Esta semana no consigo desbrozar la ensalada informativa que se mezcla en mi sesera. No quiero quedarme solo con una rama y todo junto se me hace una jungla. Esta vez rechazo subirme al banquito para decir las mismas cosas. Rechazo poner el foco en lo 'extraenfocado', mirar al mismo sitio. Me niego a aburrirme hasta a mí misma. Como me dijo Margallo hace años: en la vida cualquier cosa menos estar aburrido.
En mi selva, la guerra sigue ahí pero la veo cada vez más borrosa, más lejana, paradójicamente más cotidiana, a pesar de su escalada en crueldad, en ensañamiento. Es como si ya se hubiera convertido en rutina. Y la culpa me pega por pensar y escribir esto. Pero si obviamos tantas guerras todo el tiempo, ¿por qué va a ser distinto por ser una europea? Europa —no me engaño—, como buena española que se mira el ombligo, queda lejísimos. ¿Por qué nos tendrían que doler más unos rubios de ojos claros que unos morenos de ojos oscuros? Y la pregunta que Mario Draghi, el primer ministro italiano y expresidente del BCE, ha lanzado para apoyar el veto al gas ruso me ronda: "¿Qué preferimos, la paz o el aire acondicionado?"
En la vieja Europa comodona hace tiempo que nos respondimos a eso. Solo que esta vez, tal vez, el peligro queda demasiado cerca; esta vez, tal vez, volvamos a equivocarnos en nuestros cálculos del sálvese quien pueda; esta vez, tal vez, dejaremos de ser los que podemos, volveremos a ser los que pudieron y no se dieron cuenta. A pesar de otras amenazas convertidas en hechos, la respuesta siempre ha sido la misma: no apagamos nuestras comodidades, el futuro también queda lejos. Esta vez Alemania es la que más tendría que apagarse, la que tiene más que perder siendo de las que más gana. Demasiado que perder es un problema.
Y con eso me hacen carambolas en la cabeza las historias que me cuentan compañeros periodistas que cubren el éxodo ucraniano sobre episodios de turismo solidario, de atracos al refugiado al pie de las fronteras por ver quién se lo lleva ante el overbooking de ayuda descoordinada, relatos de necesidad de aventura social, de fraternidad improvisada, de salir de nuestras cuevas calefactadas en invierno y con aire fresquito en verano pero, sin embargo, vacías.
Y todo se me aliña con la certeza de que Putin se ha puesto más cabrón, más asesino, porque desalentar a la exitosa resistencia ucraniana es parte de la lógica de su guerra y porque entre sus fronteras maneja el relato de tal manera que su popularidad ya ha crecido un 15% desde que la empezó. Se trata del líder que maneja Rusia desde hace un cuarto de siglo y que ha ido incrementando exponencialmente sus apoyos, convirtiéndose en más y más dictador. En 2018 le votaron el 76,69% de los que lo hicieron. Su relato debe ser buenísimo.
Y, entonces, me vienen los relatos patrios de estos días, como el once a uno de Sánchez y Feijóo, que se ha traducido en cero pelotero para todos. Los dos líderes se reunieron por primera vez en Moncloa y se propusieron muchas cosas —Sánchez 11, Feijoo 1— todas buenas y obvias. No consiguieron ninguna. Y también veo al presidente del Gobierno abandonando al Sáhara, comiendo cordero en Rabat con el rey de Marruecos, con una bandera española del revés a su espalda, a cambio de terminar con los saltos de las vallas de Ceuta y Melilla, a cambio de que Marruecos pegue a los prófugos de la pobreza donde no les vean las cámaras, con el beneplácito de la presidenta de la Unión Europea, sin el beneplácito del PP, aunque gobierna en Ceuta y Melilla, donde tanto han pedido el final de esos saltos.
Con ellos, se me aparecen los rolex, los lamborghinis y los yates de dos señoritos jetas a los que han pillado por bobos y la querella de Vox contra algunos altos cargos del Ministerio de Sanidad por contratos confusos y la falta de querella o de investigación de oficio en tantos ayuntamientos y comunidades, entre los que Zaragoza y Murcia destacan por no haber ni revisado el 100% de los contratos de emergencia que se firmaron, según el Tribunal de Cuentas. Y alucino con que sean legales los comisionistas, con que no haya límites al beneficio en los contratos públicos y con que no hablemos de eso todo el tiempo. Y empiezo a pensar que en las contrataciones de emergencia de 2020, salvo obscenidades demasiado chillonas, se acabará imponiendo la tabla rasa como ya se hizo con las residencias de ancianos en lo peor de la pandemia que ahora gripalizamos. No soporto la idea de olvidar a 20.000 ancianos muertos en circunstancias más que dudosas. No soporto la bula general que ha concedido inexplicablemente la Fiscalía para protocolos vergonzosos de abandono, para ocultar lo que hicieron o no hicieron, para esconder la verdad sobre los viejos que fueron y seremos, sobre esos a los que dejamos morir completamente solos.
Y todo esto con el Gobierno más progresista de la democracia, con la Europa más solidaria de los últimos tiempos. Ya lo dice Rosa Montero en su último libro: se trata quizá de "el peligro de estar cuerda". Es peligroso, sí. Menos peligro tiene no tener dudas, ser pura certeza, es decir, estar como una chota.
Comentarios
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