En su novela La policía de la memoria, la escritora Yōko Ogawa cuenta la historia de una isla donde todo comienza a desaparecer: los objetos, las ideas, los seres vivos. Desaparecen los pájaros. Las rosas. Las huellas sobre la nieve. No solo se borran las cosas sino también la memoria de las cosas y hasta sus registros y fotografías. Todo lo que desaparece es como si no hubiera existido nunca y la policía persigue a los disidentes que aún conservan el recuerdo de lo que algún día fue.
El filósofo Byung-Chul Han parte de esta premisa en su ensayo No-cosas para sostener que también en nuestra vida se evaporan los objetos. El imperio de la información ha desplazado lo material. Donde antes había una superficie de papel ahora hay un complejo mapa de píxeles y donde antes había un disco de vinilo ahora hay una secuencia de archivos digitales alojados en un espacio etéreo y recóndito que llamamos nube. Igual que en la novela de Ogawa, nuestros recuerdos corpóreos han ido desapareciendo y los hemos traducido a mapas de bits. El mundo, nuestro mundo, se desmaterializa.
Han había planteado una preocupación similar en La desaparición de los rituales. Si los objetos dan estabilidad a la vida humana, los ritos nos anclan al mundo con su poder simbólico porque generan comunidad en una época donde las relaciones, que exigen presencia y tiempo, se han atrofiado hasta convertirse en débiles conexiones. Solo el rito, con su repetición, afianza los vínculos sociales. Solo las cosas nos devuelven la atención sobre lo importante en lugar de distraernos en la caza de nuevos estímulos virtuales. Por eso los lugares se habitan mientras que internet simplemente se navega.
Dice Mircea Eliade que el tiempo y el espacio de lo sagrado se escinden de la vida cotidiana. Las fiestas, por ejemplo, rompen la monotonía de los días y crean un ámbito de excepción que fortalece los lazos comunitarios. No hace falta recurrir a las antiguas sociedades religiosas para verificar este fenómeno. ¿Por qué celebramos el año nuevo o nuestros cumpleaños? Bien pensado, no hay nada memorable en el hecho de que la Tierra complete un ciclo de traslación alrededor del Sol.
Hace muchos años, durante una visita a Caracas, descubrí que el día de mi cumpleaños era también una fecha señalada en el calendario venezolano. El 24 de junio se conmemora la batalla de Carabobo, uno de los lances bélicos que precipitaron la independencia de Venezuela. Simón Bolívar, investido ya con el título de Libertador, forzó la retirada de las tropas españolas con un ejército de tres divisiones. Mis indagaciones no se detuvieron ahí. ¿Quién era el líder realista que había sido vapuleado en las tierras del Campo de Carabobo? Resulta que el infeliz se llamaba Miguel de la Torre y era un tipo de mi pueblo. Siempre consideré un tanto extravagante que un vizcaíno y un descendiente de vizcaínos hubieran ido a batirse a una tierra tan remota.
"La espada y la cruz marchaban juntas en la conquista y en el despojo colonial", escribe Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina. Tal vez por eso me sorprendió saber que las nuevas luchas emancipadoras interponen el símbolo de la espada libertadora frente a toda forma de opresión. La primera vez que escuché el lema fue hace ya muchos años en una marcha de campesinos colombianos en Barrancabermeja: "Alerta que camina la espada de Bolívar por América Latina". En cuanto a la cruz, la operación adquiere matices aún más pintorescos. Al viejo cristianismo europeo se ha opuesto una teología de la liberación que reclama el protagonismo de los oprimidos y que ha participado de levantamientos revolucionarios en una extraña simbiosis con la doctrina marxista.
La espada de Bolívar ha vuelto a mostrar su filo en la ceremonia de investidura de Gustavo Petro. Esta vez ha prendido la controversia porque el rey de España fue el único mandatario que no saludó con honores la llegada de la reliquia. La derecha patria, en defensa de su caudillo, se pregunta por qué deberíamos rendir pleitesía a una simple pieza de metal como una espada. La objeción es legítima. Muchos nos preguntamos por qué deberíamos rendir pleitesía a una simple pieza de metal como una corona. Después de todo, eso son los símbolos: objetos materiales que una determinada comunidad inviste de propiedades sagradas. Lo que para unos es objeto de devoción para otros apenas vale más que una carretilla de chatarra.
Pero las cosas, los objetos materiales, imponen algo más que su presencia. Por eso Martínez-Almeida extirpó la estatua de Largo Caballero o las placas que recordaban a los republicanos fusilados en el cementerio de La Almudena. Y por eso en tantos lugares de América Latina han ido cayendo, por la fuerza del decreto o por el decreto de la fuerza, las muchas estatuas de homenaje a los colonizadores. Los objetos y los rituales siguen moldeando a día de hoy las reglas elementales de nuestra vida en común.
Ahora que Gustavo Petro ha sazonado su investidura con el espíritu de Simón Bolívar, es lógico recordar la proclamación de Gabriel Boric y sus apelaciones al martirio de Salvador Allende. Las izquierdas latinoamericanas, con mayor o menor fortuna, se han levantado sobre hombros de gigantes y han alimentado poderosas mitologías de victoria y resistencia. Tengo la impresión, y a lo mejor es solo una impresión, de que las izquierdas europeas caminan más desprovistas de objetos y de ritos. Me parece que sus símbolos y su memoria han ido esfumándose igual que el paisaje de la novela de Yōko Ogawa.
Por ahora, eso sí, nos queda la libre expresión aunque sus posibilidades se achiquen con límites cada vez más restrictivos y sofocantes. Esa es la preocupación de la narradora de La policía de la memoria. "Si algún día las palabras desaparecieran, ¿qué sería de nosotros?".
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