Dice Chuck Palanhiuk, escritor de El Club de la Lucha, Pigmeo y de forma más reciente El Día del Ajuste, que los hombres carecen de relatos que les digan cómo deben ser, mientras que las mujeres tienen muchísimos. La primera vez que escuché esta aseveración me pareció una tontería, una barbaridad. Los hombre tenemos todo el rato relatos que nos dicen lo que es ser hombre, cómo se comporta un hombre, qué se espera de un hombre, etc. Luego me puse a pensar si El Club de la Lucha era un manual para hombres enfadados o lo que sucede cuando los hombres carecen de dichos manuales.
Ignoro si Palahniuk iba por ahí con sus declaraciones, pero me sirvió para pensar que la literatura o el cine "para mujeres" sí parece ser una categoría que nombra algo, mientras que los productos culturales a los que yo me refería cuando pensaba en estos productos que, de forma sistemática nos dicen a los hombre cómo debemos ser, se consideran simplemente "el cine" o "la tele". Por ejemplo, las tres grandes obras que marcan el paso entre el siglo XX al XXI en lo que a la masculinidad se refiere, Los Soprano, Mad Men y Breaking Bad no se entienden como productos "para hombres", sino como el canon televisivo. Esto es problemático. Es sumamente problemático para las mujeres que sufren la violencia derivada de esa posición de privilegio masculina, pero también es problemático para los hombres. Al diluirse en una suerte de "cosa universal", lo masculino disuelve también las mil posibilidades que hay de ser hombre.
En la magnífica biografía que escribió Michael Azerrad sobre la banda Nirvana, Come As You Are, se da buena cuenta de los efectos de este ocultamiento, la rabia del grunge era, entre otras muchas cosas, la rabia de cientos de miles de chicos blancos que no soportaban la violencia que, se suponía, debían encarnar. Gracias por intentar salvarnos un poco, Kurt.
En el documental sobre los disturbios del festival de Woodstock de 1999 Peace, Love and Rage cuentan como cinco años después del fin de Nirvana y con la desaparición de facto del grunge había vuelto al mainstream esa vieja pulsión violenta de la "mirada masculina" que se dedicaba a desear que violaran a Monica Lewinsky desde el escenario, como podemos ver que hace Kid Rock en su concierto. El resultado, en medio de tres días de psicosis consumista (el precio del agua era prohibitivo y el calor insoportable), falta de servicios mínimos (los baños del recinto reventaron y llenaron de mierda toda la zona) e invitaciones directas a la destrucción por parte de alguno de los grupos que actuaban, es un incendio colosal, disturbios, un paraje desolado, decenas de agresiones sexuales a las que nadie hizo mucho caso y varios muertos. Muy pocos detenidos, eso sí. El propio documental se pregunta qué habría pasado si aquello hubiera sido un festival de hip hop. Se puede ver a contingentes enormes de policías acompañando tranquilamente a los chavales para que dejen de quemarlo todo.
Cada vez que las fronteras de lo masculino se tambalean, hay reacción. Una reacción que oculta las mil maneras de ser que podemos ser los tíos y nos devuelven a una identidad furiosa, acorazada y a la defensiva. El problema es que esa reacción, que siempre está en consonancia con el auge del feminismo y los derechos LGTBIQ, incluye además toneladas de violencia contra mujeres, hombres LGTBIQ, personas trans, etc. Hablamos de asesinatos. Hablamos de campañas de acoso sistemático. Hablamos de los tipos que deseaban la semana pasada a Greta Thumberg que la violaran por haber humillado a Andrew Tate, un traficante de seres humanos del que todavía hablamos como "influencer". Hablamos de los chavales gays asesinados y agredidos en nuestro país. Hablamos de las mujeres asesinadas en el mes de diciembre en España. Hablamos de los discursos que vinculan la violencia machista a las políticas de igualdad. Hablamos de candidatos a presidir comunidades autónomas con condenas por "violencia psíquica" contra su exmujer.
En 2022 se estrenó Nuestra bandera significa muerte. Una (aparentemente) sencilla historia de piratas inspirada parcialmente en hechos reales. La serie está creada por David Jenkins y es exactamente un producto orientado a decirnos a los hombres cómo estaría bien que fuéramos, por nuestro propio bien y el del resto. Es imposible considerar que opera dentro de ningún canon, es imposible pretender que hace pasar por "el universal" a la colección de hombres (mayoritaria, aunque no exclusivamente varones) de la serie. Lo que propone es un desplazamiento muy inteligente a través de la figura del noble-metido-a-pirata Stede Bonnet.
El "viaje de Bonnet", su particular trayecto hacia la aventura, es el trayecto en el que va derribando todos los vínculos que le ataban a una concepción tradicional de la masculinidad. Bonnet se descubre bisexual, pero sobre todo encuentra una identidad que no tenía por haber vivido de forma sistemática una impostura masculina. No era el hombre que, se suponía, debería ser. Que ese descubrimiento caiga del lado de la aventura permite que una serie abiertamente queer sirva como puerta de entrada a una generación para la que las identidades son mucho más fluidas. No es sólo que Bonnet haga su viaje, sino que su tripulación es también una colección muy tierna de masculinidades en derribo. La serie pasa de la cómica posición flemática de un Bonnet "haciendo cómo" que es alguien a una explosión de emociones que vuelven su vida más feliz y también más miserable, que es lo que pasa cuando conectamos vivencias y emociones. A Bonnet no le espera un camino de rosas cuqui, sino la ampliación del rango de emociones que se permite sentir y la forma en la que lidia con esos sentimientos.
En definitiva, aprende a que nuestra bandera deje de significar muerte de una vez, porque es insoportable.
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