Las carga el diablo

Inmigrantes. Usar y tirar

Inmigrantes. Usar y tirar
Más de 300 migrantes llegan al puerto de La Restinga tras ser rescatados, en El Hierro, Canarias. Antonio Sempere / Europa Press

Suelo pasar buena parte del año en una de las zonas más tensionadas de España en materia migratoria, el Poniente almeriense de los invernaderos, territorio comanche, jugoso caladero de votos para la ultraintransigencia fascista. Camino del bar donde desayuno, paso por cruces de caminos donde decenas de subsaharianos supervivientes de las pateras más recientes esperan que algún agricultor se digne escogerlos para subir a la camioneta y ser explotados bajo los plásticos por cuarenta o cincuenta euros jornada. En negro, por supuesto, nunca mejor dicho. Pido el café con leche y la tostada rodeado de lugareños que gastan la mañana insultando antes a Podemos, ahora a Pedro Sánchez, o cantando las excelencias de Alvise o Abascal. Al atardecer, mientras cumplo con mi caminata diaria, veo a los migrantes en bicicletas o patinetes regresar de sus trabajos camino de no se sabe dónde. Desaparecen como por arte de magia, para satisfacción de quienes los usan durante el día pero por la noche no quieren enterarse de que existen ni de los sitios donde a veces se reúnen para charlar o para ver los partidos de la Champions, nunca en los bares de cerveza y tapa típicos de la zona. Allí todos son blancos de piel y de afición futbolística. Y anti Barça, faltaría más.

Los inmigrantes que residen en el Poniente almeriense se acercan ya a los cien mil, superan la cuarta parte de la población total pero no existen. No quieren que existan. Es verdad que algunos alcaldes los empadronan porque más habitantes en el municipio significan más dinero para las arcas, pero ni se les ocurre pelear porque tengan derecho a votar. Sin los inmigrantes, la próspera actividad de la zona sería imposible; los originarios del lugar lo saben de sobra pero, aún así, no solo los ignoran sino que, cuando llegan las elecciones, votan a quienes prometen expulsarlos. Les molesta encontrárselos en los centros de salud, y se asustan cuando descubren que el número de bebés hijos de extranjeros que nacen en el Hospital del Poniente son aplastante mayoría. El Opus y demás colegios confesionales hacen su agosto abriendo nuevos centros donde los propietarios de invernaderos en los nueve municipios de la comarca matriculan a sus hijos por un pastón que pagan encantados con tal de que no compartan pupitre ni aula con niños de color.

Me pregunto cuántos Ponientes almerienses habrá en España, y me lo pregunto porque mucho me temo que estos microclimas, estas atmósferas envenenadas, son el verdadero huevo de la serpiente. Según el Banco de España, el 13,5 por ciento de las personas que actualmente trabajan en nuestro país nacieron en el extranjero, y hablamos solo de aquellos que se pueden contabilizar. Son quienes contribuyen además a elevar el PIB pero nos da igual, ¡leña al inmigrante! ¿Qué nos pasa? ¿Por qué ese empeño en despreciar al diferente? ¿Será acaso el síndrome del nuevo rico?

Recuerdo junio del año 1985, cuando nuestro país fue por fin admitido en Europa. Durante los tiempos del franquismo, los españoles habíamos sido mano de obra barata para alemanes, franceses, belgas u holandeses, pero aquello se nos olvidó muy pronto. Desde que nos convertimos en europeos de pleno derecho, gracias a las ayudas económicas de Bruselas y a nuestro nuevo estatus, cambiaron las tornas y empezamos a mirar por encima del hombro a los que eran más pobres que nosotros, a los países del Este que se fueron incorporando también a la UE... Rumanos, búlgaros y polacos vinieron a España para realizar el trabajo que antes hacían los andaluces en las casas bien. También los sudamericanos, también miles de africanos que, jugándose la vida patera a patera, cayuco a cayuco, llegaban y llegan hasta nuestras costas reclamando su derecho a sobrevivir en un flujo imparable que no tienen marcha atrás y los ultramontanos se resisten a entender. Por muchos impedimentos que se les quiera poner, siempre encontrarán el hueco. Como al campo, al mar tampoco se le pueden poner puertas. Las asustadizos agricultores almerienses, así como tantos otros que se dejan colonizar por las doctrinas fascistas, lo viven como una amenaza sin darse cuenta que la verdadera amenaza es no propiciar políticas de natalidad, de estímulo y de integración, de convivencia y complicidad en lugar de perpetuar relaciones a cara de perro.

Quienes hablan de invasiones y avalanchas, argumentan que el avance de los postulados ultraderechistas es algo que está ocurriendo en toda Europa. Y yo me pregunto: ¿tan complicado es deducir que en la medida en que Europa se quiera parecer más a un club selecto con derecho de admisión, más méritos estará haciendo para labrar su ruina? La inmigración y las situaciones derivadas de ella van a ser el gran asunto de las próximas décadas y no acabamos de asumirlo. No vale mirar para otro lado. En el fondo se trata, simple y llanamente, de una cuestión de Derechos Humanos. Y nos empeñamos, como en el Poniente almeriense en limitar nuestra relación con los inmigrantes a explotarlos de día e invisibilizarlos de noche. Y a aplaudir a quienes quieren echarlos ¿Estamos tontos, o qué?

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