El soberanismo catalán ha demostrado de nuevo en las urnas que se merece dirigentes mejores, que respondan a sus anhelos, gobernantes y portavoces más sensatos y reflexivos, con capacidad y voluntad de hablar sobre lo que necesita el país y, en consecuencia, acordar políticas coherentes.
Pero hay lo que hay, y ahora no parece el mejor momento para elegir nuevos representantes, ¿verdad?
Sí hace falta, sin embargo, que la formación del nuevo Ejecutivo catalán se realice con mucho cuidado, más allá del número de partidos que se impliquen en la tarea.
Los que han sido hasta ahora socios del Govern pidieron disculpas a sus seguidores, reiterada y públicamente, bastantes veces, por el espectáculo de enfrentamientos que han protagonizado, pero ni antes ni durante la campaña no desperdiciaron ocasión para descalificarse mutuamente, añadir dificultades en sus respectivas áreas de gestión o, incluso, tratarse como adversarios, con la intención de desgastarse y dejar personas clave fuera de juego, con ignorancia evidente de la decepción que provocaban con sus peleas.
Ahora se supone que tienen que negociar la investidura de Pere Aragonès y sería deseable que lo hicieran con sentido de responsabilidad, con objetivos claros y con la generosidad necesaria para dejar en segundo plano ambiciones personales y liderazgos que solo generan pasiones entre sus círculos de incondicionales.
Seguramente no están en condiciones de construir un proyecto político alentador para la mayor parte de la sociedad, que sería el único camino efectivo para hacer frente a la irrupción de la extrema derecha en el Parlament de Catalunya, pero quizás existen instancias de la vida política y asociativa desde las cuales se les podría ayudar.
Tienen que tener presentes, en cualquier caso, los once escaños obtenidos por VOX y lo que eso significa. Es el precio que pagamos los demócratas por la frustración generada por los gobernantes y, sobre todo, por la debilidad y la amnesia de una izquierda tradicional, que se niega a sí misma desde hace ya demasiado tiempo, y que durante la década pasada ponía cara de asco ante la movilización y la capacidad excepcional de autoorganización de millones de personas de la sociedad catalana, en defensa de libertades elementales, entre ellas la del derecho a decidir sobre su futuro.
Otro dato preocupante de estas elecciones, que nadie ignora, es el de la abstención. Más de 2.790.000 personas dejaron de responder a la convocatoria a las urnas. Un 46 por ciento del censo. Constatamos ese dato sin ignorar la cantidad de conciudadanas y conciudadanos a los que nuestro "Estado de derecho" niega su derecho a tener derechos.
Hay quién atribuye la baja participación al miedo a la COVID. Hay que suponer que sí, que ha sido un factor decisivo que empujó a muchos posibles electores a quedarse en casa. Las precauciones sanitarias fueron estrictas y esperamos que el mantenimiento de la fecha del 14F, decidida por jueces y no por políticos, no tenga efectos negativos en la evolución de la pandemia. Solo una fuerza política, el Partido Socialista (PSC), se opuso al aplazamiento. Casi todo el mundo supuso que lo hicieron así porque querían evitar el desgaste del hipotético "efecto Illa". Vistos los resultados, que refuerzan el independentismo, le otorgan mayoría absoluta y más del 50 por ciento de los votos, parece que se equivocaron.
La elevada abstención, sin embargo, obedece también, con toda probabilidad, a la decepción provocada por la política institucional, una vez finalizado un ciclo de casi diez años de intensa repolitización.
La decisión del PSC de presentar a Salvador Illa para la investidura, sin tener el apoyo necesario para conseguirla, parece en este momento un nuevo acto de propaganda, destinado a preparar el terreno para la convocatoria de nuevas elecciones que nadie desea, más allá de lo que puedan desear algunos adictos a la actividad desde los aparatos políticos.
También llama la atención la satisfacción expresada por los dirigentes de En Comú Podem (ECP) después de conocer los resultados, que les daban una pérdida de 132.000 votos. Tendrían que reconocer públicamente que el hecho de ver a VOX con más votos que ellos en algunos de sus feudos tradicionales, bastante significativos, es un motivo de grave preocupación. Con el "no pasarán" no hay suficiente, es obvio. La extrema derecha crece cuando la izquierda renuncia a su identidad y sus objetivos, se adapta a las exigencias de sus adversarios y deja de generar esperanza. Así ha sido casi siempre en momentos clave de la historia.
Resulta extraño, por otro lado, que cuando insisten en la posibilidad de formación de un gobierno de izquierdas, pidan conversaciones con PSC y ERC y pasen por alto la existencia de la CUP, que es una fuerza indiscutiblemente izquierdista, anticapitalista, que ha obtenido más escaños que ECP, y que puede resultar decisiva a la hora de marcar la orientación del nuevo Ejecutivo.
Todo puede pasar en esta vida, pero parece más que probable que Esquerra Republicana y Junts per Catalunya vuelvan a formar parte del mismo gobierno. Tendrán que hablar previsiblemente sobre la famosa y desaparecida hoja de ruta común. Ambos partidos tienen clara la exigencia de amnistía y del reconocimiento del derecho de autodeterminación. No es poca cosa, pero hace falta que se pongan de acuerdo en la manera de hacerlo y que tengan presente que para recuperar la capacidad de movilización perdida necesitarán algo más que hacer llamamientos a la solidaridad.
Pero además de hacer frente a la represión, de exigir la libertad de los presos, que el Estado quiere de nuevo sin tercer grado, y de reivindicar libertades elementales, tendrán que acordar directrices y políticas públicas, independientemente del reparto de cargos que consideren oportuno realizar. El tiempo de pandemia complica en buena medida la acción de cualquier gobierno. Soluciones inmediatas no hay, señalan los especialistas. Los problemas económicos y sanitarios derivados de la COVID son y serán muy graves. Los responsables políticos que formen parte del nuevo Govern de la Generalitat tienen que trabajar como un solo equipo y no tienen excusas para descargar responsabilidades en el Departament de al lado.
Se volverá a hablar, seguro, sobre sus diferencias estratégicas, pero cuando lo hagan convendría que explicaran en qué se diferencia la Catalunya del futuro que imaginan unos y otros. Cuando hablen de discrepancias tendrían que precisar si se refieren a objetivos políticos que interesan a todo el mundo o al simple control de espacios dentro de la Administración y a algunas transacciones de apoyos en Madrid o en otras instituciones. No se trata de obviar tradiciones y herencias políticas, pero si se presta atención a la trayectoria política de algunas de sus figuras actuales surgen dudas razonables sobre quienes han defendido o defienden proyectos más o menos liberales.
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