Hacía mucho tiempo que quería escribir un pastiche de Sherlock Holmes. Pastiche, un galicismo, es la forma finolis de decir plagio. Y con un plagio titulado El hombre que fue Sherlock Holmes he ganado el 36º Premio Jaén de Novela. Entiéndaseme bien: el mío no es un plagio delictivo, como el que llevó a Arturo Pérez Reverte a ser condenado en la Audiencia de Madrid por robarle un argumento a un compañero de profesión. Un pastiche es más bien un homenaje, una declaración de amor al personaje o la trama que se copia. West Side Story es un pastiche musical de la trama de Romeo y Julieta. La vida privada de Sherlock Holmes es un pastiche cinematográfico del personaje. Siempre que hayan pasado los años suficientes entre la creación del original y la copia, no sueles pisar la cárcel. Por si acaso (no quería yo dar con mis huesos en la prisión de Estremera, junto al Comisario Villarejo), a mi novela le he dado una vuelta de tuerca. No he resucitado a Sherlock. Me he limitado a inventar un personaje que, de tanto leer sus aventuras, llega a creer que es Sherlock. Igual que Don Quijote llegó a pensar que era el heredero de Amadís de Gaula.
Las aventuras del detective británico, por muy dramáticas que sean, destilan siempre un humor muy sutil. Hay humor en lo alambicado y surrealista de las tramas – La liga de los pelirrojos es especialmente delirante –, en la hiperbólica frialdad del detective – soy un cerebro, Watson, el resto de mí es un mero apéndice –, y lo hay también, qué duda cabe, en la relación sadomaquista entre el detective y el doctor, que se deja humillar intelectualmente una y otra vez por Holmes, con tal de trasladar al lector las extraordinarias dotes deductivas de su compañero de aventuras.
Si mi novela tiene humor, es solo porque los relatos de Sir Arthur Conan Doyle también lo tienen. Yo me he limitado solo a sacarlo un poco de quicio. Bueno, un poco bastante. Con decir que la dama en apuros, que acude a pedir ayuda al detective, se llama Brianda de la Castuza está dicho todo.
Lo peor que puede hacer un pasticheador de Sherlock es colocarle al lado a un Watson demasiado tonto. Todas las adaptaciones audiovisuales que se han hecho del detective han incurrido en el mismo exceso. Todas, menos una. El Sherlock de la BBC, protagonizado por Benedict Cumberbatch, una serie fuera de serie, en gran parte por el extraordinario Watson que le pusieron enfrente. No hablo solo de la gran interpretación de Martin Freeman, que se come muchas veces a su compañero de reparto. Me refiero sobre todo al acierto con el que está recreado el personaje. Puede que no tenga las dotes deductivas de su amigo, pero su inteligencia emocional es ciertamente superior. Hasta el punto de que se burla de él cuando lo sorprende en actitud de postureo intelectual.
En mi novela, también me he esforzado en cuidar este extremo. Sherlock no necesita a un bobalicón a su lado para deslumbrar a los lectores o a Scotland Yard. Sus facultades son lo suficientemente asombrosas como para que brillen por sí mismas. Voy más allá: hacer de Watson un lerdo es un insulto a Holmes. Porque si el buen doctor fuera realmente tan obtuso ¿por qué querría tenerlo a su lado en todas sus aventuras? Un idiota es siempre un lastre, estemos investigando un crimen en el Londres victoriano o tratando de acabar con una pandemia en la Comunidad de Madrid.
Watson es inteligente y observador. Lo único que le diferencia de Holmes es que partir de los mismos datos, no es capaz de llegar a las mismas conclusiones. Le faltan años de profesión, le falta formación criminológica: él es médico militar, no detective consultor. Por eso Sherlock le putea diciéndole que, aún no siendo luminoso, sí es en cambio un conductor de luz: porque muchas veces sus errores de apreciación estimulan sus razonamientos. Pero estos hirientes sarcasmos se refieren solo a su capacidad detectivesca. Holmes siente un gran respeto hacia Watson como médico y aunque le reprocha que le eche tanta literatura a sus relatos, es evidente que también le interesa como escritor. Si no, no se molestaría en leer lo que escribe. No nos engañemos: el único idiota de la serie es el inspector Lestrade. Por ese sí siente auténtico desprecio el genial detective.
Es público y notorio que Conan Doyle consideraba las aventuras de Sherlock Holmes una creación menor. Cuando su personaje, que nació como un divertido ganapán, llegó a convertirse en un fenómeno de masas, Doyle decidió acabar con él, por miedo a que eclipsara sus novelas históricas. Quería ser el Sir Walter Scott del Siglo XIX y en cambio sus lectores sólo quería oír hablar de Holmes y Watson.
He descubierto que a mí ahora me pasa justo lo contrario. Mis novelas histórico musicales –La Décima Sinfonía, Las dos muertes de Mozart, etc. traducidas a más de veinte idiomas y que han vendido decenas de miles de ejemplares– ya me empiezan a parecer tan solo un entretenido ganapán y con lo que de verdad querría pasar a la historia – o a la historieta, al ser una novela humorística– es con El hombre que fue Sherlock Holmes.
¡Que vds. la disfruten!
Comentarios
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