Ignasi Riera
Escritor
La semana pasada, con la familia de Lidia Falcón, Carlos París y Carlos Enrique Bayo nos acercábamos a un restaurante paquistaní de Lavapiés. A los cuatro nos gusta darle a la lengua. De manera educada, eso sí, pero sin descartar —cuando lo creemos necesario— vehemencia dialéctica. Todavía en la calle, Carlos Enrique, director de Público, ahora digital, insistía en las contradicciones en el interior de la política catalana y de cómo resultan aberrantes o paradójicas actitudes, pactos y puntos de vista que poco tienen que ver con la que ahora es ‘la cuestión de cuestiones’, o sea el proceso o el no proceso hacia la independencia de Cataluña. Pactos parlamentarios entre CiU-PP —un clásico en la política catalana, tanto en parlamentos como en corporaciones locales—; las tensiones nada benignas entre CDC-UDC (simplificando: entre Artur Mas y J. A. Duran i Lleida); de las vacilaciones de signo casi teológico de ICV; de las querellas internas que tantos vaivenes han provocado, los últimos quince años, a ERC... y, por supuesto, del proceso entrópico, no sé si potenciada desde instancias celestiales, que abogan a favor de la definitiva desaparición del partido de los socialistas catalanes. Es decir: los comentarios tenían como eje de referencias a determinadas siglas políticas. ¿No habrá en ello un cierto reduccionismo que me incomoda?
Unos meses antes yo disentía de la admirable, admirada, Lidia Falcón, cuando, en su última novela —retablo de lectura obligada de lo que ocurrió en Barcelona el año 1974, el de la siniestra ejecución de Salvador Puig Antich— vuelve a hablar, como ha hecho también en sus ‘Memorias’, del PSUC, partido en el que ingresé, tras años de militancia en partidos más radicales, en 1973 y en el que continúo pagando cuotas no sé si destinadas a erigir al PSUC un sólido monumento funerario.
Confieso que, a pesar de tantos años de vida política en el que en tiempos todavía más oscuros era conocido como ‘el’ Partido de los comunistas catalanes, he sido persistente en mis críticas a mis dirigentes políticos. A pesar de lo cual nunca me he dado de baja del mismo, ni de su continuidad para mantener a flote credo y propuesta política: IC y ahora ICV. ¿Por desidia? ¿o para frustrar los deseos de los mencionados dirigentes que seguramente habrían brindado por mi baja voluntaria? Quizá por el ejemplo de Chesterton que nos contó el por qué de su sonada conversión al catolicismo. Un día de lluvia repentina, y nada benigna, Chesterton se refugió en una Iglesia Católica en la que celebraban misa. Al terminar, se acercó al párroco para pedirle ingresar en la Iglesia católica. La decisión provocó un revuelo inaudito porque ya entonces Chesterton era un conocido periodista, polemista y autor de ensayos notables. Cuando la jerarquía católica le preguntó por qué razón quería convertirse al catolicismo, el autor de El hombre que fue Jueves respondió: "porque una Iglesia que hace dos mil años que subsiste a pesar de sermones como el que oí en la misa, el día en que me refugié en la parroquia, seguro que cuenta con un especial apoyo divino". Guardando las distancias, me sucede lo mismo con el PSUC: que a pesar del tiempo histórico que le ha tocado vivir y soportar a los secretarios generales y adláteres desde el 23 de julio de 1936, que el PSUC siga existiendo, tiene que ser un milagro de la diosa revolución.
¿Es lícito, sin embargo, reducir a los partidos a sus siglas y a las hagiografías, supongo que laicas, de sus personajes más conspicuos? ¿se puede saber lo que es un partido tras la lectura de su Manifiesto electoral, o de sus estatutos? Sería como decir que quienes se declaran hoy católicos, y lo fueron con nota alta quienes desfilaron con la bendición papal y bajo palio durante cuarenta años en España, eran, y son, fieles seguidores de Jesús de Nazaret y su vida es un dechado de virtudes evangélicas. ¿Alguien, en serio, se lo puede creer? Utilizo la comparación para abonar dudas razonables sobre los muchos comportamientos, incluso antagónicos, dentro de los partidos entre quienes comparten siglas. Joseph Roth, mi autor de cabecera desde hace cinco años, en El profeta mudo (Der stumme Prophet), describe la juventud de Trotski del siguiente modo: "Era ingenuo porque era revolucionario (...) Afirmaba que la Revolución ha ido quedando siempre a la izquierda: sólo sus representantes se pasan aceleradamente a la derecha". Como todas las afirmaciones demasiado contundentes tienen algo de exageradas, de falaces. Porque donde no existe la duda no crece, ni cuece, la verdad.
Balance de los últimos cuarenta y cinco años para aclarar que los representantes de las siglas de los partidos han tratado de atribuirse un protagonismo al que no tenían derecho en acciones en las que participó mucha gente anónima que no comulgaba con las determinadas siglas. Diré más: en la mayoría de los avances socio-políticos los partidos no son los protagonistas y sí quienes tratan, de forma demasiado grosera, de atribuirse los logros de otras y otros.
En esta falacia viven y se enriquecen los ‘opiniatras’, que así llamo a los contertulios de tele-radios-prensa (digital o de papel). Su patrono vivió hará unos mil novecientos años: me refiero al cartaginés Tertuliano cuya máxima era: ‘Credo quia absurdum’. (Y le canonizaron...)
Políticos y opiniatras, que juegan a la vez en este torneo como protagonistas o como brazo armado --todos en nómina, por cierto— se aprovechan de una ‘pandemia’ grave: la desverbalización, proceso que sustituye el razonamiento a la consigna, la pregunta a la denuncia, la mentira al ataque feroz. Aparecen como alumnos de los futuros líderes totalitarios de los años treinta (del siglo pasado). Y son tan burdos como los Bush-Blair-Aznar-Barroso que proclamaron, con aires de infalibilidad dogmáticos, que Sadam tenía armas de destrucción masiva para validar uno de los desastres más sangrientos de la edad contemporánea.
No me tranquiliza comprobar que, en muchos casos, las llamadas ‘nuevas tecnologías’ prodigan ejemplos de desverbalización, en las que existe el ‘sí’ o el ‘no’; el ‘inocente’ o ‘culpable’... y pocas veces el ‘ quizás, quizás, quizás’.
Trato de recuperar el hilo de mi relato. Recordemos algunos ‘sucesos’, que yo recuerdo, y si es justo que se los atribuyen en exclusiva los concesionarios de determinas siglas políticas. Por ejemplo: 1951, huelga de tranvías en Barcelona; movilizaciones universitarias, ya vivas en 1956, que culminarán en la creación, a finales de los 60, en el Sindicat Democràtic; els fets del Palau con la huelga de compradores de La Vanguardia en los primeros 60; el intento de recuperar (editoriales, revistas, librerías) las bases de una actividad literaria; movimientos de renovación pedagógica con la marca emblemática de ‘Rosa Sensat’; la ‘Nova Cançó; las comunidades cristianas de base, tras la presencia de JOC, HOAC, ACO y de los curas obreros; reivindicaciones urbanísticas; las huelgas obreras del Baix Llobregat o del Vallés Occidental, desde 1962; la Assemblea de Catalunya; el proceso de implantación del movimiento feminista; la campaña contra la pena de muerte, antes y después del juicio de Burgos...; el papel de las Asociaciones de Vecinos; la creación de la Unió de Pagesos, etc. Hasta llegar al tan cercano 15-M del que también han tratado de usurpar gentes de sigla en ristre.
Mandarines, algunos ingenuos, otros siniestros, persisten en la perversidad de atribuir a figuras concretas de la vida política todo lo bueno que ha sucedido... o lo malo, a las siglas políticas antagónicas.
En el proceso que se vive en Cataluña, sobre el tema del referéndum sobre la autodeterminación, el reduccionismo a siglas (y la invocación persistente a denostadas instancias supranacionales) ha llegado al paroxismo. Unos y otros, defensores y detractores, creen que todo el proceso acaba de nacer. Pocos recuerdan que el llamado ‘Memorial de Greuges’, la Memoria en defensa de los intereses morales y materiales de Cataluña es del año 1885, y que fue presentado a Alfonso XII el 12 de mayo de aquel mismo año. Y que las Bases per a la constitució regional catalana, o ‘Bases de Manresa’, son de 1892.
Pues bien, a pesar del protagonismo de ciertas siglas políticas —me refiero a CDC y a ERC— el movimiento, para bien o para mal, ha traspasado fronteras. Sembrar amenazas, anunciar cataclismos, reducir malestares antiguos a intereses mezquinos o anunciar el resultado de una votación como el final, y no como el principio, de un proceso que no será fácil... y más en tiempos de crisis y en el seno de una sociedad compleja como la catalana, me parece impropio de quienes saben que los procesos históricos son difíciles y, hasta cierto punto, imprevisibles. Ni siquiera cuajan primaveras esperanzadoras. Como decía Manuel de Pedroso: "No es posible describir el Caos en términos de Orden". Y los partidos políticos, no lo olvidemos, pertenecen a este Orden. ¿No sería higiénico que escucharan más y que dogmatizaran menos?
Pertenezco, sí, a un partido. Lo cual me obliga a ser tan humilde como escéptico cuando oigo las llamadas ‘verdades como puños’, por parte de dirigentes que olvidan que, en ocasiones, la función de un partido político es hacerse cargo de los servicios de limpieza, tras la fiesta de quienes quieren expresar deseos, seguramente utópicos pero legítimos, de más justicia y de unos gramos más de libertad colectiva.
Comentarios
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