Un debate recurrente en estos años de cuarta ola feminista ha sido dónde y de qué manera nos situábamos quienes estamos comprometidos en el trabajo por la igualdad real. Desde cuál debía ser nuestro lugar en las convocatorias de los 8 de marzos al permanente reproche sobre la usurpación de espacios y protagonismo, pasando por las posiciones más rígidas de las mujeres que siempre han pensado que un hombre feminista es algo tan contradictorio como un empresario que saliera a manifestarse el 1 de mayo, nos hemos movido siempre en terrenos movedizos.
Sin duda, hemos cometido errores, hemos reproducido los vicios propios de la cultura machista en la que hemos sido educados y hemos pecado con demasiada frecuencia de un cierto afán de protagonismo, al tiempo que en nuestros entornos más privados volvíamos sin remedio a posiciones comodonas. Masculinidades subversivas, disidentes, profeministas, nuevas. Nos encanta jugar con los adjetivos y esquivar el sustantivo. Cuando nos ponemos gallitos, es fácil que nos salga la vena punitiva. Parece que se nos da mejor el reproche y el castigo que la pedagogía. Preferimos habitualmente hacer piruetas en los márgenes que nunca nos alejan del todo del centro antes de convertirnos en esos aguafiestas que reclama Sarah Ahmed, sobre todo en el contexto de las fratrías de las que nos cuesta tanto desprendernos en nuestros procesos de reconocimiento. En el mejor de los casos, nos hemos movido siempre en la cuerda floja que supone ser conscientes de que nuestra voz no debe ser la principal, al tiempo que nos damos cuenta de que nuestras posiciones críticas deberían tener presencia, sobre todo en espacios ocupados de forma mayoritaria por varones. Es evidente que siguen faltando referentes de "otras" masculinidades y de que las turbulencias presentes están siendo aprovechadas por los que miran con nostalgia el pasado. En este punto también deberíamos ser conscientes de que casi nunca hacemos lo bastante y que con frecuencia preferimos tomar la palabra en aquellos entornos que nos resultan amables. De esta manera, nuestro ego narcisista encuentra incluso razones feministas para su engorde y satisfacción. El mismo que reclama medallas para el ejercicio de una paternidad elevada a nuevo santuario de los nuevos hombres buenos.
Ante una convocatoria electoral en la que es más que evidente que está en juego todo lo que este país ha conquistado en materia de igualdad, y en la que el feminismo se ha convertido en uno de los ejes que nos permiten distinguir a quienes apuestan por horizontes de posibilidad de quienes no entienden que los derechos son procesos de lucha por la dignidad, los hombres igualitarios, o mejor aún, antimachistas, volvemos a dar un mal ejemplo de irresponsabilidad. Apenas se están escuchando nuestras voces en el contexto de una campaña en la que buena parte del territorio está ocupado por los hombres que están dispuestos a derogar o a dejar sin contenido todo el programa transformador que gracias al feminismo se ha ido haciendo realidad en los últimos años. Un programa todavía incompleto, con sus imperfecciones y vacíos, pero que representa el camino a seguir por una democracia que entienda que la paridad no es solo una cuestión de presencia equilibrada de mujeres y hombres en el ejercicio del poder.
He echado en falta posicionamientos públicos de las asociaciones y colectivos de hombres por la igualdad, de quienes siempre nos apuntamos a entrevistas y reportajes televisivos. Tal vez hemos quedado tan agotados de hacer terapias de grupo que nos han faltado fuerzas para aportar al debate público otra manera de posicionarnos en cuanto sujetos varones, de contrarrestar el creciente discurso neomachista, de evidenciar que de ninguna manera somos cómplices de eso que Miguel Lorente llama "refundación del machismo". Tal vez estamos demasiado ocupados en impartir nuestros posgrados y másteres, en escribir textos ansiosos de aplauso, que hemos olvidado nuestra responsabilidad cívica. Un olvido imperdonable en un momento tan crítico para el futuro de la igualdad y, por tanto, para la autonomía y el bienestar de las mujeres.
Solo espero a estas alturas que aprovechemos los últimos días de campaña para llevar a los espacios en que nos movemos habitualmente la necesidad de votar con un pie en el pasado y con otro en el futuro. Abrazados a la memoria democrática y a la genealogía feminista de una parte, y comprometidos con el mundo que le vamos a dejar a nuestros hijos y a nuestras hijas de otra. Sabedores de que no existen opciones partidistas ideales o excelentes, pero sí que hay sustanciales y evidentes diferencias entre los proyectos políticos de unas y de otras. Quizás todavía hoy, tras más de cuarenta años de democracia, no somos conscientes del valor que tiene nuestro voto, del poder que supone su ejercicio, de la responsabilidad que conlleva meter una papeleta en la urna. Ojalá el próximo 23 de julio nuestra cita electoral sea el primer paso para una praxis mucho más comprometida – incómoda, pedagógica, con las luces largas puestas como dice Clara Serra – con los horizontes utópicos que representa el feminismo. Una revolución que no puede permitirse el lujo de que ganen espacio y poder quienes en nombre de la libertad no tienen ningún reparo en sacrificar la igualdad.
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