Marià de Delàs. Periodista
"Que no nos representan, que no", "Lo llaman democracia y no lo es" se cantaba a menudo hace algunos años en todo tipo de manifestaciones. Era un mensaje equivalente al que había lanzado Lluís Llach en otro tiempo: No és això, companys, no és això (No es eso, compañeros no es eso). Lo cantaba en un disco publicado el mismo año en el que se pactó y aprobó la ley que perpetuó la monarquía implantada por el general Franco: la Constitución del 1978.
Poco después vino el "desencanto", un sentimiento que se extendió rápidamente entre sectores sociales que habían participado de una manera u otra en las movilizaciones contra la dictadura, que habían imaginado una ruptura, en favor de un nuevo estado de cosas democrático, igualitario, justo, y no se sentían identificados en absoluto ni con los financieros, burócratas, jueces y policías procedentes de la anterior administración, convertidos en "demócratas de toda la vida", ni con quien solo ambicionaba la ocupación de un lugar a las instituciones.
El règim del 78 no va fer net (El régimen del 78 no hizo tabla rasa). Lo dijo no hace mucho desde la cárcel Raül Romeva, para insistir en una idea bastante compartida entre quienes a principios de la actual década descubrieron o redescubrieron la necesidad de democratizar el Estado.
Ens diran que ara cal esperar (Nos dirán que ahora hay que esperar), señalaba Llach en aquella canción que parece escrita la semana pasada. Cierta izquierda vuelve a pedir paciencia. Hace llamamientos al realismo, a evitar el conflicto y los "maximalismos", a entender que se ha entrado en una nueva etapa de diálogo de larga duración con el Gobierno central. Se habrían acabado, así lo desean, las movilizaciones para exigir amnistía, libertad y respeto por los derechos democráticos.
Ciertamente, la represión, las condenas, el cansancio, las disputas entre dirigentes independentistas para capitalizar institucionalmente la movilización pasada, las perspectivas de competición en una nueva batalla electoral y el redescubrimiento del posibilismo tienen un efecto desmovilizador. El independentismo no pierde partidarios pero genera menos ilusión que hace un tiempo. Una concentración, sin embargo, en Perpinyà, convocada por el Consell per la República, demostró que a los defensores de la soberanía de Catalunya todavía les queda mucha cuerda.
La implicación de millones de personas en el conocido procés, desde la manifestación del once de septiembre de 2012 hasta la respuesta de octubre pasado a las sentencias contra los dirigentes independentistas, dejó una profunda marca. La cadena humana de 2013, la autoorganización para hacer posible la consulta de 2014 y el referéndum de 2017, la huelga general del 3-O, las autoinculpaciones y tantas otras manifestaciones multitudinarias en favor de la República catalana, convocadas por Òmnium, ANC, CDR, Tsunami..., pusieron en cuestión el régimen del 78 como no lo había hecho ningún otro movimiento social o político.
Pero políticos de la izquierda de ámbito estatal, que hace pocos años hablaban en nombre de la "nueva política" sobre la necesidad de iniciar procesos constituyentes, decían que nos encontrábamos a las puertas de una revolución democrática y se proclamaban inequívocamente republicanos, expresaban y expresan incomodidad ante manifestaciones como las de Perpinyà. Observaron a distancia en todo momento la revuelta catalana y la valoraron a menudo como un intento de desviar la atención de la población de los "verdaderos intereses sociales".
La izquierda, que se reclama defensora de los más desfavorecidos, identificó a JxCat y ERC como formaciones cómplices de los privilegiados, cuando es evidente que el poder real no solo ha expulsado de su entorno a los dirigentes de estos partidos sino que los envió y los mantiene en prisión por haberse atrevido a defender derechos democráticos elementales.
Los independentistas hace tiempo que agotaron la hoja de ruta que compartieron hasta que se produjo el choque con un Estado dispuesto a reprimir con mucha más dureza de la que preveían, pero más allá del grado de implicación de cada fuerza en la movilización popular, lo que puso de manifiesto la concentración en Perpinyà es la permanencia de un alto grado de descontento social y de rechazo al régimen político español.
La mesa de diálogo entre gobiernos es una conquista del soberanismo, a pesar de que los partidos catalanes que participan en ella coinciden, a pesar de la rivalidad, al manifestar desconfianza en sus interlocutores de la parte española. Reclaman amnistía y reconocimiento del derecho de autodeterminación. El Gobierno de Pedro Sánchez se niega en redondo a ceder ante esas reivindicaciones. Solo podría dejar de hacerlo si se cumplieran dos improbables condiciones: un crecimiento de la movilización en Catalunya que incomodara seriamente al establishment y que la izquierda española dejara de apartar la mirada y empezara a ver en la reivindicación catalana una oportunidad para abrir camino hacia otro modelo de Estado.
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