En un concierto con la Filarmónica de Berlín en 2014, el pianista Daniel Baremboim, antes de interpretar las variaciones de Schubert op. 813 a cuatro manos con Martha Argerich, posa sus dedos despacio sobre los de la pianista, como raíces profundas de árboles con memoria, con las teclas blancas y negras haciendo de suelo bajo el que reposa tierra mojada, belleza, dedos sabios, corcheas y redondas, y las manos, con tanta vida acumulada, hablándose, muy despacio, en el silencio que hace posible la música.
En 1954, el presidente republicano Dwight D. Eisenhower se dirigió al país explicando por qué había decidido mantener la alta fiscalidad del New Deal, algo que ya habían empezado a combatir los sectores neoliberales más conservadores norteamericanos. El anterior presidente, Harry Truman, había conseguido reducirlo al 91%, pero Eisenhower volvería a subirlo al 92% para rentas superiores a los 200.000 dólares (unos tres millones y medio de dólares actuales). Franklin Delano Roosevelt había elevado en 1944 el tipo máximo al 94% y durante 20 años no bajaría del 90%. Un sistema fiscal progresivo que apuntalaba el crecimiento norteamericano.
Eisenhower había alcanzado su quinta estrella dirigiendo las tropas aliadas y estadounidenses en Europa. Allí aprendió la importancia de un Estado al servicio de una buena causa, como era acabar con el nazismo. La ley general tributaria que presentaba al Congreso y que subía el tipo marginal más alto buscaba que el Estado tuviera una base fiscal para poder operar. La guerra contra el totalitarismo también era una guerra contra la miseria, el desempleo y las desigualdades.
La guerra fría ya había empezado y el presidente norteamericano entendió que la única manera de combatir el imaginario soviético era otorgando a la ciudadanía norteamericana -y la occidental- unos niveles de vida que hicieran "tenebrosa" cualquier alternativa.
Como escribe Gary Gerstle en Auge y caída del orden neoliberal (Barcelona, Península, 2023), el imperativo del presidente estadounidense era "combatir el comunismo en todas partes", pero, curiosamente, la manera de combatir el comunismo era haciendo políticas socialistas:
"Nuestro deseo es mejorar y ampliar nuestro programa de seguridad social. Queremos crear un sistema más amplio y robusto de prestaciones para el desempleo. Queremos más y mejores viviendas para nuestra población. Queremos acabar con los barrios marginales en nuestras ciudades. Queremos impulsar un programa sanitario mucho mejor".
El gasto de las dos administraciones de Eisenhower superó obviamente al de Truman, pero también al del padre del New Deal, Roosevelt. El argumento era siempre "la seguridad nacional" -para aprobar las autopistas interestatales lo llamó Sistema nacional de autopistas interestatales y de defensa, argumentando las ventajas de la evacuación en caso de amenaza nuclear-, pero la práctica era socialista. La hegemonía de las ideas que abandonaban el mantra del libre mercado llevaron a su cumbre a los EEUU. La existencia de la Unión Soviética fue la clave para que incluso los conservadores aplicaran las políticas de los demócratas. Paradójicamente, a partir de Stalin la existencia de la URSS ayudó más a los trabajadores occidentales que a los trabajadores soviéticos.
"La Guerra Fría -continúa Gerstle – fue el motor que encauzó a la corriente general del Partido Republicano hacia la izquierda. Sus imperativos forzaron a un partido político que detestaba la idea de un gran estado centralizado y la gestión amplia de la empresa privada en el interés público, a aceptar estas mismas políticas como los principios rectores de la vida en Estados Unidos. La amenaza del comunismo internacional hizo posible la transición del New Deal de un movimiento político a un orden político y garantizó su predominio en la vida estadounidense durante treinta años". La conclusión, que ya había sido adelantada por historiadores marxistas como Eric Hobsbawm, fue que "la Guerra Fría afianzó el orden del New Deal".
Es sabido que los años 70, con Juan Pablo II, Margaret Thatcher, Ronald Reagan y Helmut Kohl como vanguardia de la derecha, arrastraron al PRI de Miguel de la Madrid, al socialismo de Felipe González, al laborismo de Tony Blair y, finalmente, al Partido Demócrata dirigido por Bill Clinton hacia las aguas neoliberales. La historia se dio la vuelta y la izquierda compró todos los argumentos de la derecha. Eran los tiempos en los que Josep Borrell decía que bajar los impuestos era de izquierdas o Felipe González afirmaba que daba igual que el gato fuera negro o blanco si cazaba ratones. El declive de la socialdemocracia estaba servido.
Cuando Margaret Thatcher afirmó que su gran obra no eran las Malvinas ni su lucha contra los sindicatos mineros sino "Tony Blair", el círculo se cerraba. En España, la reconversión industrial nunca la hubiera podido hacer el Partido Popular -hubiera ardido España- pero esa era la misión reservada al PSOE que, además, contaba con la legitimación de tener detrás a la UGT, un sindicato de clase.
Hoy la derecha no necesita una base fiscal sólida para afianzar su gobierno, como le pasó a Eisenhower. Lo ha sustituido por el control mediático. ¿Para qué le vas a cobrar a los ricos el 90% de impuestos si por mucho menos dinero pueden comprar todos los medios de comunicación de un país? El Gobierno de España recaudó en 2023 la friolera de 1.454,5 millones de las grandes empresas energéticas y entidades financieras en el primer pago de los nuevos gravámenes extraordinarios para estos sectores. Con la recaudación de sólo un año se podría comprar toda Mediaset (Telecinco y Cuatro). Cuando los medios machacan a los líderes de la izquierda hacen "periodismo"; si se critica la parcialidad de los medios, se acusa a los denunciantes de hacer "ruido".
El modelo neoliberal que se inauguró con el laboratorio chileno después del golpe de Estado contra Salvador Allende en 1973 desmanteló buena parte de las redes comunitarias que el Estado social había construido, demolición que se aceleró con la desaparición de la URSS en 1991. El mundo, desde entonces, se ha convertido en un sitio más feo, más violento, brutal, desconsiderado, inhumano, depredador, arrogante y despiadado. Un mundo donde quien no pueda hacer oír su grito no existe, sea la naturaleza, la inmigración, los explotados, los filósofos, los jóvenes o los viejos.
La ofensiva japonesa durante la Segunda Guerra Mundial liberó del yugo blanco americano, inglés, francés y holandés a Filipinas, Birmania, Singapur, Malasia, Indochina y las Indias orientales, que, terminada la contienda, reclamarían su independencia. Pero los EEUU y las demás potencias europeas nunca permitieron que eso ocurriera. Basta recordar la masacre en Indonesia de un millón de personas acusadas de comunismo bajo el gobierno pro norteamericano de Suharto en 1965 y 1966. El siglo XX ha sido un siglo de extremos. Que muchos se empeñan en convertirlo en deseable haciendo del siglo XXI un sitio más horrendo.
Hoy, los hornos crematorios son el Mediterráneo, donde las nuevas víctimas se ahogan o son masacradas mientras se acomodan a las necesidades del capital internacional que les espera con cartel que dice que el trabajo les hará libre. Arden las calles de París o Washington porque la policía dispara primero y pregunta después. Los científicos, desesperados, van a preferir ir a la cárcel porque ven el tren de frente del calentamiento global y no entienden cómo nadie escucha la catástrofe que se avecina. Quiere caer una noche larga. Hace una década la Unión Europea aborrecía de las fuerzas de extrema derecha y amenazaba con su expulsión sin entraban en algún gobierno. Hoy, esa misma Unión Europea abraza a la neofascista Salvini si respeta las normas económicas del Banco Central Europeo y apoya a la OTAN en Ucrania.
Todas las resistencias construyeron la dignidad en las tinieblas del fascismo, del nazismo, del franquismo, de las purgas y los campos de concentración, de los muros y las cárceles. ¿No nos vamos a convocar como en la lucha contra el nazismo y el fascismo en los años cuarenta? Siempre termina amaneciendo. Pero en la noche, los que no son infierno deben arrullarse.
La mano de Daniel Baremboim se hospeda como una mariposa en la mano de Martha Argerich. Las teclas marfil y negras esperan ser convocadas. Todos, dedos, teclas, notas, batutas y partituras salen del salón a las calles. Si ayer fue posible, hoy puede serlo también. No sabía que era imposible, fue y lo hizo.
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