Los catalanes están llamados a las urnas el 30 de mayo. Acudirán a votar una vez más sin una ley electoral propia. Llama la atención la pereza legislativa del Parlamento Catalán para no haberse provisto de una ley electoral como sí han hecho otras Comunidades Autónomas y que incluso andan ya en proceso de reformas.
Algunas de ellas, como la valenciana, tienen preparado un proyecto que mejora algunos elementos como la proporcionalidad entre territorios y ofrece un plus de elección a los votantes a través de una lista cerrada pero no bloqueada donde el elector pueda mostrar preferencias entre los candidatos de la lista del partido.
En el año 2015, el catedrático de Ciencia Política Joan Botella defendió en el Parlamento catalán una Iniciativa Legislativa Popular que mejoraba los mecanismos electorales,
Esta iniciativa legislativa contaba con el aval de 90 000 catalanes y su toma en consideración fue aprobada por unanimidad por el Parlament pero los avatares de la política catalana no han posibilitado culminar esta ley.
Los sistemas electorales son más relevantes de lo que se pueda pensar y son pieza esencial de los sistemas políticos. Tienen efectos sobre el sistema de partidos, sobre la fragmentación o no de los parlamentos, sobre el diseño de las campañas. Tienen efectos sobre la relación entre el representante y elector, en la conformación de gobiernos estables o sobre los efectos psicológicos del elector, como afirmaba Duverger. También tienen efectos sobre la conformación de los grupos parlamentarios.
La ley necesita una revisión profunda
La LOREG que regula los procesos electorales en España es de 1985 y, aunque ha tenido algunas modificaciones menores, necesita una revisión profunda.
Después de casi 40 años de rendimiento electoral ya somos capaces de detectar sus desajustes e injusticias y es hora de que se abra el debate sobre una reforma electoral que corrija, entre otros extremos, la desproporción entre población y escaños existentes en algunas provincias o el distinto valor del voto de un ciudadano de Valencia o de Castellón, por ejemplo.
Entre los pensadores que a lo largo de la historia han abordado la reflexión sobre la democracia encontramos la radicalidad de Rousseau, quien defendía una democracia directa, llegando a considerarla incompatible con las instituciones representativas.
Sin embargo, las sociedades democráticas actuales son representativas. El electorado delega en unos cargos públicos la representación de nuestros intereses, de nuestra economía, de nuestros valores, pero ¿son los representantes públicos fieles defensores de los ciudadanos? Aquí es donde surge el dilema.
Si se concibe la representación como el instrumento que hace presente algo, que sin embargo, no está presente literalmente o de hecho (Pitkin, 1985), sería necesario que el representante hiciera lo que quisiera su principal, aquel al que representa. Debería venir obligado a obrar como si el representado fuera el que estuviera actuando. No se entenderá como representación la actuación de aquel que hace lo contrario de lo que harían sus electores. Pero tampoco habrá representante si este no tiene ninguna capacidad decisoria.
Por tanto, se puede afirmar que entre lo que es y lo que no es en absoluto representación existen unos límites donde hay un espacio suficiente para una variedad de posibilidades sobre lo que debería hacer o no un buen representante.
En el sistema político español la representación se articula a través de listas cerradas de partidos, no de listas abiertas (salvo la elección del Senado) y se presupone que los partidos políticos deben ser instrumento fundamental de representación y que deben "representar a su electorado", con ciertos márgenes de actuación al estar prohibido el mandato imperativo por la Constitución, pero esta discrecionalidad de sus actos no debe dar lugar a que sean irreconocibles desde la perspectiva del votante.
¿Un problema para los españoles?
Si los cargos públicos elegidos tras un proceso electoral fueran fieles representantes de los ciudadanos, cabe preguntarse por qué estos actores políticos suponen desde hace ya varios años un problema para los españoles, según nos confirma el CIS desde hace años.
En principio, parece razonable pensar que no están siendo un verdadero reflejo de la voluntad de los electores. En las últimas elecciones nacionales de noviembre de 2019 la abstención superó el 33% del censo, lo que supone que más de 12 millones de personas no fueron a votar. Además, entre los que acudieron a las urnas, 249 487 votaron nulo y 217 227 votaron en blanco. Más de 300 000 electores votaron a partidos políticos que no obtuvieron representación.
La plataforma Otra Ley Electoral (OLE) ha puesto en marcha la recogida de firmas para impulsar una reforma electoral y que se incorpore a la agenda política el debate sobre la modificación de esta normativa tan relevante para el sistema político. Más de 13 millones de españolas y españoles que no se ven representados con la actual ley electoral lo merecen.
Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation
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