La primera vez que tuve un ataque de ansiedad tenía 16 años. Estaba leyendo de noche en mi dormitorio y empecé a sentir una sensación extraña. Sin ser capaz de identificarla o definirla, solo podía saber que dolía, y mucho. Años más tarde leí que Virgina Woolf la llamaba «la ola dolorosa» y me pareció hermoso. Pero antes de saberlo, antes de descubrir que tenía compañeras en ese dolor, ante esa inmensa soledad y sufrimiento, esa noche de hace tres décadas me metí en la ducha para intentar salvarme. Allí me encontró mi madre, bajo el agua, horas después. Yo era incapaz de hablar y decir qué me pasaba. Mi madre sólo se percató de que respiraba muy rápido y me costaba moverme. Angustiada, me llevó a urgencias. Y allí recibí mi primer diagnóstico.
Con los años y mi paso por diferentes servicios de salud mental, psiquiatras y psicólogos han ido poniendo nombre a lo que yo era incapaz de expresar. Trastorno de ansiedad generalizada, trastorno obsesivo compulsivo, trastorno de ansiedad por enfermedad. Yo, en cambio, nunca he encontrado las palabras para definirlo. El poeta romántico John Clare, aquejado de delirios y recluido en diferentes manicomios, se quejó en una ocasión: «Me abrieron la cabeza, seleccionaron todas las letras del alfabeto que ahí tenía, las vocales y las consonantes, y me las extrajeron por las orejas; ¡y así pretenden que escriba poesía! No me es posible.» Durante casi treinta años, yo tampoco he sido capaz de escribir esa poesía que hable de mi malestar, pero ha llegado la hora de intentarlo. Ante el interés reciente por la salud mental en el ámbito político, quienes la hemos sufrido en primera persona debemos alzar la voz, recuperar las letras que el estigma y el dolor nos ha robado y ser por fin escuchados.
En el relato El aliensita, de Machado de Assis, un psiquiatra llega a su pueblo natal y construye un manicomio, al que bautiza como La Casa Verde, y en el que planifica recluir a los locos y poder estudiar la naturaleza de los trastornos mentales. En su afán científico por encontrar la locura ante cualquier comportamiento irracional o muestra de emoción extrema, acaba internando prácticamente a todos los vecinos. Concluye finalmente que la normalidad es precisamente la falta de razón, y que los anormales son los cuerdos. Libera entonces a los locos y acaba encerrando a los pocos seres racionales que habitan la localidad.
Más allá de las reflexiones entorno a los abusos de poder y cómo la definición de la locura se ha utilizado históricamente para el control social, lo que pone Machado de Assís sobre la mesa es que pocos de nosotros estamos libres del sufrimiento que se asocia al trastorno mental, y mucho más tras una pandemia que nos ha puesto enfrente de nuestra vulnerabilidad como individuos y como sociedad. Según datos de la OMS, una de cuatro personas sufrirá un problema de salud mental a lo largo de su vida. ¿Puede una «enfermedad» que afecta a una cuarta parte de la humanidad seguir llamándose «enfermedad»? ¿Podemos seguir estigmatizando y manteniendo en silencio lo que nos aqueja a tantos? ¿Tiene sentido seguir construyendo más casas verdes que demasiado a menudo son prisiones que en lugar de curar enferman?
Estas son algunas de las preguntas que suscita el debate de la Ley de Salud Mental que el grupo parlamentario del que soy diputada trae esta semana al Congreso de los Diputados. Como usuaria de los servicios de salud mental, es para mí un momento de esperanza, pero también de miedo. Porque tenemos la oportunidad de dar a la salud mental la centralidad que merece para acompañar y contribuir a aliviar tanto sufrimiento. Demasiado a menudo los problemas de salud mental se tratan desde una lógica exclusivamente biologicista que obvia los determinantes sociales y económicos. Demasiado a menudo nuestro sufrimiento se trata solo con medicación, a veces incluso con criterios sesgados, que provocan por ejemplo la abrumadora medicalización de las mujeres y dan lugar a una impactante brecha de género en la psiquiatría: un 85% de los fármacos psiquiátricos que se recetan en nuestro país es a mujeres. Y no se trata de negar la locura, ni los aspectos beneficiosos que en algunos casos pueda tener un tratamiento farmacológico. Pero si se trata de apostar por lo público, por la escucha, por poner fin a las listas de espera de la angustia, por no abandonar a nadie en su dolor. Y, por supuesto, por no vulnerar los derechos de las personas diagnosticadas con trastorno mental. En nuestro país se sigue atando a los pacientes psiquiátricos, y en la tramitación de la ley hay que hacer una apuesta valiente para romper unas cadenas que nos retrotraen a tiempos oscuros y que un día pueden aprisionarnos a cualquiera de nosotros. También tenemos que abordar la problemática de los ingresos forzosos, y recordar esa pintada que apareció una mañana en un manicomio de Trieste y que decía que la libertad es terapéutica.
Hace unos meses me encontré al psiquiatra que estaba de guardia esa noche que mi madre me rescató de la ducha. Me trató durante unos años en los que conseguí estudiar una carrera y licenciarme. Esa tarde, en plena calle, cuando volvía de recoger a mis hijos de la escuela, me dijo que se acordaba mucho de mí, que había seguido mi trayectoria y se alegraba de cómo me habían ido las cosas. «Nunca lo hubiera pensado al verte entrar con la ropa y el pelo empapado esa noche en urgencias». Pienso a menudo en las personas a quien su madre no ha podido rescatar en plena madrugada, en las que no han tenido un apoyo familiar y profesional como el que yo encontré, en las que han hallado violencia en lugar de consuelo ante el dolor, pienso en las que no han tenido voz. Lo hice cuando tuve la oportunidad de tener voz política y la falta de confianza en mí misma me hizo dudar, lo hago cada mañana cuando la manta pesa como una losa ante el temor tenaz de que regrese la ansiedad, lo hago ante la dificultad de escribir estas palabras que me exponen en un marco político a veces demasiado hostil. Y lo haré cuando vote una ley de salud mental que puede convertirse en un arma poderosa para desterrar la locura y el dolor de la soledad y hacernos mejores como sociedad.
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