Nuestra entrada en la híper-modernidad, que debía saltar de lo líquido a lo directamente vaporoso y etéreo de las realidades virtuales, ha chocado de frente con un hueso biológico que genera trombos en todos los órganos y extremidades del cuerpo social. Las medidas que se toman, de manera casi siempre improvisada, van destinadas a impedir la gangrena sanitaria y la asfixia económica antes de que el mundo tal y como lo conocíamos se derrumbe por la irrupción de un agente que no está ni vivo ni muerto, que habita en la frontera entre lo orgánico y lo inorgánico.
En este contexto algunos se han apresurado a extraer lecciones y otros muchos a darlas, pero parece claro que nadie está en condiciones ni para lo uno ni para lo otro. En la esfera política, ni el gobierno, que debió clausurar el país al menos una semana antes evitando con ello miles de muertes, ni la oposición, responsable tanto de la gestión autonómica como de una política comunicativa vergonzante, han estado a la altura de unas circunstancias excepcionales. Que precisamente por serlo permitían el error y la duda, pero no la soberbia, la mentira y la ofensa continuada.
En el ámbito intelectual autores como Zizek o Byung-Chul Han se han lanzado rápidamente a explicar el mundo que tenemos por delante, aunque saltándose el paso actual, más preocupados por el después de la pandemia que por el ahora del confinamiento. La dispersión característica de la vida posmoderna y el consumo exacerbado se ha ido contrayendo hasta dejarnos recluidos entre cuatro paredes, desde las que pocas lecciones pueden extraerse más allá de una vaga proyección hacia el futuro. Al mismo tiempo, se van acumulando las sensaciones y experiencias relativas a una nueva relación entablada con el espacio, el tiempo y los demás, y sobre ello quizá estén en mejor disposición de escribir los literatos que los filósofos, aunque también corramos el peligro de saturar la semántica de la nueva normalidad.
Por otra parte, hemos visto unos cuantos análisis formulados a partir de un enunciado común: "el virus somos nosotros". Quienes imparten esa lección no son conscientes de que se anula desde su propia formulación, dado que presupone que la naturaleza hace responder al humano por sus acciones en un sentido moral, que le manda mensajes, sin asumir que esta no habla un lenguaje humano, sino otro mucho más sordo y brutal (aunque a veces sea bello también). De haber un recado de la naturaleza no alcanzaríamos a entenderlo, y si lo entendiéramos podría resumirse en que le damos igual. Somos nosotros quienes tenemos que forzarla a hablar, obligarle a decir aquello que nos resulte útil, por ejemplo, en forma de vacuna. Y las lecciones que extraigamos no dirán tanto de ella como de nosotros mismos.
Por ejemplo, sobre lo frágiles que somos y lo expuestos que estamos. A pesar de la primacía ideológica del pensamiento individualista y competitivo, queda una vez más en evidencia que nos necesitamos mutuamente, que dependemos del que cultiva, del que cuida, del que transporta, del que inventa, del que explica y del que consuela. En ese sentido, y para desgracia del paradigma neoliberal, el socialismo parte con una ventaja casi ontológica: ser es ser con el otro, ser en sociedad.
Esto no obsta para que finalmente pueda acabar triunfando una solución autoritaria a la crisis pandémica, como apuntan algunas tendencias preocupantes. Pero nada podemos decir definitivamente sobre ello mientras estamos en el ojo de la tormenta, donde quienes más lecciones están dando lo hacen en silencio, con sus acciones y no tanto de palabra, y de manera discreta y modesta: desde la comunidad científica encerrada en sus laboratorios buscando frenéticamente una cura hasta las limpiadoras de habitaciones y pasillos de hospital, pasando por los médicos y enfermeras, y otras muchas profesiones y dedicaciones que se han demostrado esenciales para nuestra supervivencia como especie. Es seguramente a ellos a quienes debemos preguntar y escuchar, intentando que sus voces no se pierdan en el fragor de la batalla por conquistar las opiniones y creencias y dominar con ello la esfera pública.
De la clase política y los medios de comunicación cabía esperar durante esta crisis una cierta ejemplaridad en su comportamiento, en su estilo y su intención, como representantes de una voluntad colectiva necesitada de aliento. Y por desgracia pocos han estado a la altura, bien porque se hayan apresurado a extraer lecciones sin masticar antes una comprensión de lo que nos acontece, bien porque se hayan lanzado directamente a darlas interesadamente, desde el sensacionalismo y la confrontación. Como resultado, padecemos una crisis social de ejemplaridad que explica que figuras como Fernando Simón cobren notable relevancia.
El espejo de la historia no puede eludirse fácilmente, y cada uno se verá confrontado antes o después con sus propios actos y decisiones. Pasado el tiempo, los jueces e historiadores del futuro sabrán distinguir entre lo memorable y lo efímero, entre el oprobio y la dignidad, entre causas reales y efectos indeseados, y quizá sea entonces cuando estemos en disposición de dar y extraer lecciones duraderas. Esperemos que para cuando llegue el momento exista también la suficiente convicción social, política y mediática como para ponerlas en práctica.
Comentarios
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