Estos últimos años, al retomar la política en el ámbito autonómico, he topado con los límites de los actuales modelos de gestión pública, privada o mixta, consistente ésta última en la incorporación a lo público de los modelos privados de gestión, entre otras modalidades con la mal llamada colaboración público privada.
Con anterioridad, mi experiencia había sido más bien desde la distancia: Desde la dirección de un partido político -una empresa peculiar, en la que se supone que la motivación viene ya dada- y de otro lado, en el Congreso de los Diputados, con el análisis de la política estatal, el debate de las leyes, la planificación general y otras normativas en el campo de la administración y del sector público, como fue, por ejemplo, el estatuto del funcionario público. En aquella fase legislativa ya eran evidentes los problemas concretos que padecían los modelos de gestión tradicionales del sector público y de la gran empresa en relación a sus comunes carencias de participación y comunicación, la desmotivación, las dificultades del trabajo en equipo y de la evaluación de funciones, la participación circunstancial en los resultados, los horarios, la conciliación y demás elementos que concurren en la mayor o menor eficacia de cada entidad. Tampoco la empresa fordista ni la organizada en red salían bien paradas.
Así, la cada vez mayor precariedad y autocracia en la empresa privada, así como la interinidad y la arbitrariedad de la libre designación en lo público se imponían a todos los problemas y modelos teóricos, como si de una corriente de fondo se tratase, acentuada como consecuencia de la crisis.
Más recientemente, los modelos de nueva gestión pública, el llamado modelo social y el gobierno abierto han tratado de salir al paso del malestar sociolaboral y de la crisis de confianza de la ciudadanía, frente a la corrupción y a los recortes sociales. Por añadidura, la introducción de las nuevas tecnologías ha llevado a un exceso de confianza y a la consiguiente frustración en la mutación tecnológica de la gestión, de la información y de la participación de los trabajadores en el sector privado y también en el público. En este sentido, las recientes leyes de transparencia están poniendo en manos de los ciudadanos y de los trabajadores una cantidad ingente de datos, que no siempre conllevan una mejor información cualitativa para la participación que se reclamaba.
Cabe recordar que, en España, el tamaño más frecuente de la empresa privada sigue siendo la microempresa, en su mayoría con menos de diez trabajadores y concentrada en el sector servicios, características que se producen también en las nuevas empresas de la época tecnológica.
Todo ello configura una relación personal patrono-trabajador, lo que sumado al empleo precario y temporal, a la debilidad de los convenios colectivos y a la consiguiente baja afiliación sindical, determinan en conjunto toda una cultura de gestión y relaciones laborales autoritaria y paternalista sin participación, a la que se vienen a añadir como capas geológicas los nuevos sectores, las nuevas tecnologías y la mayor especialización, sin que supongan necesariamente una modernización real de la gestión.
En la gran empresa destacan su financiarización, la crisis del control estratégico de los consejos de administración y la excesiva autonomía de los gestores, que han contribuido al debilitamiento del tejido industrial y a la consiguiente pérdida de su modelo de relación laboral.
En el sector público en general, particularmente en la sanidad, los servicios sociales, los institutos de investigación y las empresas públicas, se mantiene, a grandes rasgos, el modelo burocrático-funcionarial al que se han incorporado, si bien de forma minoritaria, modelos de gestión privados y modelos mixtos que vienen a acumular sin coherencia lo peor de estos últimos: siempre en detrimento de la concurrencia, de la transparencia y de la inseguridad laboral.
En el ámbito de las Administraciones Públicas, si bien con un mayor grado de sindicación, tampoco prima precisamente la participación ni la iniciativa del funcionario o del empleado público, sino que impera la desconfianza mutua con los cargos políticos de libre designación y la presión de la demanda del "cliente", resuelta en función del compromiso individual de cada cual a los distintos niveles. El corolario son los conflictos profesionales, la judicialización de las relaciones laborales y en mucha menor medida, casi residual, la participación en la gestión, la negociación y el acuerdo.
En la parte del sector público que se ha privatizado o dejado en manos de la gestión privada, la situación ha empeorado aún más. Por todas partes hemos asistido a la selección de riesgos, la subcontratación y el deterioro del empleo y de la calidad del servicio. Es decir, a la prioridad del negocio frente al servicio público.
En aquellos otros servicios públicos donde se mezcla el modelo burocrático con las nuevas experiencias importadas desde la gestión privada abundan la profusión de cargos intermedios y una deriva economicista contradictoria con los objetivos del sistema. En sanidad, por ejemplo, navegamos entre el modelo de gestión de la demanda tradicional y un modelo de gestión clínica estancado, importado de la privada. Urge la reorganización el sistema hacia un modelo integral de salud, cuyo núcleo sea la Atención Primaria, pero con ello no basta. También es necesario un modelo de investigación público, vinculado a las necesidades sociales
Pero tampoco es suficiente. Se ha ido socavando el modelo en los servicios públicos en favor de la negociación y el equilibrio inestable de intereses crudos y desnudos. En paralelo, se ha deteriorado el nivel de la capacidad directiva degradándose como pasteleo o imposición autoritaria. Esta decadencia precipita el desánimo o la quemazón de los profesionales, precisamente los más comprometidos con la atención pública y de calidad. Otro tanto podríamos decir de los institutos de gestión mixta, atrapados entre los intereses de los patronos privados y el interés general de la investigación.
El resultado es la victoria de las prioridades empresariales a corto plazo, frustrando las carreras y los proyectos de investigación, en un ambiente de conflictividad y judicialización. Es imprescindible, en definitiva, un nuevo modelo de gestión pública que supere el dejar hacer de unos y el ordeno y mando de otros, que en conjunto provocan el desánimo en los más comprometidos y la pasividad del resto.
Tampoco los modelos privados sirven porque alejan los servicios públicos de su finalidad. Se trata de retomar conceptos como la participación, el trabajo en equipo, la transparencia, la evaluación, la conciliación, incluso la cogestión dentro de un nuevo modelo de gestión pública y de gobierno abierto.
Un buen gobierno y un nuevo modelo de cogestión pública. ¿Nos atreveremos?
Comentarios
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