Habían pasado pocas semanas desde mi última ruptura, de la que además había sido mi relación más larga, cuando, leyendo Invierno de Ali Smith, sentí una punzada de envidia que me desconcertó.
Smith contaba cómo uno de sus protagonistas, Art, regresaba a casa para encontrarse a su novia, Charlotte, escogiendo una broca del estuche del taladro mientras el portátil del chico esperaba pacientemente "abierto en un ángulo de 180º, suspendido entre dos sillas" listo para ser acribillado.
El episodio culminaba con Charlotte lanzándole la batería del ordenador a un desconcertado Art mientras le gritaba algún improperio. Tras leer el capítulo, reflexioné sobre lo "civilizada" que había sido mi ruptura, sin gritos ni insultos, sin objetos arrojados a la cabeza del otro y con un enfado ridículo por radicalmente moderado. Me di cuenta de que nada de aquello había dejado de suceder por falta de ganas por mi parte, sino que yo había hecho un ejercicio heroico de contención. Y que esa contención respondía única y exclusivamente al miedo: miedo a, como Charlotte, parecer una loca.
Reflexiona la protagonista de Fantasmas de Dolly Alderton tras unas semanas de ghosting por parte del que parecía ir a convertirse en una pareja estable, que no va a exigirle explicaciones al hombre en cuestión porque: "El miedo a que me llamen loca me obliga a quedarme en silencio. Así que tengo que quedarme sin respuestas y volverme loca de verdad."
Y es que puede que, a diferencia de a principios del siglo XX, nadie nos llame (bueno, casi nadie) histéricas (en fin, gracias por tanto, Sigmund) o que muchos hombres sepan ya que tachar a su ex de "loca" en una primera cita con un ligue nuevo es garantía de irse a casa sin sexo, pero más allá de eso, poco ha cambiado.
El régimen de terror (y control) instaurado por la amenaza de ser una loca no ha desaparecido porque tenemos nuevo eufemismo: hoy uno de los mayores miedos de toda mujer que se relaciona con hombres es que la tachen de intensa. Intensa por vincularse en exceso, intensa por reprochar la dejadez de la pareja en las tareas domésticas, intensa por no esperar y mandarle ese mensaje demasiado pronto, intensa por enfadarse si él no responde, intensa por llorar, por ser cariñosa, por tener demasiada iniciativa, intensa, siempre, por no ajustarse al rol de mujer sumisa que no incordia.
Explica de forma muy divertida Liv Strömquist en No siento nada que la forma actual de dominación emocional masculina es precisamente el obligar a las mujeres a acallar su deseo de apego (si lo tienen) e imitar el desapego masculino. Si algo nos molesta, si algo nos enfada, si algo nos preocupa, si no podemos esperar más, debemos fingir que nos resbala y enloquecer en silencio, no vayamos a asustar a ese pobre chico y decida no tener una relación con nosotras.
Ellos, por supuesto, tienen todo el derecho a ser intensos e incluso se les premiará por ello. Si un día lloran porque lo que te han hecho les duele más que a ti, toda la sociedad celebrará lo deconstruidos que están por hacer pucheros y seguir con su vida; si deciden hacerte love bombing y no responder a tus mensajes tras decirte que te quieren (me tiene afectadísima esta escena de Fantasmas, no me escondo), bastante habrán hecho sincerándose en aquel momento y tomando la iniciativa de mostrar sus sentimientos, aunque luego se escondan por el resto de la eternidad.
Podría pensarse que evitar ser una intensa nos libra de relaciones tóxicas, de mala gestión de los conflictos (está claro que agujerear portátiles y arrojarse cosas no es la manera más sana de resolver una discusión de pareja) y convierte nuestras relaciones en algo mucho más civilizado y maduro, si no fuera porque en el saco de la intensidad cabe prácticamente todo lo que no sea el sometimiento absoluto.
La consecuencia principal de la contención extrema es la frustración. La mujer sumisa que no se enfada nunca, que no explicita sus deseos, que no se queja, que no pide, que espera pacientemente y en silencio, es la encarnación de la frustración, y esta frustración solo tiene dos salidas: una explosión de ira repentina sin límites (loca) o una úlcera de estómago.
Y para no tener que elegir entre sacrificar nuestra salud digestiva o estallar de forma descontrolada, la receta es sencilla: no callarse nunca.
Siempre es buen momento para que los hombres se esfuercen por no ser amebas emocionales (sí, lo sé, estoy generalizando, #NotAllMen y eso) y cultiven un poquito más su capacidad de gestión de los conflictos (ánimo, que podéis). Pero, mientras esperamos a que lo hagan, como reivindica Isa Calderón en Deforme Semanal, citando 'Intensas', de Ana Requena, enfadémonos, quejémonos si nos tratan mal, mostremos nuestras emociones, seamos unas histéricas, locas, impacientes, chifladas y muy muy intensas, y a quien no le guste, pues que apechugue.
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