Ha pasado ya más de medio año desde que Ayuso y Almeida son las máximas autoridades en la Comunidad y el Ayuntamiento de Madrid. Algo que ni el propio PP pudo imaginar hasta que ocurrió y que fue posible merced a un infame pacto con Ciudadanos y con el partido verde vómito, similar a los firmados también en Murcia y Andalucía. No parece haberle servido esto de mucho a los populares porque, aunque ejercen así el poder en esos predios, no acaban de levantar cabeza ni como partido ni como proyecto.
Pablo Casado, que durante la campaña electoral del otoño reciente moderó el estridente tono de abril, lo que le permitió recuperar más de veinte diputados con respecto a las generales celebradas seis meses antes ha vuelto a esgrimir, tras la toma de posesión del gobierno de coalición, el estilo agrio y frentista que creíamos olvidado. Esto impide ser optimistas a quienes apuestan por la existencia de una derecha mesurada y comprometida en los asuntos de la gobernabilidad del Estado. A juzgar por lo que dice y hace, el líder de los populares no parece muy dispuesto a llegar a acuerdos: ni en la justicia, ni en los medios públicos ni mucho menos en Catalunya, donde no para de echar leña al fuego ni de clamar por la aplicación del artículo 155 de la Constitución.
Con cada paso que da, transmite Casado más la impresión de andar perdido, sin ideas, propinando palos de ciego. Su entente con Ciudadanos carece de respaldo en Galicia, como ha quedado claro, y para imponer en Euskadi su acuerdo con lo que aún queda del partido naranja ha tenido que desempolvar el baúl de los recuerdos y fulminar a sus anteriores gestores. No es fácil encontrar fuera del PP de Madrid ejemplares tan estólidos como Ayuso y Almeida, pero en este caso parece que ha habido suerte y han conseguido dar con alguien que casi los hace buenos: ahí está Carlos Iturgaiz redivivo, recién salido del túnel del tiempo, agitando de nuevo el fantasma de ETA y deshaciéndose en elogios hacia el partido de la ultraderecha. Será el candidato a lehendakari en las elecciones vascas previstas para el domingo de Ramos, ¿no es maravilloso?
A Alberto Núñez Feijóo en Galicia, que rechazó tajantemente el pacto con Ciudadanos para ir juntos a las elecciones autonómicas, solo se le ha ocurrido para intentar salvar los muebles reducir el anagrama del PP a la mínima expresión en pancartas y atriles de los actos de campaña. Les invito a buscar dónde está el logo en la foto que encabeza este artículo, porque cuesta trabajo encontrarlo. Necesitarán una lupa.
¿Qué hay detrás de esta maniobra de ninguneo? ¿Por qué actúa así el candidato gallego a la presidencia autonómica? ¿Son sencillamente discrepancias con la dirección actual?, ¿le avergüenzan las salidas de tono de sus todavía compañeros Ayuso y Almeida? ¿Están las siglas del PP definitivamente quemadas?
La corrupción de muchos de sus miembros, todavía pendientes de comparecer ante la justicia, va a continuar sin duda perjudicando a la marca PP a medida que, con el paso de los meses y los años, se vayan celebrando juicios y conociendo sentencias. Quién sabe si la maniobra gallega de Feijóo no es un primer paso para acabar cambiando primero el nombre y luego las caras del partido.
Claro que para eso el líder gallego tiene primero que volver a ganar la presidencia de la Xunta, algo que a día de hoy no está nada claro. Necesita mayoría absoluta, 38 de 75 escaños, porque de lo contrario gobernará la izquierda -socialistas, BNG y Galicia en Común (UP, Anova y mareas municipalistas)-. Y la encuesta de Key Data que mi compañero Carlos E. Bayo dio a conocer el pasado jueves en Público sitúa el escaño 38 en el filo de la navaja.
La victoria de Feijóo podría significar el comienzo de la reconquista, dentro del PP, del sector que considera a Casado, García Egea, Cayetana y compañía un equipo de transición. Pero si se queda en 37 escaños y no consigue el número 38, la historia de Galicia cambiará con el Partido Popular en la oposición.
Y esa circunstancia pondrá irremisiblemente en marcha una especie de efecto dominó que podría llevar a los populares a la hecatombe, a disolverse como un azucarillo si la derecha civilizada, que por algún sitio andará, digo yo, no espabila y se reinventa, dado que Ciudadanos ni está ni se le espera. A menos que lo que quieran sea renunciar a su espacio y dejárselo enterito a ultramontanos y fascistas.
J.T.
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