Hace apenas una semana, desde el 2 hasta el 7 de noviembre, tuve la oportunidad de visitar la localidad palestina de Khan al Ahmar, ubicada en pleno corazón de Cisjordania, en la gobernación de Jerusalén. Sus aproximadamente 250 habitantes, de origen beduino, aún no creen que un día cualquiera, tal vez hoy mismo, su pueblo pueda ser destruido. Cualquier día, cualquier amanecer, en el horizonte de colinas rojizas que caracteriza el lugar, podría aparecer una legión de excavadoras israelíes que no deje piedra sobre piedra en Khan al Ahmar.
El pasado 24 de mayo el Tribunal Supremo de Israel aprobó la destrucción de esta localidad palestina, dando vía libre a las autoridades para demoler todos y cada uno de sus edificios, sin indultar siquiera a la escuela pública que da servicio a casi 200 niños y niñas palestinas de las zonas circundantes.
Los asentamientos de colonos israelíes han proliferado, siguiendo el patrón de la piel de un leopardo, por toda la geografía palestina. Ahora las fuerzas de ocupación pretenden unir y conectar cada una de esas colonias dispersas, sin importarles lo más mínimo que en esas tierras circundantes ya hubiera ya otros habitantes. Y esta es la suerte que parece estar reservada a los vecinos y vecinas de Khan al Ahmar, condenados tal vez desde hace ya décadas, cuando en 1977 unos colonos israelíes ya dieron un buen bocado a sus tierras y se asentaron en Ma'ale Adumin. El gobierno y los tribunales israelíes han dado ya vía libre a que se produzca un nuevo robo. Khan al Ahmar parece, sin remisión, condenada a la destrucción.
Los planes de Israel para Khan al Ahmar vulneran la legalidad internacional y los acuerdos de Oslo, firmados en 1993 entre el país ocupante, Israel, y la Autoridad Nacional Palestina como la base de un futuro acuerdo de paz que permitiera la convivencia de ambos pueblos. Sin embargo, Israel planea destruir la localidad palestina y desplazar forzosamente a su población. Un crimen de guerra, con todas sus letras, del que no dan cuenta ni las televisiones, ni los periódicos ni los principales medios de comunicación de nuestro país. Khan al Ahmar parece condenado a la destrucción y al olvido.
Son ya muchas las generaciones de palestinos y palestinas que se han visto forzadas a convivir con la ocupación. Y, por más que Israel lo ha intentado, miles y miles de personas han conservado a duras penas su identidad y dignidad. Lo más duro, lo más sangrante, no es en sí ya la ocupación militar, que les condena a ser extranjeros en su propia patria, a carecer de derechos en la tierra en la que nacieron, sino las duras condiciones de vida que han de afrontar cada día de sus existencias. El hambre, la miseria, la enfermedad y la desesperanza son la moneda cotidiana de millones de palestinos y palestinas.
A miles de kilómetros, desde la relativa comodidad de nuestros hogares, nos hemos acostumbrado a vivir con dantescas escenas en la que adolescentes palestinos mueren clamando por su libertad ante el que probablemente es el ejército mejor equipado de todo el mundo. A día de hoy ya no lo vemos en el telediario ni lo leemos en la sección de Internacional de nuestro periódico. Y podemos llegar a pensar que en Palestina todo sigue igual, que nada ha cambiado. Y lo más dramático de todo es que no es así: las cosas están cada vez peor y los palestinos y palestinas miran al futuro y solo ven desesperación.
Mientras escribo este artículo ha comenzado una nueva ofensiva armada de Israel contra Gaza. Dentro de unos días se podrá hacer un sangriento balance del nuevo ataque y habrá que contar las víctimas palestinas por decenas, tal vez por centenares. No seré yo el primero en utilizar el símil de David contra Goliat para representar el conflicto palestino-israelí. Pero es evidente que hay quien tiene a su disposición el armamento más mortífero que la Humanidad jamás ha conocido mientras el otro bando solo cuenta con piedras y con su férrea voluntad de resistir ante la permanente humillación. Esta desigual batalla también se libra a escala diplomática e Israel tiene de su parte a Estados Unidos y al conjunto de prácticamente toda la Unión Europea. Poco importa que Israel haya vulnerado reiteradamente las resoluciones de Naciones Unidas. Poco importan los crímenes de guerra reiteradamente realizados por las tropas de ocupación. El Derecho Internacional también distingue entre débiles y poderosos y a Palestina le ha tocado ser el lado débil de esta sangrienta ecuación.
Las disputas internas entre Al Fatah, que gobierna en Cisjordania, y Hamás, hegemónica en Gaza, no hacen sino complicar aún más las oscuras perspectivas de futuro para la población palestina. Con unas tasas de desempleo inasumibles para cualquier país, con una libertad permanentemente restringida por el régimen de ocupación, con la ausencia absoluta de las condiciones necesarias para afrontar cualquier proyecto vital y ante la dificultad para acceder a recursos tan básicos como el agua, la electricidad, la Sanidad o la Educación, la población palestina se encuentra peor que nunca y al borde de la desesperación más absoluta.
Comparto plenamente la reflexión que, durante la visita que realizamos a Palestina, me hacía un compañero del Senado: "Oriente Medio es un avispero y cualquier movimiento que suponga una agresión a cualquier actor de la zona tendrá irremisiblemente consecuencias para la paz y la estabilidad de la región". Tal vez haya quien ha pensado que esta afirmación es válida en todo Oriente Medio a excepción de la población palestina, que lleva sufriendo toda suerte de agresiones desde hace décadas. Pero, tal y como intentaba exponer, la situación hoy en Palestina es más desesperada que nunca.
Durante los últimos años hemos asistido estupefactos al surgimiento de un nuevo tipo de fanatismo que amenaza aún el statu quo de la zona. Me refiero a DAESH, ISIS o cualquiera de los nombres que queramos dar a ese nuevo monstruo que nos tanto nos asusta y cuyo origen, en cambio, no alcanzamos a entender. En Palestina, hasta el momento, no ha cundido esa suerte de fundamentalismo islámico que ha hecho añicos Siria e Irak. Yihad Islámica, el grupo que tradicionalmente ha agrupado a esos elementos fanáticos, ha sido y sigue siendo minoritario en la compleja y plural sociedad palestina. Sin embargo, cada nuevo agravio israelí dibuja con más claridad la desesperación con que millones de personas, extranjeras en su propia tierra, miran su propio futuro.
Khan al Ahmar es un pequeño pueblo de apenas 250 habitantes. Y, sin embargo, es la metáfora perfecta del conflicto palestino-israelí. La política de ocupación se ha sustentado permanentemente en la idea de que mientras una comunidad, la israelí, debe tener todos los recursos a su disposición para prosperar, no existe el menor inconveniente en privar a otro grupo humano, a la población palestina, de todo aquello que necesitan para la propia supervivencia. Decía Nelson Mandela, allá por 1997 que "nuestra libertad es incompleta sin la libertad de los palestinos".
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