Cada año las manifestaciones feministas del 25N dejan una resaca de consignas tan necesarias como la de que "no queremos tener miedo", o esa otra que reza que, cuando salimos a la calle "queremos ser libres y no valientes". Yo no tardé mucho tiempo en entender que la mayor parte de los miedos que me atenazaban desde niña tenían mucho más que ver con mi condición de mujer que de niña, ya que haber crecido con dos hermanos varones me colocó muy pronto en la otredad. El miedo patológico a la oscuridad que me hizo dormir con una lámpara encendida hasta los 12 años, el miedo a que las enormes pezuñas de Freddy Krueger atravesasen el colchón de mi camita infantil y que se tradujo en décadas descolgando la cabeza bajo el colchón "por si acaso" (qué suerte que un canapé acabó con el problema y mi dolor de cervicales), el miedo al hombre del saco, el miedo a los señores que repartían caramelos a la puerta del colegio, el miedo a los Reyes Magos que podían aparecer en tu ventana a media noche para coger un puto terrón de azúcar. El miedo (¿o era odio?) hacia todos los hombres que acosaban a mi madre por la calle, diciéndole burradas en cualquier circunstancia sin importar que sus tres hijos estuviésemos delante. Un acoso que muy pronto dirigieron hacia mí también, y que durante años convirtió en un bochorno el pasear juntas por la calle. A mí, como a todas, me han llamado de todo por la calle: de guapa a puta en medio pestañeo. La periodista Lola Sampredo contaba hace poco en en su columna de ABC cómo a su hija de 12 años la llamaron "puta" por la calle por no devolverle un saludo a un chaval desconocido.
Por activa o por pasiva, las mujeres aprendemos desde muy pequeñas que los hombres desconocidos son peligrosos: no creo que sea difícil recordar la primera vez que vimos a uno masturbándose en plena calle o en un coche mirándonos (la última vez que me ocurrió yo estaba metiendo las bolsas de la compra en el maletero de mi coche mientras un tipo completamente desnudo se pajeaba desde la ventana); la primera vez que apuramos el paso cuando nos dijeron una sandez al volver del colegio, o la primera vez que nos manosearon en una discoteca entre el tumulto cómplice. Hace unos días terminé el libro de Desirée de Fez, Reina del Grito (Blackie Books), en donde la autora, periodista y crítica de cine, hace una clasificación de todos los miedos que la atormentan desde cría, utilizando las películas de terror que le han marcado para ilustrar sus paranoias. Unos miedos que ella asegura que son casi genéticos, heredados, y que, como si de una maldición se tratase, comparte con todas las mujeres de su familia. El miedo al propio cuerpo, el miedo al amor romántico, a fracasar como madre, a desear, a no encajar, o a no ser aceptada nos asfixian a todas de alguna manera u otra pero, si hay un terror genuinamente femenino ese es, sin duda, el miedo a no llegar a casa.
Para recrearlo, la autora utiliza el filme de la directora Ana Lily Amirpour Una chica vuelve a casa sola de noche. Aunque advierte que, a diferencia de los otros miedos, el primer recuerdo audiovisual de este no estaba en una película de terror, si no, como muchas mujeres de nuestra generación, en el espeluznante caso de las niñas de Alcàsser y su cobertura mediática sensacionalista y terriblemente machista. Un caso que, sin embargo, solo alimentaba el terror que le venía de serie. "No tiene sentido preguntarme dónde empezó mi miedo a volver sola a casa de noche: ¿qué debería hacer? ¿Psicoanálisis en busca de traumas infantiles? ¿Hipnosis? ¿Rastrear la historia de mis antepasadas? Convivo con ese miedo desde que tengo uso de razón, siempre ha estado ahí. Deduzco que, cuando lo descubrí, ya llevaba tiempo instalado en mi casa, en mi barrio, en mi entorno. Siempre se me advirtió de los peligros de andar sola de noche por la calle, y de caminar de día sin compañía por lugares solitarios e inhóspitos. No hacía falta verbalizar la amenaza, estaba clara: el monstruo era un hombre que podía asaltarme y agredirme sexualmente". Pienso en las niñas de Alcàsser, y en Rocío Wanninkhof, en Ana Enjamio, en Nagore Laffage, en Diana Quer, en Laura Luelmo y en todas las chicas que nunca volvieron a casa. Pienso en ellas y en todas las víctimas de esas manadas de violadores a las que, cada vez más, la justicia patriarcal sentencia de muerte en perfecta sintonía con la cultura del porno.
Ahora que soy madre de una niña empiezo a entender aquella injusticia -que tanto me repateaba cuando era adolescente- de que mis hermanos pudiesen volver solos a casa, mientras a mí me cortaban el rollo instalando el coche delante de la puerta de la discoteca, o variaban el horario de recogida en función de si la noche la acababa con mis amigas o con mi novio. ¡Qué pronto aprendí que a las mujeres muchos hombres solo nos respetan si vamos con otro macho de la mano! Desgraciadamente, muchas veces el agresor es aquel que supuestamente nos tiene que proteger.
A nosotras se nos socializa en el miedo desde niñas pero ese "privilegio del miedo", marcado a fuego por la educación y la cultura, nos condiciona inevitablemente a la hora de atrevernos, de ocupar espacios, de levantar la voz y de pelear por el poder en igualdad de condiciones con ellos. ¿Cómo conseguir entonces que nuestros fundados temores no se conviertan en un lastre para las niñas? Aunque el cambio real llegará el día que todos los hombres respeten de una vez a las mujeres -francamente, un horizonte muy lejano-, más nos vale prevenir a las niñas (y por qué no, a los niños), para que no se fíen de ningún hombre al que no conozcan al 100%, que no están obligadas a complacer a ningún tipo por más autoridad que tenga sobre ellas (cuántos pederastas se han aprovechado de relaciones de superioridad); que los besos, los abrazos y los afectos se dan solamente si una quiere, familia incluida (el consentimiento empieza en la infancia) y que es mucho mejor decir "acompáñame que tengo miedo" que arriesgarse a cruzarse con algún monstruo. Que para ciertas cosas ser prudente es mucho mejor que ser valiente. Soy incapaz de enumerar la cantidad de veces que mis amigos me han acompañado al taxi y luego han pedido una prueba de vida al llegar a casa.
Después del asesinato del niño de Lardero durante las fiestas de Halloween no dejé de darle vueltas a la suerte de las tres niñas que se habían zafado del homicida en los días previos al crimen, cuando había intentado camelarlas con las mismas estrategias que usó con su víctima, el pequeño Álex. Entonces, solamente se me ocurrió una cosa: el privilegio del miedo había obrado para protegerlas.
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