiso llegar hasta Kiev como una forma de decirle a su vecino y al mundo que son una potencia militar a la que no se le puede desafiar.
Putin contaba con la legitimidad de los errores de Ucrania y de la OTAN. Una, porque en 2014 se dejó seducir por los cantos de sirena del Maidán y derribó al presidente prorruso Víktor Yanukóvich jaleado por la Unión Europea. Desde 2014, Ucrania está bombardeando civiles en el Donbás, mientras la hipócrita Europa no decía nada. El otro gran error viene de la OTAN, la que bombardeó Yugoslavia tras la caída de la URSS en 1991, y que, pese a las huecas promesas a Gorbachov, ha ido extendiéndose al este con el fin de acorralar a Rusia, romper la continuidad geográfica de Europa y preparar un probable conflicto norteamericano con China.
Ni Putin -ni casi nadie- contaba con que Ucrania, ayudada por la UE y por los EEUU, iba a aguantar la invasión, especialmente gracias al suministro inagotable de armas por parte de los que jalearon en 2014 el Maidan. Tras algunos tímidos intentos, nadie ha movido un dedo para buscar una solución diplomática y entre los dos países rige una escalada donde a una barbaridad de uno le sigue una barbaridad del otro. Que, por lo común, la pagan civiles.
Da igual que la invasión sea un acto criminal y contrario a la legalidad internacional por parte de Putin y da igual que el Gobierno de Ucrania haya cometido brutalidades desde antes de la invasión. Da igual también que la OTAN quiera hacer con Rusia lo que no permitió en Cuba en 1962. Lo relevante es que hay una escalada bélica donde en los dos bandos hay armas nucleares. En los dos. Uno porque las tiene y otro porque la OTAN responderá llegado el caso. Y solo se oyen tambores de guerra y necios preocupados por ver si tus opiniones ameritan que estés con todos los honores en alguno de los dos bandos.
Moraleja: la guerra solo beneficia a los que venden armas, a los que tienen problemas internos y a los que desprecian la democracia, de manera que todos los que defienden la guerra en nombre de la democracia mienten y todos los que defienden la democracia tienen que hacer todo lo que esté en su mano antes de autorizar ninguna guerra.
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Funes tenía una capacidad tan prodigiosa de recordar todo lo que pasaba que los que le conocían le llamaban, sin un gran esfuerzo poético, Funes el Memorioso. Esa obsesión instantánea de recordar lo que veía empezaba a ocuparle el cerebro con la repetición exacta en su cabeza de todo lo que captaban sus sentidos, de manera que su inteligencia empezó a habitar infinitos mundos donde se renovaban sucesos, matices, movimientos, parones, ángulos y dimensiones. Ese cerebro memorialístico estaba condenado al fragmento total, rememorando el detalle infinitesimal de una hoja que crecía, el atardecer de un sol exhausto en el reflejo exacto de un tejado, una ropa tendida que se mecía al viento del oeste; el quejido cadencioso de un acto de amor quizá desatendido más allá del Atlántico...
Funes no pudo aguantar tanta memoria y terminó tumbado en un jergón mirando al infinito. Tanto recuerdo -esa gota de sudor empezando a brotar del poro, la lágrima recorriendo la mejilla y estallando en el suelo dejando sobre él dibujos y figuras imposibles, aquella nube cambiando su dibujo, el río en cada instante diferente- le impedía atender a la cotidianeidad vulgar de la vida.
Moraleja: vivir es aprender a olvidar sólo aquello que permita hacer de la existencia una vida que merezca la pena ser vivida y a recordar justo aquello que camine hacia una vida que merezca la pena ser vivida. Un buen diagnóstico que evite los errores imperdonables, las consecuencias no deseadas de la acción, en un mundo donde la gente decente está empezando a sentirse atenazada por tanta insensatez y corre el riesgo de que se le paralice el sentir, el pensar y el hacer sin que venga en su socorro ningún bálsamo.
Comentarios
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