Cuando el genio del fascismo abandona la lámpara del liberalismo

Benito Mussolini y Adolf Hitler. -Archivo
Benito Mussolini y Adolf Hitler- -Archivo

Simplificar es de ganadores

Siempre, en tiempos de incertidumbre, todo lo que es capaz de simplificar, triunfa. Esto es así porque nuestras vidas las construimos desde nuestras experiencias y la sociedad no es sino la suma de lo que pensamos y hacemos sobre la base de esas experiencias. Respondemos a lo que nos pasa y lo leemos con los ojos de lo que hemos vivido. Una explicación útil y una herramienta que sirva, las aceptamos en ausencia de alternativas mejores. En la definición y articulación de las herramientas, siempre las élites tienen más capacidad de decidir cuáles van a quedarse y prosperar. Explicaciones y articulaciones que sirven a las mayorías y que también, como condición necesaria, son funcionales para mantener el poder de las élites.

La simplificación sirvió para el cristianismo con la propuesta de un Dios, una doctrina, un ritual (asumida por el imperio romano); para el nacionalismo, que unifica los sentimientos de identidad (asumida por la burguesía); para Google, que escoge por uno en el océano de datos y decide los platos del menú que te llena de dudas (asumido por las plataformas y Silicon Valley)... O para el fascismo y su monoteísmo político, en cualquiera de sus múltiples formas y en cualquier momento de crisis desde su surgimiento formal tras la Primera Guerra Mundial (asumido por los grandes capitales). Da igual la discusión teórica: todos intuimos que, en nuestros países, la extrema derecha nunca le hará ascos a una buena guerra.

El mundo actual es complejo, todo está fragmentado, los viejos grandes relatos no funcionan, todo cambia demasiado deprisa y tenemos demasiada información en tiempo real de lo que ocurre en demasiados sitios. Tanto que perdemos de vista nuestro propio barrio y nuestro inmediato entorno. Necesitamos asideros a los que agarrarnos. Al tiempo, la ruptura por parte de las élites occidentales del compromiso de clase de posguerra, que ha desatado los vientos del miedo, la inseguridad y la perplejidad, ha reventado las brújulas y ha extraviado los mapas. ¿Cómo se simplifica este galimatías?

Simplificar le abre la puerta a los bárbaros

Queremos comerciar con China pero no queremos sus valores, queremos que termine la guerra de Ucrania pero que ambas partes se queden contentas, queremos que no sigan masacrando a los palestinos pero sin molestar a Israel, queremos que gane Kamala Harris pero que haga menos daño del que tradicionalmente han hecho los demócratas norteamericanos (e, incluso, que asuma algunas cosas del discurso de Trump), queremos que la democracia en Venezuela funcione como en Suecia y que la oposición nos convenza de que quiere otra cosa que una guerra civil de la mano de los EEUU... Entre tanta perplejidad, subcontratamos a otros para que hagan el trabajo sucio, al tiempo que dejamos que los medios de comunicación nos distraigan o nos metan en un redil confortable. A lo sumo, nos indignamos, e incluso asumimos una parte de culpa –"asumes gustosamente tu culpa en la medida en que esto te permite seguir viviendo como antes", según recuerda Zizek- de manera que nuestra indignación, al tiempo que nos tranquiliza nunca sirve para modificar las cosas demasiado. Así es como, poco a poco, el genio del fascismo va escapándose de la lámpara de la democracia liberal.

No es extraño que, en todo el mundo, sea Europa, América Latina, EEUU, África o Asia, coincidan tanto las dificultades de la izquierda para ganar las elecciones -y, en caso de lograrlo, poder gobernar y desarrollar su programa-, como la deriva de las democracias liberales hacia posiciones que son propias del fascismo.

Es un error pensar que esto solamente ocurre en el país de cada uno. Estos desarrollos toman forma, por supuesto, en virtud de la senda de cada país, de manera que obtiene rasgos particulares debidos a la forma de la transición en España y al fin pactado de la dictadura, está marcado en México por el peso de la cultura política histórica de los gobiernos del PRI, de la salida igualmente pactada de la dictadura en Chile y de los residuos de la cultura antiizquierdista, de las peculiaridades del peronismo en Argentina... Pero igualmente participan de rasgos comunes -y de dificultades comunes- que tienen que ver con la condición global del capitalismo, un rasgo histórico que no comienza con la globalización. Esta condición global del capitalismo, de la que ya hablaban en 1848 Marx y Engel en el Manifiesto comunista, viene necesariamente acompañada del papel del imperialismo, esto es, de la existencia de un país o de un bloque histórico de países que marca las reglas de juego allí donde se quiere hacer valer la influencia y obtener alguna ventaja. La segunda mitad del siglo XX y lo que va del siglo XXI no se explica sin el papel global de EEUU y la Unión Europea, de la Organización Mundial del Comercio, del Fondo Monetario Internacional o del Banco Mundial.

La izquierda hace mucho que no sabe simplificar

Esta verificación de las dificultades de la izquierda y de la deriva de la democracia liberal es evidente en cinco ángulos: (1) el propio crecimiento de la extrema derecha; (2) en la contaminación del ideario extremista que afecta a la derecha liberal; (3) en la crisis de la división de poderes y el uso del lawfare, esto es, de la guerra judicial, contra la izquierda; (4) en el apoyo a esa guerra de unos medios de comunicación convertidos en órganos violentos de propaganda; (5) y en una infección ultraderechistas de los cuerpos y fuerzas de seguridad (algo que está pasando en España, en Chile, en Italia, en Alemania, en Hungría, en Turquía, en los EEUU...).

No podemos hablar de fascismo sin hablar de capitalismo -como dijo Horkheimer- y no podemos hablar de capitalismo sin entender que hay una mentalidad autoritaria que nace de la competencia de todos contra todos propia del mercado. Es mentira que el comercio cree de manera innata pueblos más afables y menos violentos. Son argumentaciones ideológicas para celebrar la mercantilización de la vida.

Una característica de las élites es su miedo ontológico, esto es, una turbación temblorosa ligada a su propio ser, algo que tiene que ver con la relación entre el amo y el esclavo de la que habló Hegel (el amo lo necesita y sabe que el esclavo no y por eso le teme). De ahí que, ante cualquier perturbación e, incluso, ligera variación de sus condiciones acostumbradas de tranquilidad, reclaman mayores dosis, incluso desproporcionadas, de seguridad. En Italia, los latifundistas, asustados por el triunfo de la revolución de octubre de 1917 y por la subida de tono del Partido Socialista Italiano, llamaron a los escuadristas. El camino de Mussolini al gobierno estaba ya abierto. La situación hoy va en esa dirección, y egún vaya creciendo la consciencia de que las élites renuncian a la democracia liberal cuando el resultado no les conviene, va a crecer la desafección por la democracia en todo el mundo.

El crecimiento de la extrema derecha es consecuencia de que mientras lo viejo se está muriendo, a lo nuevo no se le deja nacer. Es por eso por lo que conocemos en España, en México, en Argentina, en Ecuador los nombres de tantos jueces corruptos o, cuando menos, comprometidos con que lo nuevo no nazca.

Al final, pierde la democracia

Como dice Reinhart Kühnl: "[El fascismo] es la forma de gobierno que intenta resolver el conflicto social entre el trabajo asalariado y el capital totalmente en interés del capital. En otras palabras, es la forma de gobierno que intenta eliminar radical y completamente todos los derechos de protección social y todas las posibilidades políticas de resistencia organizada de los trabajadores dependientes. Sus organizaciones son aplastadas mediante el uso del terror estatal y sus representantes activos son encarcelados". Junto con el impulso de conquista, son rasgos permanentes del fascismo, se le denomine como se le denomine.

Pero toda acción, como dice la tercera ley de Newton, genera una reacción. En ambas direcciones de las fuerzas confrontadas. Si la democracia liberal, para salvaguardar los intereses del gran capital, hace trampas yendo a las elecciones con ventaja gracias a sanciones, bloqueos, lawfare, fakes, comisarios y jueces corruptos, FMI, Banco Mundial, OMC, ONU; si cuando gana la izquierda, como en Francia, Macron le encarga formar gobierno a alguien que ha sacado 45 escaños e ignora al Nuevo Frente Popular que ha sacado 182; si los organismos internacionales sancionan a gobiernos de izquierda pero es incapaz de sancionar el genocidio en Gaza; si cuando surgen nuevas formaciones como Syriza, Podemos o el NFP las machacas con trampas y las estrangulas; si controlas las redes sociales y las pones a favor de intereses particulares (como han hecho Elon Musk con X o Zuckerberg con Facebook e Instagram o un consorcio de empresas norteamericanas con TikTok) se está poniendo una alfombra roja al crecimiento de la extrema derecha (que pone a todos nuestros países en riesgo de guerra civil).

Como reacción, vamos a ver crecientes enroques que renunciarán a la democracia liberal en tanto en cuanto no se equilibren las condiciones de la competencia democrática. Si la democracia liberal se convierte en un fraude, no defender esa democracia se convertirá en una convicción. Y volveremos al enfrentamiento.

El capitalismo, especialmente en su condición de capitalismo con esteroides propio del neoliberalismo, lleva inevitablemente al fascismo en los cuatro grandes desafíos que tenemos en el horizonte: al fascismo nacionalista como respuesta a la crisis del neoliberalismo (violencia, bajo el principio "mi país primero tenga razón o no la tenga", contra los que se definan como el "enemigo interior" ); al ecofascismo como respuesta a la crisis medioambiental (violencia para apropiarse de unos recursos, aire y agua también, cada vez más escasos, tanto dentro como fuera de los estados nacionales); al fascismo neocolonial, como respuesta a la falta de recursos y mercados (violencia para apropiarse de materias primas y mercados extranjeros y para frenar sin respeto a los derechos humanos las migraciones); y, en términos generales, al fascismo militarista conducente a una guerra mundial -ya en marcha en su modalidad de guerra de IV Generación- (violencia para regular la demografía, generar la necesidad de comprar armas y generar la necesidad de la reconstrucción tras la destrucción).

¿Hay solución que no sea radical?

¿Puede ser un recurso el poner parches a estas tendencias desde gobiernos que tienen enormes dificultades para tocar las estructuras del gran capital? ¿Hay que pactar con la socialdemocracia o, incluso, con la derecha que reniegue de esas salidas para intentar cerrar el camino a la extrema derecha? ¿Se contentarán las élites con actores políticos que les prometan mantener su statu quo o volverán a llamar finalmente al fascismo? ¿Sirve de algo ganar tiempo con la esperanza de que algo tuerza la inevitabilidad de la reemergencia del fascismo? ¿Es verdad que "cuanto peor, peor" y que la irracionalidad que ha creado el neoliberalismo consolida en el poder a la extrema derecha cuando se hace con el gobierno?

Hay que volver a meter al genio del fascismo en la lámpara liberal tapando los rotos de su propia condición, que no es otra que dejar siempre a enormes colectivos fuera de la condición de ciudadanía (mujeres, afrodescendientes, indígenas, pueblos del Sur global, pobres, trabajadores precarios, campesinos...). Haría bien la izquierda en hacer buenos diagnósticos y encontrar en las viejas herramientas de la consciencia y la organización y en la potencialidad de las nuevas tecnologías la revolución que impida la guerra. Porque sólo una revolución, no entendida como algo violento sino como un cambio radical, puede evitar el ánimo de guerra del neoliberalismo en crisis y de la consecuente pérdida de hegemonía mundial de los EEUU.