Que no dimita el presidente Mazón pese a 216 fallecidos por la DANA (en Cuba, un país pobre, con huracanes no muere nadie), igual que no lo hizo Isabel Díaz Ayuso con 7291 ancianos sin seguro privado abandonados a su mala suerte en las residencias durante el COVID; que la política española vuelva a ser un "y tú más" entre el bipartidismo, en ambos casos tocados por casos de corrupción; que un ministro del ala militante dura del PSOE como Óscar Puente sea mencionado como el sustituto de Pedro Sánchez sólo por una eficaz gestión de la red X; que un delirado como Milei pueda ser presidente de un país culto como Argentina, que le ve hacer el ridículo cada día mientras condena al hambre, la enfermedad y la marginación a una parte importante del país; que Donald Trump elija a un antivacunas descerebrado enemigo de la ciencia, Robert Kennedy, como Secretario de Sanidad, o que le encargue la reforma del Estado al multimillonario que se compró Twitter para hacer política; que le de igual al mundo el genocidio en Gaza o la falta de respuesta al calentamiento global; o que las redes sociales construyan una esfera pública a golpe de talonario con bulos y odio (hay una huida de X a Bluesky, como si esa red estuviera libre de trolls, lo que no es cierto) son alguna señales, entre miles, de que las democracias de corte occidental están agonizando vaciadas y mutadas en oligarquías de partido. Con el agravante, como hemos visto en EEUU, de que empresarios millonarios o gente famosa pueden comprarse los partidos, como ha hecho Trump con el Partido Republicano o hizo Beppe Grillo con 5 Estrellas.
Lo que llamamos hoy "democracias" son en verdad "gobiernos representativos". La palabra demokratiaa (poder del pueblo, en el original griego) nació hace unos 2500 años, motivado principalmente por el aumento de la ciudadanía -y por tanto de su consciencia organizada-, impulsado a su vez por la necesidad de contar con marinos en las aventuras imperiales atenienses, lo que obligó a la contraprestación de hacerles ciudadanos (no tenían armas ni escudo pero tenían brazos para los remos). No olvidemos que no lo serían ni los esclavos ni las mujeres ni los metecos -los inmigrantes radicados en Atenas-. El mito, resucitado con tardías traducciones de Aristóteles, fue más allá de la realidad.
Cada vez hay más estudios que demuestran que alguna forma de democracia ha sido la constante en la historia, hasta el punto de definirse como algo "natural" (véase el trabajo de David Stasavage, Caída y ascenso de la democracia. Una historia del mundo desde la Antigüedad hasta hoy, Madrid, Turner, 2021, o el de David Graeber y David Wengrow, El amanecer de todo, Barcelona, Ariel, 2022). Es lógico, especialmente en sociedades nómadas donde el costo de desobedecer era muy bajo y bastaba marcharse para librarse de la opresión. La facilidad de irse a otro sitio siempre es una garantía de libertad, sea en una relación política, económica, sentimental o del tipo que sea. Es importante recordarlo porque, muy al contrario, lo que parece hoy "natural" es algún tipo de acatamiento y sumisión, como si obedecer hubiera sido la norma en la historia del homo sapiens. La confederación iroquesa, los hurones, los tlastaltecas y otros pueblos americanos previo a la conquista, el mundo griego, las asambleas germánicas, la experiencia de consejos y asambleas de algunas ciudades italianas del norte y en Castilla y Aragón bajo los Austrias, los levellers y los diggers, entre otras muchas, fueron formas de democracia (algunos la llaman democracia temprana) que desmienten esa mirada resignada de la jerarquía política. La falta de libertad y las desigualdades siempre terminan con levantamientos populares.
Con la pérdida de la sociedad esclavista, que financiaba la democracia en Grecia, fue también perdiéndose esa voluntad democrática de que corresopondía a las mayorías dictar la marcha de la sociedad. Los rasgos de la democracia griega, que, de una manera u otra, aparecen en cualquier sociedad que quiera llamarse democrática, eran elementos que conviene reconsiderar: el sorteo (que reafirmaba el "nosotros" -el demos- cada vez que había una votación), el derecho a defender los propios intereses en el ágora pública -la isegoría, acompañada de la igualdad ante la ley, la isonomía-; la limitación de mandatos; la revocación de mandatos; y la exigencia de responsabilidades por la mala gestión (que podían llevar hasta la ejecución, por ejemplo cuando la mala gestión costaba la vida de conciudadanos).
Lo que McPherson llamó el individualismo posesivo, esto es, nuestra condición creciente de propietarios, fue matando a la democracia. Porque el propietario ya no quería hacer personalmente política, sino simplemente autorizar al gobernante para que la hiciera él (el papel de las mujeres en la política, salvo en el caso de algunas reinas, no entraría en escena hasta el siglo XX). En los gobiernos representativos, quien no era propietario, tampoco era ciudadano. Hasta finales de los 70, en España las mujeres no podían tener una cuenta en el banco.
En las discusiones en la Inglaterra de Cromwell, en la constituyente norteamericana de 1787 o en la Revolución Francesa, la idea de la representación fue expulsando a la idea de democracia. De hecho, los políticos burgueses que hicieron las leyes y las constituciones de esos países, renegaban de la democracia y exaltaban como superior al gobierno representativo. Como sostiene Bernard Manin (Los principios del gobierno representativo, Madrid, Alianza, 1998), la elección, a diferencia del sorteo, siempre implica alguna suerte de aristocracia, pues la persona electa lo es por alguna cualidad que se ve como superior por parte de los votantes. La burguesía como clase proscribió el mandato imperativo -prohibido en la Constitución francesa de 1791, igual que en el artículo 67.2 de la Constitución Española de 1978- como una forma de que el pueblo no entorpeciera las tareas de los políticos.
Cuando los gobiernos representativos se empezaron a articular como Estados de partidos, especialmente al comienzo del siglo XX, el último aliento democrático desaparece, como bien vio desde posiciones de ultraderecha Carl Schmitt. El Parlamento debiera representar al conjunto, pero nadie ha explicado convincentemente cómo de la discusión entre partidos que representan intereses contrapuestos -por ejemplo, los del capital y los del trabajo- va a salir el interés colectivo. Hoy es muy evidente que de esa lucha social salen ganadores y perdedores. Y la van ganando las clases poderosas. Cuando el liberalismo político se pone al servicio del liberalismo económico, el edifico se derrumba. Y salvo un corto periodo de la historia después de la Segunda Guerra Mundial, siempre lo ha hecho.
En el entorno de Trump, igual que ocurre con la extrema derecha europea, hay gente que viene de los estratos más bajos de la sociedad, que han prosperado -mucho o poco- y se han vuelto enemigos de la clase, la raza y el género del que proceden. En una lectura simple: si yo he salido del agujero, los demás también pueden, y si no, que arreen. Es lo que se conoce como "patear la escalera" por donde has subido. Con el correlato de "clase aspiracional", donde mucha gente asume su condición subalterna esperando que alguna vez cambie su suerte. Son pobres, trabajadores precarios o emigrantes votando en contra de servicios públicos de sanidad, educación o de políticas migratorias más humanas. Puedes ser migrante, haber trabajado limpiando los retretes de un McDonald y terminar en el partido conservador inglés defendiendo la justicia y la felicidad solo para unos pocos, como la nueva líder del partido conservador inglés, la inglesa de origen nigeriano Olukemi Olufunto Badenoch. Volverá la lucha de clases.
Como dice un amigo bonaerense, hay que "entender qué pasa en el mundo (y en Argentina) con las y los luchadores por la igualdad. Por qué nos va tan mal. Y por qué a los defensores de la injusticia, de la prepotencia del poder económico, del racismo y de las violencias contra los más desamparados y vulnerables, los portavoces de las oligarquías, del privilegio, del secuestro del futuro como un bien común; por qué, decía, a estos monstruos les va tan pero tan bien y a nosotros tan pero tan mal".
Seguramente porque lo llamamos democracia y no lo es. Y porque nadie ya, en nuestras sociedades, se encarga de la armonía del conjunto. Es evidente que los parlamentos no lo hacen y las constituciones, en manos a menudo de jueces prevaricadores-ninguno manda detener a nadie por aumentar desigualdades en nuestros países, por abusar de los beneficios o por negar el derecho a la vivienda como dice la Constitución-, tampoco.
Trump va reventar el Estado en un país que difícilmente va a poder seguir llamándose EEUU. La mayor eficiencia que van a inyectarle con la Inteligencia Artificial se la van a repartir los que quieren financiarse el viaje a Marte. Ya hay una guerra civil entre pobres y ricos, aunque ahora nadie repare porque solo mueren pobres. Si fuéramos inteligentes, nos adelantaríamos a los tiempos y buscaríamos soluciones antes de que todo salte hecho pedazos. Y podríamos empezar asumiendo que hay que inyectarle formas democráticas a nuestros gobiernos representativos. Lo prometió Claudia Sheimbaum en su toma de posesión y acaba de reafirmarlo Nicolás Maduro insistiendo en la necesidad en Venezuela de construir un Estado comunal que les permita salir de las ineficiencias históricas de ese Estado. Igual en Sri Lanka, donde acaba de ganar un marxista, Anura Kumara Dissanayake, por abrumadora mayoría, igual que lo ha hecho en Senegal el panafricanista de izquierdas Bassirou Diomaye Faye. En pocos años podremos preguntar al pueblo si prefieren el modelo chino o el estadounidense.
Europa va en la dirección contraria a la democracia. Quizá por eso tenemos de nuevo guerra en el continente europeo. Dormíamos, despertamos y nos volvimos a dormir. Y la razón dormida produce monstruos.
Comentarios
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