Hace unos días saltaba a la prensa la noticia de la aprobación de una nueva Política Agraria Común (PAC) por parte del Parlamento y el Consejo de Ministros Europeo que pondrá en grave riesgo la conservación de la biodiversidad, el cumplimiento de los compromisos climáticos y el impulso de una agricultura que permita vivir dignamente a quiénes la trabajan. Y aunque parece que poco puede cambiar el panorama, esta aprobación, que aún debe ser ratificada en los próximos meses por la Comisión Europea, podría traer, al menos, algún aspecto positivo.
Los intereses de la agroindustria van a lograr nuevamente que la PAC vigente hasta 2027 destine 387.000 millones de euros, el tercio del presupuesto total de la Unión Europea, a seguir impulsando una agricultura y ganadería insostenibles social y medioambientalmente.
Sin embargo, dentro de este sombrío panorama, emerge una cuestión esperanzadora que, pese a su importancia, no ha sido apenas tratada en los medios. Entre los cientos de enmiendas que se han aprobado en el Parlamento Europeo en relación a la PAC, se ha incorporado una medida que podría establecer una condicionalidad social para que las receptoras de las subvenciones de la PAC se vean sometidas a la obligación de cumplir con la legislación social y laboral, bajo pena de sanción administrativa.
En una rápida lectura de esta medida puede parecer de sentido común e incluso superflua su posible aprobación, pero lo cierto es que, desde las primeras regulaciones de la PAC en la década de los años 60, pasando por diferentes reformas que se llevaron a cabo en los 80, 90 y en la década de los 2000, nunca antes se había establecido una condicionalidad que obligara a los receptores de estas ayudas a cumplir con la normativa laboral de las personas trabajadoras en el campo. Esta cuestión emergió por primera vez en la negociación de 2002 a propuesta de la Comisión, pero, lamentablemente, los líderes de los Estados miembros tumbaron la misma en el Consejo alegando que "impondría demasiada burocracia". Ahora, en plena pandemia y con las condiciones habitacionales y laborales de las personas trabajadoras temporeras migrantes ocupando las primeras planas de los principales rotativos europeos, esta cuestión vuelve a emerger, ofreciendo una oportunidad histórica para su implementación.
Pese a que aún persiste un importante número de explotaciones agrarias y ganaderas dirigidas por agricultores, agricultoras y sus familias, lo cierto es que las políticas públicas europeas han impulsado en las últimas décadas un modelo tendente a la industrialización de la agricultura y el acaparamiento de tierras. El avance, así, de multinacionales y grandes cooperativas cuyo modelo de negocio genera multimillonarios beneficios ha relegado a un espacio de marginalidad a las pequeñas explotaciones, haciendo de la agricultura intensiva, altamente dependiente de la contratación masiva de mano de obra asalariada, el modelo privilegiado por la PAC.
En España el número de explotaciones agrarias se ha reducido un 2,1% respecto a 2013. Por contra, la superficie agrícola utilizada media por explotación ha aumentado hasta las 25 hectáreas, el valor más alto de la serie histórica. En este impulso hacia la concentración agraria empresarial, la PAC ha jugado un papel fundamental destinando cerca del 80% de sus ayudas directas a tan sólo el 20% de las explotaciones más grandes.
En este contexto económico y social parece evidente la necesidad de que la PAC verifique que el modelo que promueve, al menos, garantice condiciones de vida y trabajo dignas a la mano de obra involucrada pero, lamentablemente, hasta ahora, las políticas públicas en materia alimentaria además de no contabilizar los impactos medioambientales, tampoco lo han hecho con los sociales.
La agricultura y la ganadería suponen en España el 2,7% del PIB y tienen a 1.106.319 personas afiliadas a la Seguridad Social. De esta cifra, al menos, 223.986 personas son de origen extranjero, lo que supone el 20% del total, aunque sin duda el dato real será mayor, pues este no incluye a las personas trabajadoras en situación irregular. Si tenemos en cuenta que las personas de origen extranjero únicamente representan el 10,71 % de la población total residente en España, podemos intuir su sobrerrepresentación dentro del rubro agrícola y, por ende, el hecho de que las condiciones sociales y laborales del mismo afectarán de forma más específica a este colectivo.
El empleo de personas trabajadoras migrantes en la agricultura española no ha dejado de crecer en volumen desde los años 90 hasta la actualidad, siguiendo una evolución paralela a la implantación del modelo industrial. Aunque las formas de contratación de estas personas varían enormemente entre regiones (en Huelva, por ejemplo, prima la contratación en origen mientras en otros territorios las redes informales o las ETT ejercen de principales canales de reclutamiento) la fotografía general del país permite calificar las condiciones de trabajo de estas personas migrantes con dos palabras clave: precariedad y explotación.
Contrastan enormemente los multimillonarios beneficios de cultivos como la fresa onubense o los plásticos de Almería con imágenes cotidianas de personas trabajadoras pobres, obligadas a vivir en infraviviendas, muchas veces hacinadas, sin acceso a agua potable o electricidad y, en plena pandemia, sin unas mínimas condiciones de higiene sanitaria. La crisis de la COVID-19 otorgó una centralidad sin precedentes a este colectivo, donde numerosos medios se hicieron eco de sus condiciones de vida y trabajo, pero lamentablemente, éstas vienen rigiendo desde hace décadas en el territorio europeo. El modelo es claro, la agricultura industrial europea depende en gran medida del pago de salarios mínimos (muchas veces, como han denunciado numerosas investigaciones, por debajo de convenio), por lo general computados por horas, lo que hace que, en jornadas más cortas o días lluviosos, estos se reduzcan a 0. Los alimentos que consumimos están así, en gran medida, producidos en condiciones de absoluta miseria por trabajadores cuyos salarios no alcanzan apenas para comer.
El cumplimiento de la normativa laboral, con unos estándares mínimos de trabajo decente, es responsabilidad directa del Estado y, a través de la PAC, de la Unión Europea. La nueva cláusula de condicionalidad a las ayudas constituiría un primer paso positivo pues su imposición conllevaría la obligación de imponer sistemas de control y monitorización. Además, su incumplimiento acarrearía sanciones millonarias, que, como es bien sabido, no existe mecanismo más eficaz para hacer que las autoridades se tomen en serio este asunto. Para que esto ocurra, se debe asegurar a toda costa que cumplir con la legislación social y laboral sea realmente un requisito de condicionalidad con penalización administrativa ante su incumplimiento y no un acuerdo voluntario.
Los derechos laborales y sociales de las personas que producen los alimentos deben estar en el centro de políticas como la PAC, ya es hora de que la Unión Europea juegue un rol activo y deje de mirar hacia otro lado ante una situación terrible donde se vulneran diariamente los derechos humanos. Debemos también rechazar las políticas migratorias que se configuran como instrumentos subsidiarios del sistema económico haciendo de la mano de obra migrante un insumo agrario más para el capital. Recordamos la vieja reivindicación, ahora más de actualidad que nunca, que dice: la tierra para quien la trabaja. Nosotros añadimos además: derechos laborales para quien trabaja la tierra. Esperemos que la UE acabe aprobando esa condicionalidad en la PAC.
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