Aunque hace décadas que son idiomas oficiales, el uso tanto del catalán como del euskera o el gallego continúa siendo demonizado en muchas partes de España, con ese Madrid cada día más tóxico a la cabeza de las hostilidades. Las derechas no parecen dispuestas a entender, mucho menos a admitir que la pluralidad lingüística, además de constituir una realidad con raíces de siglos, contribuye a enriquecer un patrimonio cultural que aporta a nuestra convivencia calor, color y vida.
Hasta este jueves esa realidad no había dado ningún paso para abrirse camino en el Congreso de los Diputados. Lo ha hecho Francina Armengol, su flamante presidenta, y a partir de ahora comienza un tiempo en el que se tendrán que ajustar muchas bielas, claro que sí, pero eso no impide celebrar que en una institución con sede en Madrid se utilicen por fin todas las lenguas del Estado. Por ahí se empieza, por ahí se tenía que haber empezado hace mucho. Resulta difícil entender cómo es posible que haya pasado tanto tiempo antes de adoptar esta decisión ¿Tanta caja de los truenos es?
Pues algo de eso parece que hay, por mucho que el catalán, el euskera y el gallego sean lenguas tan españolas como el castellano. Termino de escribir esta frase y tengo la impresión de haber soltado una perogrullada si no fuera por la eterna hostilidad centralista. Dado lo empeñados que están en llamar español a solo uno de los idiomas del Estado, y lo que desprecian el uso del resto, parece necesario repetir esta idea cuantas más veces mejor. Voy a ello: el catalán es una de las lenguas de España, tan mía, la hable o no la hable, y si no la hablo peor para mí, como el euskera, el gallego o el castellano. Punto.
Que haya quien desprecie esta reflexión no es casual, como tampoco lo es la constante y grosera intromisión en la vida nacional de la madrileñidad tóxica. Ojalá el uso de todas las lenguas oficiales en el Congreso contribuya a ir 'desmadrileñizando' una política nacional últimamente tan endemoniada, a quitarle algo de presión a esa olla a punto de estallar en que últimamente se ha convertido la capital del Estado.
Ha llegado la hora de cambiar el chip, por mucho trabajo que exija ese cambio de mentalidad. Donde lo exija, porque la diversidad lingüística no es un problema en ninguna de las comunidades donde se practica. No solo no altera ni perjudica la convivencia, como en su día Wert o Esperanza Aguirre se empeñaron en sostener, sino que hace ciudadanos más competentes y plurilingües. Y si las políticas educativas contienen deficiencias en algunas autonomías, pues sentémonos y hablemos sobre ello, ¿no? ¿o nos dedicamos toda la vida a cerrarnos en banda por ambos lados?
La palabra es diálogo. A eso es a lo que creo que otorgó carta de naturaleza Francina Armengol el pasado jueves haciéndose eco de la España real y dejando por fin a un lado, como tercera autoridad del Estado, la estomagante propaganda de radios, teles y periódicos empeñados en hacernos volver, junto a la derechas más intolerantes, a las tinieblas de los tiempos. Lo hizo entre citas de Salvador Espriu (en catalán) y María Zambrano, la expresión de solidaridad con los afectados por el incendio de Tenerife y una mención específica a la selección femenina de fútbol. Siguió así la línea que minutos antes, durante el breve espacio de tiempo en que presidió la mesa de edad, había esbozado Cristina Narbona: Honestidad, rigor, empatía, respeto...
Si defiendo mi lengua natal y exijo respeto, ¿por qué no he de respetar o admirar las otras de mis compatriotas?, se preguntaba alguien en redes estos días. Recordaba hace poco Guillermo Toledo aquella frase de Ovidi Montllor: "Hay gente a la que no le gusta que se hable, se escriba o se piense en catalán, (euskera o gallego). Es la misma gente a la que no le gusta que se hable, se escriba o se piense".
Sin ánimo de lanzar al vuelo ninguna campana, igual es buen momento para la llegada de la imaginación y la creatividad al Congreso de los Diputados. La primera bola de partido, el primer "match ball" ha caído del lado que favorece esa opción frente a los partidarios de las derogaciones, la intolerancia y la madrileñización tóxica de la vida nacional. Ahora toca rematar la faena con la investidura; que no vuelva a pasar como aquel día de 1873 en que Estanislao Figueres, primer presidente de la primera república, decidió abandonar sus responsabilidades empleando el catalán para hacerlo con una frase ya mítica: "Estic fins als collons de tots nosaltres". Ciento cuarenta años han pasado.
J.T.
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