Venezuela en la crisis mundial (II): 2024, un punto de inflexión y un puente contra los monstruos

Nicolás Maduro, en Caracas. / Ronald Peña (EFE)
Nicolás Maduro, en Caracas. / Ronald Peña (EFE)

Lee la primera parte del análisis: Venezuela en la crisis mundial: un ODNI (Objeto Demonizado Nítidamente Identificado) en la encrucijada

Una mirada por debajo de la espuma nos hace entender que hay un punto de inflexión a partir de estas elecciones. Mientras que la presión internacional sigue la tónica de los últimos veinte años, el efecto de las decisiones que tomen Europa y los EEUU en Venezuela ha perdido una parte importante de su eficacia. Pese a las sanciones, el bloqueo y las estigmatizaciones, Venezuela proyecta crecer en 2024 al 8% (la Unión Europea va a crecer este año al 0,9%). Esta es una de las claves del éxito de Nicolás Maduro que no termina de asumir la oposición. 

Eso no significa que Venezuela no tenga mucho trecho que recorrer, especialmente en lo que tiene que ver con un Estado ineficiente que arrastra desde la colonia su condición de Capitanía general y no Virreinato (motivado por la ausencia de minas) y la construcción estatal en el siglo XX una vez descubierto el petróleo. El bloqueo y las sanciones norteamericanas y europeas no han hecho sino endurecer las condiciones de vida del pueblo, pero el efecto buscado de generar un levantamiento popular no ha tenido éxito. Es un sentimiento generalizado en el país, tanto en la oposición como en el gobierno, que lo peor ya ha pasado. Queda para el análisis la pregunta de cuántos gobiernos hubieran resistido un bloqueo como el que sufrió Venezuela. 

Es esa recuperación la que no quiere frenar una mayoría de venezolanos que ha visto cómo ha mejorado la vida en el país. A esos apuntes de bienestar, se ha sumado que la oposición ha fracasado en su diálogo con cuatro sectores esenciales. Por un lado, no se ganó al ejército −algo difícil cuando has pedido la invasión extranjera del país o no defiendes el Esequibo venezolano−, a los evangelistas −alejados de la derecha por la animadversión de la oposición a los programas sociales−, a la patronal −más cercana a Maduro, como "burguesía nacional", que a la dependencia norteamericana que expresan Machado y González−, ni a los sectores populares que han prosperado con el chavismo y tenían miedo de que se desmantelaran las misiones.

La invitación formal de los BRICS a Venezuela para incorporarse al grupo implica que el país caribeño, a diferencia de lo ocurrido en anteriores momentos, tiene el apoyo de un grupo emergente que nace contra las pretensiones hegemónicas de los EEUU y la decadente compañía de la Unión Europea y Gran Bretaña. Maduro ha hecho la advertencia: las reservas de Venezuela pueden ir a los países de los BRICS. Venezuela tiene ahora fuertes aliados. Esa amenaza debe de estar haciendo pensarse las cosas a más de uno.

La idea de una invasión de los EEUU a Venezuela no parece factible. El ejército bolivariano está firme con el gobierno, hay una milicia popular de cientos de miles de personas y la población igualmente no lo permitiría, de manera que, aunque los marines entraran (algo repetido decenas de veces en el continente), es plausible pensar que muchos no saldrían y el resto lo harían como en Vietnam o, más recientemente, en Afganistán. Por el contrario, a los empresarios estadounidenses les resulta más rentable hacer negocios con Venezuela. Y los están haciendo, como le ocurre a las burguesías brasileña, mexicana o argentina. Sólo la oposición y la gente envenenada por el discurso mediático quieren prenderle fuego a Venezuela.

La paradoja está en que Venezuela se ha convertido en todos los países occidentales en un asunto de "política interior", algo agravado en aquellos lugares en donde se han dejado acorralar con acusaciones de "bolivarianismo" ante cada propuesta de izquierda que hayan planteado. El ODNI venezolano (Objeto Demonizado Nítidamente Identificado) ha sido agitado cada vez que se planteaban políticas que dieran respuesta desde la izquierda a las tres grandes crisis señaladas. Igualmente, se ha esgrimido con la ruta de la seda, la guerra en Ucrania, Huawey y el 5G, la soberanía digital, una IA independiente de Microsoft, Google o Amazon, crear empresas públicas, recuperar el tren, hacer valer la soberanía energética o denostar el genocidio en Gaza. Con la acusación de ¡bolivarianos! se da por cerrada la discusión. De manera que, en países con mayorías parlamentarias de izquierda escasas, Venezuela es una suerte de ariete que rinde cualquier castillo. 

Es verdad que Venezuela nunca ha sido un lugar amable para una parte de la izquierda occidental, especialmente debido a la unión cívico-militar, que no encaja bien con la historia europea donde los ejércitos, por lo general, solo han ganado batallas contra su propio pueblo (una crítica similar ha recibido López Obrador por involucrar al ejército mexicano en tareas civiles). A eso se suma la condición caribeña de Venezuela (con unos tiempos diferentes a los del time is gold de la cultura protestante) y su cultura política rentista, producto del papel primordial en la economía de la exportación de petróleo. El Comandante Chávez pareció poder frenar esos estigmas, pero su fallecimiento prematuro desató un redoble de los esfuerzos para intentar tumbar definitivamente el proyecto. Nicolás Maduro ha sufrido, salvo por el golpe de Estado, unos ataques más demoledores que los que sufrió en su día Hugo Chávez, que ya fueron considerables. El proyecto de revolución venezolana, como en otros momentos revolucionarios en el mundo, se ha tenido que armar desde el principio a la defensiva. 

La crisis medioambiental, la geopolítica y la neoliberal expresan el gramsciano mundo que no termina de marchase y la presión que quiere impedir que el nuevo nazca. América Latina puede ser el puente, la bisagra entre ambos mundos, que salvaguarde lo mejor del viejo y lleve esos avances al nuevo: el discurso de los derechos humanos, los derechos sociales, la división de poderes, las libertades individuales, la libertad de culto, de expresión, las diferentes formas de la democracia, los derechos de las mujeres, entre otros; incorporando del nuevo mundo su reclamación de entender los derechos humanos en un diálogo de culturas y ayudar a hacerlos valer en todo el mundo, respetar la soberanía nacional, poner fin del imperialismo y al colonialismo, reconocer otras epistemologías, la defensa de la Pachamama, una forma de cooperación en el mundo que destierre la guerra −lo que ha sido la constante de la OTAN, los EEUU y la Unión Europea fuera de sus fronteras−.

Por eso la necesidad que tiene la derecha global de ganar en Venezuela, aún más después de la contundente derrota en México de Xotchil Gálvez a manos de Claudia Sheinbaum. Por eso han presionado al Centro Carter (hoy dependiendo de la USAID y alejado de lo que fue antaño) o al Panel de Expertos de Naciones Unidas para que se conviertan en parte del acoso. En la encrucijada en la que estamos, si no pueden derrotar a Venezuela −y nada parece que vaya a ser así−, el giro hacia lo nuevo será mayor en el continente, y las izquierdas latinoamericanas tendrán más oxígeno. Por eso, una parte no menor de la suerte de la izquierda en el mundo se juega en Venezuela, como pasó en España con la Segunda República en el primer tercio del siglo XX. La derrota de la República española, abandonada por las izquierdas europeas, allanó el triunfo del fascismo en el continente.

Eso no implica que la democracia en Venezuela no tenga todavía por delante un enorme trecho por recorrer. La misión de Venezuela no sería incorporarse sin más a los BRICS, sino llevar a ese bloque lo mejor de los valores de esa parte del mundo y sacarlos del mero discurso para convertirlos en práctica. A diferencia de lo que ocurre en Europa, que camina hacia la noche del fascismo, las nuevas realidades geopolíticas, la democracia participativa y la lucha contra el neoliberalismo permiten en Venezuela ir experimentando nuevas formas de democracia que le deben a su vez vacunarse del riesgo autoritario propio de una parte de la izquierda del siglo XX. 

Por eso mismo sería esencial que se articulara una oposición democrática en Venezuela. Eso no va a ser posible hasta que la vieja guardia golpista, dependiente de los intereses de los EEUU, haga mutis por el foro y permita una renovación que incorpore nuevas generaciones, nuevas ideas y nuevos hábitos. Venezuela ha sido un país con éxito en la pelea contra las políticas neoliberales, pero le queda trecho para superar los problemas estructurales propios de su historia. La superación de las tres crisis mundiales en curso le brindará posibilidades de escapar de esas trampas de la historia. Y si la permanente situación de acoso y derribo termina, es más probable que esa condición de puente o bisagra culmine con éxito. Y, además, le pondrán música de Alí Primera y algo de salsa, sin dejar de escuchar a Karol G.