Lo del Tinder es una experiencia apasionante. Palabra. Primero, tienes que elegir una foto en la que te sientas representada y, por supuesto, en la que salgas guapa. Así funciona el mercado del ligoteo. Luego, tienes que elegir una descripción. A mí me costó un rato y acabé escribiendo algo escueto: "Periodista. Leo mucho, pero soy géminis". Tengo que confesar que me parece bastante ingenioso. Una vez dentro, la aventura está garantizada. Puedes encontrarte con cualquiera: tu ex, alguna vieja amante, colegas, una vecina que siempre te saluda muy simpática, amigas de amigas. Si vives en una ciudad pequeña es todavía mucho más interesante. En el caso de las lesbianas, además, se da un fenómeno muy "curioso": la sobrerrepresentación de parejas heterosexuales que buscan pasar un buen rato con alguna bollera maja. Pasando, vaya. A veces también se cuelan algunos perfiles de hombres cis que aparecen despistados ante tus ojos.
Las redes sociales –entiendo que estas aplicaciones podrían considerarse también así– han cambiado, sin duda, nuestra forma de relacionarnos. No sólo eso: han cambiado también nuestra manera de entender el mundo, el amor, el deseo. La sexualidad toma una dimensión distinta ahora a través de otros lenguajes, que ya son compartidos por millones de personas en todo el mundo. Según las estadísticas que aporta la aplicación, hay 57 millones de perfiles en Tinder y, cada semana, se dan en torno a 1 millón de citas. Esto, claro, antes de la pandemia.
Es una aplicación gratuita, pero si pagas puedes tener más información adicional y, alrededor de 6 millones de personas, pagan por esos extras. La lógica de la aplicación es aparentemente sencilla: ante tus ojos aparecen diferentes perfiles y tú declaras si te atraen o no a golpe de click. Sólo puedes comunicarte con esa persona si habéis coincidido en el "like". A eso se le llama match. La verdad es que está bien pensado para evitar que tengas que hablar con personas que no te interesan, aunque si pagas puedes saber a quién le gustas. La repesca, vaya. Un clásico del bar a última hora. Esa última miradita para retomar posibles encuentros que habías desechado en un primer vistazo.
La dinámica puede parecer perversa, pero sobre todo es superficial. Tienes que decidir rápido si alguien te gusta porque, si no dices una cosa o la otra, no puedes seguir explorando otros perfiles. Para tomar esa decisión sólo tienes unas fotos, una pequeña descripción y, en algunos casos, la posibilidad de ver su Instagram o de conectarte a Spotify para saber cuál es canción favorita. No será esta melómana quien cuestione que saber qué música escucha alguien es importante, pero, en cualquier caso, la información es siempre insuficiente.
La semana pasada publicamos un texto en Pikara Magazine que lo está petando sobre la soltería. La autora, Sara Plaza Serna, decía: "No entendemos el estar soltera como una elección vital que se alarga de manera indefinida. Siempre tiene que haber un final. La soltería es leída socialmente como un estado transitorio, una pausa en nuestras vidas amorosas que esperamos que pase rápido. Ser soltera nunca es el fin, es ese espacio de tiempo inevitable que hay entre una relación y otra. Porque, en otras palabras, estar soltera es un fracaso". Tinder ha llegado para tratar de evitarnos ese chasco.
Hay algo, sin embargo, que no deja de sorprenderme: tengo la sensación de que existe cierto pudor a reconocer que usamos ese tipo de aplicaciones. Muchas usuarias –y creo que, en menor medida, también usuarios– prefieren no poner fotos en las que se les reconozca y no es habitual encontrarnos con gente que hable con naturalidad de su experiencia en este tipo de redes. Además, proliferan los discursos del estilo "Yo no estoy en Tinder, estoy en la calle" obviando, de alguna manera, la diversidad de personas y nuestras distintas realidades. Algunas no tienen tiempo ni dinero para el clásico ligoteo, por ejemplo.
Es un mercado de imágenes en el que puedes divertirte profundamente o sufrir mucho. En un mundo en el que se nos educa –especialmente a las mujeres– para que encontremos rápido a nuestra media naranja, es complicado hacer oídos sordos al amor. Resulta complicado no querer gustar, no buscar querer ni esforzarnos en encontrar alguien que nos quiera. Sí, la teoría la tenemos clarísima, pero en la práctica... en la práctica se nos cae el discurso al caminar. No os hacéis una idea de cuántas mujeres están obsesionadas con encontrar el amor, enganchadas al Tinder, desesperadas por encontrar a un tipo que no sea demasiado capullo. La verdad es que, sin hacer del lesbianismo bandera, en el caso de las lesbianas creo que la realidad es algo distinta. Eso sí, dramitas tenemos también nosotras y hay algo curioso: estamos a tope en todas las redes de ligoteo. No tengo datos, pero creo que en un porcentaje mayor que las mujeres heterosexuales. La desaparición de los bares de ambiente en prácticamente todas las ciudades puede ser una explicación. Eso, claro, y la búsqueda del amor. Son decenas los perfiles de mujeres que advierten de que no sólo buscan sexo y muy pocas, prácticamente ninguna, las que afirman con contudencia que lo único que buscan es follar.
No. No hay nada malo ni en una cosa ni en la otra. La vida es una continua búsqueda de emociones y, por qué no, también de amor. No hay nada malo en ello. Ya lo dijo la antropóloga Mari Luz Esteban hace unos años en una entrevista: "No se debe decir ‘no te enamores’, sino ‘hazte con los arneses necesarios’. De la misma manera que nos protegemos con un casco y unas cuerdas cuando vamos al monte, también necesitamos protección en el amor, para ser capaces de pasarlo bien y salir bien paradas".
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