(Este artículo es el prólogo al Catálogo Desde el río hasta el mar. Palestina en viñetas, de la exposición de la Semana Negra de Gijón, 2024).
Cuando Gaza se convirtió en un centro de exterminio, un anciano roto, sentado en la puerta de su destrozada casa, miraba los campos devastados. Aunque intentaba ver el horizonte, le regresaba la imagen de sus nietos y la memoria se convertía en una trampa. Con la mirada extraviada, se le llenaron los ojos del polvo que cubría los dátiles.
Ha regalado a la UNESCO su vacuna. Unos 15 años de trabajo. Va a evitar uno de los cánceres que más golpea a las mujeres. Su recompensa es, aún más que el reconocimiento, saber que ha hecho lo correcto. Cuando era una niña, su madre sufrió aquel cuchillo permanente y recuerda con dolor la desesperación a su alrededor, la impotencia, nadie sabiendo qué decir ni qué hacer ni a quién implorar. Ella se prometió una noche justo antes del Ramadán, llorando de miedo por ella: voy a estudiar para curar a mi mamá, voy a estudiar y voy a ser la mejor doctora del mundo.
Ha batido el récord mundial de los 100 metros. Cuando llegó a la meta, todo el estadio pensó: "¡Cómo corre! ¡Parece un rayo de luna en el agua!", aunque en verdad, quien lo dijo fue un paisano suyo que sintió la estela de aire a su paso y se sobrecogió. De niño le llamaban barquito, porque siempre estaba moviéndose y era más rápido que las olas. "Antes de que la espuma se disuelva ya estaba corriendo la siguiente", recordaba otro amigo, que se reía cada vez de sus zapatillas rotas. Cuando le colgaron la medalla, cuando ondeó su bandera negra, blanca y verde, con el triángulo rojo, cuando sonó el himno se sintió, como dice la letra, como un fedayín queriendo luchar hasta que su país vuelva. Estaba triste. Le dedicó esa medalla al hermano de su padre, que fue abatido durante la primera intifada.
Su pan y sus dulces son de los más celebrados de Jerusalén. Se levanta de madrugada y le gusta pensar, en el silencio del obrador, en su gente y en sus caras sonrientes cuando entran al negocio y el olor de la masa horneada les lleva a lugares donde fueron felices. Tiene ese olor metido muy dentro, como un olor de sosiego que desterraba el miedo en los días y las noches amenazantes. Siempre le dicen: ¡Qué mano tienes, Abdel! Y como él es justo, como su nombre, dice: no soy yo, es el agua de nuestro hermoso país. Siempre amasa con sus propias manos un solitario panecillo para sentir que son sus dedos los que hacen el milagro.
Cose veloz y compacta como un gorrión, y en el barrio todos le piden por favor que esté la prenda para mañana, que tienen una boda o un cumpleaños o una cita y ella se queda hasta tarde porque con su máquina de coser y su hilo sabe que logra que todos y todas se sientan más guapos. Le gusta ayudarles. Recuerda de niña cómo le encantaba ponerse la ropa de su madre y de sus hermanos y sueña mientras cruza veloz la aguja que un día coserá el vestido de Dua Lipa para un concierto o el de Susan Sarandon cuando reciba un Oscar.
Es la máxima experta en el mundo en el Nuevo Testamento. Por una de esas casualidades de la vida, comparte la vida y la universidad con su compañero de pupitre, su mejor amigo del barrio y hoy una de las personas más reconocidas del mundo en el estudio de las religiones. De pequeños, los dos eran, por la influencia familiar, muy religiosos, pero tenían una mirada crítica y discutían de cosas que ni siquiera entendían. Como todos los niños, la mayor parte del día jugaban. Hoy se ríen al tiempo que intentan estudiar y explicar cómo las religiones son concentrados de amor y no excusas para el odio.
Ha recibido dos veces el premio más importante de periodismo del mundo árabe. Ha investigado las conexiones de la extrema derecha con grupos religiosos y empresariales, ha indagado en las mafias que operan en el Mediterráneo, sacó a la luz una trama donde había grupos del ejército egipcio implicados con narcortraficantes afganos y el gobierno norteamericano. Cada vez que la han amenazado ha encontrado fuerzas para no tirar la toalla y poder seguir haciendo su trabajo. Cuando era niña le gustaba contar historias y su abuela, que la crió porque sus padres murieron cuando ella era pequeña, siempre le ha dicho que es muy teatrera.
Cuando dijeron su nombre al recibir el premio anual de comic de la ciudad de Angulema se acordó de señor Adib, que siempre le guardaba los tebeos en el mercado de Rafah, donde compraba su madre las verduras y los pollos y el pescado los sábados, que era cuando desplegaban las tiendas y el zoco convocaba a toda la ciudad. Al señor Adib también le emocionó cuando le llegó la noticia, y dijo muy orgulloso que ya lo sabía porque siempre recordaba que los tebeos que le cambiaba cada semana siempre estaban acompañados de dibujos añadidos o de alguna viñeta que había coloreado con lo que luego sería su inconfundible estilo o inventaba cómo podía seguir la historia y la escribía al final dando pistas a lectores inquietos como él. Dicen que es el nuevo Hugo Pratt y la verdad es que todas las aventuras que escuchó en las calurosas noches de su ciudad son un inagotable manantial de imaginación. Sus trazos tienen la simplicidad del primer dibujante de cómic que dejó su obra en una cueva, el frenesí de Corto Maltés peleándose en un lugar exótico y la profundidad de una página de Eisner donde todo está perfectamente mezclado y ordenado. Sus historias hacen volar, soñar, sentir y pensar.
Recuerda una actuación infantil donde le dijo a su madre que, de mayor, quería ser como ella. Y hoy, sentada en el salón escolar, le ha emocionado que su hija le diga a ella lo mismo. Se pregunta si su retoño también la verá como una gigante, si también pensará que es maga porque sabe siempre dónde están las cosas, dónde se esconde cuando está triste y el momento justo cuando tiene que encontrarla. Se pregunta si creerá que es la mejor cocinera del mundo, la maestra que más sabe, si estará orgullosa de que sea la vecina que siempre cuida a los vecinos que necesitan que alguien les eche una mano. Cuando en aquella celebración escolar le dijo a su madre que quería ser como ella, pensaba que la vida era más sencilla, pero aquél deseo siempre ha estado despierto y hoy su hija le ha dicho: mamá, somos hebras del mismo sueño y de mayor quiero ser como tú.
Es primera ministra del Estado tanto tiempo negado de Palestina y sigue soñando con una confederación donde pueda convivir todos los pueblos que se sientan de esa tierra sembrada de olivos, palmeras, versículos y sangre. Ha tenido que olvidar que a sus bisabuelos les echaron de su tierra, y también el dolor añadido de que murieron con el oprobio de escuchar que esos valles, esas colinas, esos templos que les robaban, eran "una tierra sin pueblo". Los ladrones mienten para que se note menos que son unos ladrones. Tampoco se olvida de que los héroes de Israel fueron terroristas contra ese pueblo que exterminan, y le enseñaron desde pequeña que no es lo mismo defenderse que atacar. Pero todo el sufrimiento que carga, con tantos familiares desaparecidos, en esa lucha desigual que dura ya más de siete décadas, David son hoy ellos y ellas, y a Goliat lo representan los descendientes de David. Tanto dolor acumulado solo se puede solventar con un nuevo comienzo. Era su generación la que podía hacerlo. En su despacho tiene una foto de Nelson Mandela, que perdonó a los blancos fascistas del apartheid, otra del Che Guevera, que perdonó a los que abandonaron al pueblo, y una tercera de Yassir Arafat, que perdonó antes que ella a sus victimarios. Los tres decían que eran más importantes las personas que las patrias. Le dieron el premio Nobel de la paz y no quiso recogerlo para no ser parte de una lista donde había tanta gente nada pacífica.
Cae tanta noche que el amanecer parece imposible.
Nada de esto pudo ser. Ni la vacuna milagrosa, ni la carrera veloz, ni la harina tostada, ni el vestido de nube, ni el verso bien traducido e interpretado, ni la crónica certera que abrió el procedimiento para perseguir a los malvados, ni la aventura mágica por continentes con ríos que son mares, ni el ejemplo maternal cosido en el tiempo, ni la presidenta que gobernó en paz y cerró la puerta de los odios, incluso de los tan justificados. Se los llevó la bomba de fósforo que les quemó la piel, aunque nadie hiciera famosa una foto como la de Hiroshima. Y podía haber casi cuarenta mil fotos. Se los llevó el misil que disparó un dron sobre una escuela, sobre una universidad, sobre un hospital, sobre una carretera de gente que obedecía por miedo y que huía hacia el sur, sobre una cola del pan, en la fuente donde caían lentas las últimas gotas de agua.
Se borraron los registros de sus propiedades, de sus tierras, de sus matrimonios y sus estudios porque más bombas destruyeron todos los archivos donde reposaba la memoria de ese pueblo. Y si no bastara, quemaron los libros de las universidades y, otra vez, uniformados armados prendieron fuego a las ideas, a los párrafos, las fórmulas, las metáforas y narraciones. Prendieron fuego a sus casas, sus obradores, sus mercados, sus templos, sus hospitales, sus universidades, sus escuelas, sus talleres. Anegaron los pozos, secaron la tierra, arrancaron los olivos y robaron sus casas. La máquina excavadora se convirtió en el horno crematorio del siglo XXI y las bombas hicieron el resto.
Redujeron a polvo las vidas que entregaron el testigo en 1948, cuando empezó la destrucción, cuando la cobardía occidental y su antisemitismo dijo que no quería judíos en Europa y les regaló Palestina a unos fanáticos a los que les valía más su gloria que la sangre de todo un pueblo. Las asesinas y los criminales se convirtieron en primeros ministros y la prensa internacional escribía diariamente el parte que les dictaban los nuevo dueños del campo de concentración. Naqba se convirtió en la otra cara del Holocausto y el éxodo de los pobres no estremeció lo suficiente al mundo árabe. Redujeron a polvo la promesa de salir de los asentamientos y regresar a sus territorios, a polvo los acuerdos de Camp David, el envenenamiento de los líderes moderados y los de izquierda, a polvo la verdad de la financiación israelí al fundamentalismo islámico para evitar que el socialismo palestino siguiera creciendo, y siguieron devastando porque nadie les paraba y redujeron a polvo las víctimas y las piedras de la primera Intifada y fueron polvo las víctimas y las piedras de la segunda Intifada. Hasta que, acorralados bajo tiendas de campaña, allí también les prendieron fuego. La voluntad era exterminar al pueblo palestino y que la historia les borrara para hacer cierto que ni siquiera eran un pueblo.
Nabila, que significa ‘aquella que es noble e inteligente’, ya no está viva. Ni Samira, ‘la que cuenta historias en las noches’; tampoco Abdel, el ‘justo’; ni Dalil, el ‘hombre agradable’; no esta Reda, que significa ‘satisfacción’, no está Zais, que es ‘abundancia’, no está Malik, que es ‘rey’; no está vivo Karim, el que es "noble y generoso’ ni Farid, el ‘único, el incomparable, el sin igual’; falta Maissa, que significa ‘graciosa’, Bilal, ‘aquél que satisface la sed’, Hakim, que quiere decir ‘sabio’, Adib, que significa ‘educado’ o ‘culto’, Kamal, que evoca ‘belleza’ o ‘perfección’; le robaron la vida a Moad, que es ‘aquél que está bajo la protección de Dios’ y a Adila, que es ‘aquella que es igual o justa’; falta Naim, que significa ‘tranquilidad’ y que solo tendrá la del polvo que regresa al polvo; Kalila, la ‘buena amiga’ no será amiga de nadie; Fátima, ‘la niña destetada’ no tendrá más alimento; Haidar, el ‘león’ no rugirá; Ahmed, ‘el más fervoroso adorador’ no rezará; Abla, la ‘perfectamente formada’ ha sido destazada; Halima, la ‘apacible y paciente’ lo será desde el dolor infinito; Samir, ‘el que es compañero’ no tendrá amigos; Talal, que significa ‘agradable’ y también ‘lluvia’ se ha secado; Dounia, que se dice como el ‘mundo’ ha sido desterrada; Walid, ‘recién nacido’ ha sido recientemente muerto; Basima, no será más la ‘sonriente’; ni Assim, el que garantiza y protege’ podrá hacerlo; tampoco Azahara será ‘de luz’ ni ‘una persona bella como una flor’; Zaida, no ha podido ser ‘aquella que crece’, ni Salma, que significa ‘paz’, se ha librado de que le hayan robado su futuro; Hanane, que significa ‘misericordia’, no la tuvo, y así miles y miles y miles de historias, de nombres, de risas, de riñas de niños, de cartas de hermanos, de dibujos de nostalgia y rabia, de dibujos mágicos plasmados en hojas en la escuela. De dibujos que nunca se pensaron trazos en la arena de la playa condenados también al olvido o a la memoria inconsciente de las olas.
Cuando cayeron las bombas sobre el sembrado era obsceno que quedaran allí, sin vida, sus cuerpos de niños, y al lado, apenas vestidos con el polvo, siguieran, sin alimento, dátiles colgando de las ramas.
Comentarios
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