Es difícil huir de las etiquetas de la familia y si no que se lo digan a mi terapeuta. En mi casa, por ejemplo, mi sambenito es el de haber sido una niña muy inquieta. Mis padres se empeñan en echármelo en cara con humor, especialmente con las visitas. De entre todas las historias he acabado por cogerle cariño a esa en la que mi madre cuenta cómo boicoteaba su momento de descanso. A ella hay que reconocerle el mérito de describir la escena con meticulosidad y generar una gran ambientación: después de un día agotador trabajando fuera y dentro de casa, nos acostaba a mi hermana y a mí deseosa de sentarse a ver una película. Llegado el momento, metía la cinta en el reproductor de vídeo y comenzaba su merecido descanso de gloria. Le duraba poco, eso sí. En su plan no había contado con una hija que manipulaba la cuna como si aquello fuera ‘La Gran Evasión’. Aparecía gateando en el salón dispuesta a arruinarle la noche.
¡Mamá, que empieza, corre!
Al amor por el cine lo asocio con el olor del café, la acetona y los pintauñas. Bajo sus aromas sonaban los doblajes enlatados, familiares pero lejanos, de James Stewart o John Wayne. Mi madre exigía un completo silencio mientras ritualizaba su momento de placer. Me recuerdo mirándola mientras dibujaba en una pequeña mesa de mármol. Mi infancia la componen planos medios de dramas y suspiros de Divas con el dedo pegado al mando, pendiente de los anuncios para poner el pause. Su afán coleccionista la llevó a apilar torres de joyas cinematográficas en Beta, VHS y DVD. Y a día de hoy, si le falta alguna o la memoria le falla, busca el título a través de unas fichas blancas ordenadas alfabéticamente que almacena con cuidado para despejar sus dudas.
He de confesar que una de las cosas que he heredado, además del gusto por el blanco y negro, es el criterio dicotómico de mi madre para clasificar las películas: pueden ser buenísimas, acompañadas de un largo suspiro o malísimas, descartándolas rápidamente con un mal gesto y diciendo con un resto de lo que fue un acento chileno: esa es una hueá con patas. El cine forma parte de nuestra cotidianidad, así que en nuestras charlas telefónicas casi siempre se cruza un ¿Has visto...? que es ya familiar, como un camino privado, solo de las dos, nuestro.
Cuando voy a su casa vemos siempre una película juntas. Si me pregunta qué quiero ver, le respondo: un buen dramón. Al final, acabamos poniendo cualquier cosa guiadas por el director o los actores, pues recuerda los nombres de todos como si fueran sus hijos. A veces le digo lo mucho que la admiro, pero ella me insiste en que es una ignorante por no haber ido a la Universidad. —Eso da igual— le digo yo —eres listísima. Me sonríe y se calla, nunca se lo va a creer, así es la modestia silenciosa de las madres.
Cuando estoy decaída uno de mis grandes refugios es el cine. Igual porque en el fondo es como estar en casa con mi madre, protegida en una especie de útero en sesión continua. En mi huida de la tristeza, solo quiero encerrarme en mí misma por un tiempo, olvidar la vida, jugar a encontrar mis heridas en los protagonistas de las películas que veo. Y sucede el milagro: me convierto en belleza, fuerza y misterio. Soy noventa minutos de amor desgarrado, drama decimonónico o comedia ligera. Soy tiempo. Soy historias. Soy cada uno de los personajes que residen en ese metraje que me transforma en un ser en escala de grises y ojos cada vez más oscuros. Si ellos existen, yo desaparezco. Entonces caigo en la cuenta, me he fundido a negro.
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