Este artículo forma parte de la colaboración entre el Institut Sobiranies y 'Público'.
Cuatro años después del 1 de octubre, Catalunya (como es obvio) no es independiente. Y la independencia no parece, tampoco, inminente. El intento de forzar las cosas que hizo el independentismo en 2017 se topó con un muro de realidad: la correlación de fuerzas interna y externa, y sobre las condiciones necesarias para materializar un proceso de secesión en nuestro contexto histórico y geopolítico. El independentismo, que quizás en algunos momentos se creyó su propia propaganda, pudo constatar cuáles eran sus límites, y los del Estado.
Dicho esto, sin embargo, es obligado constatar también que cuatro años después del 1 de octubre en Catalunya hay un gobierno independentista, y una mayoría absoluta independentista en el Parlament. Un partido independentista fue el más votado en las elecciones municipales de Barcelona, aunque la operación Valls le cerrase el paso a la alcaldía. El independentismo también ganó las elecciones generales, y las elecciones al Parlamento Europeo de 2019. Además, estas victorias electorales han configurado una aritmética parlamentaria en España que hace depender investidura y presupuestos del apoyo del independentismo.
A pesar del decapitamiento del movimiento y de la persecución judicial y policial, a pesar del desgaste provocado por los errores de 2017 y de la fuerte división interna del movimiento, pues, el ciclo del proceso ha dejado un legado que parece haber transformado de manera estructural el mapa electoral catalán. Hay dos factores a tener en cuenta. Primero, el desplazamiento hacia el independentismo del nacionalismo autonomista catalán parece que no tiene marcha atrás, y todos los intentos de recuperar el viejo espíritu de la convergencia pactista han resultado infructuosos. El segundo, los viejos patrones de voto dual, que hacían que los partidos de ámbito catalán fueran muy fuertes en las elecciones autonómicas y muy débiles en las generales se han acabado o, al menos, se han debilitado mucho. Esto, si se consolida, tendrá fuertes implicaciones en la política española, puesto que convertiría la dependencia de las izquierdas hacia el independentismo catalán en un factor estructural y no coyuntural.
En el fondo, todo esto responde a un proceso de solidificación de los alineamientos electorales que deriva de la polarización política. En apariencia, el intenso otoño de 2017 no cambió sustancialmente la correlación de fuerzas. Curiosamente, los porcentajes de voto entre 2015 y 2017 no variaron mucho. Pero bajo esta aparente estabilidad, sí pasaban cosas. ¿Cómo no iban a pasar?
La crudeza de la represión policial del referéndum, y de lo que vino después (prisión, exilio, juicio y condena del Supremo, represión económica y persecución de la protesta independentista) ha dejado una herida muy abierta en la sociedad catalana. La zanja que se abrió con la incapacidad del sistema político español de acomodar o dar respuesta a ninguna de las demandas del soberanismo catalán desde 2010 se hizo muy profunda con la respuesta policial y penal al 1 de octubre. Una respuesta que, más allá de los indultos, aún sigue en marcha. Ciertamente, algunas de las cosas que hizo el independentismo durante el procés también generaron una herida y la consiguiente reacción en una parte de la sociedad catalana que se sintió amenazada. Pero la simetría en este caso es falaz.
Todo esto ha dejado el conflicto en una especie de estado de congelación. Hay un intento, diría que sincero por parte de Unidas Podemos y de ERC y no tanto por parte del PSOE, de explorar salidas mediante un proceso de negociación. Pero la negociación topa y topará con muchos obstáculos. Uno muy evidente es la división del independentismo y las pocas ganas que tienen dos de los tres partidos independentistas de explorar esta vía. Pero me atrevería a decir que los principales problemas son los que vienen del Estado, empezando por el cierre constitucional del régimen del 78, siguiendo por la poca voluntad del PSOE, que es parte integral de esta arquitectura y por la debilidad relativa de Podemos, que tras su fase ascendente ha quedado de momento confinado a un papel relativamente secundario.
No hace falta ser muy astuto para entender que la cuestión catalana supone un estorbo para la izquierda española, que preferiría que este tema desapareciera de la agenda para siempre. Les provoca, en primer término, una incomodidad ideológica profunda, porque la matriz centralista y jacobina de la izquierda española no es menor. Además, piensan que este tema desvía la atención de los temas importantes, y que la polarización en esta dimensión favorece a la derecha. Es por esto que una parte importante de las izquierdas españolas ha estado siempre dispuesta a comprar las teorías más peregrinas sobre la naturaleza coyuntural, o intrínsecamente perversa del soberanismo catalán. Por eso, mientras miraban obsesivamente al soberanismo catalán como la fuente de todos los males, les crecían monstruos como Vox o Isabel Díaz Ayuso y su turbonacionalismo español-madrileño.
La mala noticia para estas izquierdas, sin embargo, es que de momento la cuestión no desaparece, ni parece que lo vaya a hacer en breve. De hecho, basta con levantar la mirada para entender que el procès no fueron unos años aislados de alucinación colectiva, sino una fase, más o menos acertada, de un conflicto político secular sobre la distribución territorial del poder y la construcción del estado español moderno. De hecho, la cuestión está planteada ahora en unos términos que hacen inevitable que cualquier proyecto político español con voluntad transformadora la tenga que afrontar a fondo. Porque sólo una resolución en clave democrática de la cuestión territorial podría abrir las cerraduras que cierran las oportunidades de transformación en España. No hay ninguna posibilidad de transformación social y democrática en España que no pase por afrontar esta la cuestión.
Cabalgar explícitamente o implícita sobre la represión estatal para tratar de evitarla, externalizar la gestión a los tribunales y la Policía, que es lo que quisiera hacer una parte de la izquierda española, hará inviable no sólo la fórmula parlamentaria actual, sino también cualquier transformación real de la distribución del poder en el Estado. Y, de hecho, la judicialización lo que hace es reforzar unos poderes del estatus quo controlados por la derecha española que, en cuanto puedan, tragarán también a las izquierdas españolas. De señales no faltan. Desgraciadamente, cuando se den cuenta algunos ya será demasiado tarde.
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